4 ene 2010

Honestidad

Honestidad parlamentaria/Robert Skidelsky, miembro de la Cámara de los Lores y profesor emérito de Economía Política, Universidad de Warwick.
Traducción: Kena Nequiz
Publicado en LA VANGUARDIA, 04/01/10;
Este año, bajo juramento de fidelidad a la Reina, todos los miembros de la Cámara de los Lores británica –soy uno de ellos- tendrán que firmar un compromiso escrito de honestidad e integridad. Principios intachables, uno podría decir. Sin embargo, hasta hace poco se suponía que las personas designadas para asesorar a la soberana ya tenían la suficiente honestidad e integridad para hacerlo. Se suponía que se les había seleccionado para su contratación de entre grupos que contaban con códigos de honor.
No más. Todos mis compañeros deben ahora prometer públicamente honestidad. Solamente uno tuvo el valor para levantarse y decir que le parecía degradante el nuevo procedimiento.
Lo que propició la imposición de este código de conducta fue el escándalo originado por los gastos de los miembros del Parlamento, que sacudió a la clase política británica durante buena parte del 2009.
Fue un escándalo con raíces históricas profundas. Hasta antes de 1910, los legisladores británicos no recibían remuneración. A partir de ese año empezaron las remuneraciones, pero se mantuvieron por debajo del nivel profesional, con el argumento de que los miembros del Parlamento debían tener la disposición de hacer un sacrificio personal al servicio de su país.
Durante la inflacionaria década de los años setenta, un extraño sistema de “prestaciones” se instituyó para complementar los rezagados salarios de los parlamentarios. Los miembros del Parlamento podían pedir los gastos para el mantenimiento de las propiedades relacionadas con sus deberes oficiales. La supervisión era laxa y, al ser lo que es la naturaleza humana, se cometían todo tipo de abusos menores.
En mayo de este año, el diario londinense The Daily Telegraph empezó a publicar los detalles de las reclamaciones de gastos de los parlamentarios. En una campaña agresiva de “señalar y exponer”, el diario mostró la forma en que los parlamentarios estaban aprovechando a su favor la regulación laxa.
La mayoría de las faltas fueron insignificantes y sólo unas cuantas eran ilegales. Parlamentarios ambiciosos del Partido Laborista en el gobierno exigieron los accesorios de su recién adquirido estatus de clase media: una segunda residencia, travesaños falsos estilo Tudor y televisiones con pantalla de plasma.
En contraste, los grandes acaudalados del Partido Conservador exigieron el reembolso de cosas como la reparación de los calentadores de las albercas, limpieza de fosos y de las arañas. Las revelaciones sobre esa conducta ya han obligado a más de cien legisladores a dejar la vida pública. El honor personal ya no puede confiarse solamente a la buena conducta de los legisladores.
El escándalo de los gastos es síntoma de una sociedad en la que el dinero ha sustituido el honor. El nuevo supuesto es que los individuos no actuarán de forma honorable sino ventajosa: nunca perderán una oportunidad de obtener una ganancia. En una sociedad obsesionada por el dinero, la única manera de frenar esta tendencia es imponer sanciones externas. El antiguo lenguaje de la confianza ha sido reemplazado por uno nuevo de “rendición de cuentas” y “transparencia”. Las personas deben ser reguladas para tener buena conducta.
El mercado ha estado entrando insidiosamente en muchas áreas de la sociedad que tradicionalmente estaban regidas por normas ajenas a los mercados. Los deberes del gobierno, como combatir las guerras, educar a los niños o castigar a los criminales, se están subcontratando a las empresas privadas. Estados Unidos emplea más de 100.000 “contratistas militares” en Iraq. La ética del servicio público está siendo reemplazada por contratos e incentivos financieros.
La lógica del mercado sobre la elección individual ha estado destruyendo la lógica social de la comunidad. Anteriormente, los líderes de los pueblos eran líderes de sus comunidades, a menudo estos conocían personalmente a quienes servían, y eran celosos de su reputación de honradez y trato justo. La confianza se basaba en el conocimiento local fortalecido por el contacto continuo. La erosión de estas limitantes poderosas a la mala conducta estaba destinada a producir una creciente demanda de rendición de cuentas pública.
La búsqueda de la eficiencia del mercado también ha dado lugar a un alarmante aumento de la complejidad. Actualmente, los sistemas por los que se ofrecen la mayoría de los servicios se han hecho casi totalmente opacos para sus usuarios. Las personas que exigen mayor transparencia no entienden que la complejidad es el enemigo de esta, así como la simplicidad es el sello de la confianza. La complejidad, al derivar en ambigüedades morales, fuerza las relaciones a darse en una base contractual.
Los parlamentarios no son ni las únicas ni las principales víctimas de la fría desconfianza pública. Algunos de los bancos más respetados se han visto expuestos como perpetradores del fraude moral: de ahí la demanda de un nuevo marco regulador. Sin embargo, la desconfianza generalizada a los políticos es más peligrosa porque socava la base de una sociedad libre.
Una sociedad que no confía es enemiga de la libertad. Producirá un monstruo creciente de reglamentación y supervisión, que disminuirá más la confianza y fomentará el engaño. Después de todo, la naturaleza humana no sólo es inherentemente ventajosa, sino que siente satisfacción por las ganancias obtenidas astutamente, por ejemplo, al encontrar formas de darle la vuelta a la regulación. Una sociedad libre requiere de un alto grado de confianza para reducir la carga del seguimiento yel control, y la confianza necesita de normas internas de honor, veracidad y justicia.
Es más probable que los sistemas donde se espera que las personas tengan una buena conducta produzcan el resultado deseado que los sistemas donde la gente está obligada a hacerlo por la regulación o el temor a sanciones legales. Las sociedades liberales deben tolerar cierto grado de delitos y corrupción. No obstante, habrá mucho menos de eso que en las sociedades dirigidas por burócratas, tribunales y policías. En los antiguos países comunistas, los delitos
privados eran prácticamente inexistentes, pero los delitos del Estado eran rampantes.
No hay nada inevitable en cuanto a la desaparición de la confianza. Tenemos una opción. Las sociedades pueden decidir proteger las formas de vida basadas en la confianza al limitar el alcance de los acontecimientos que la socavan. La ley, por ejemplo, podría usarse para favorecer las instituciones (como la familia) que generan compromiso y para descentralizar la toma de decisiones al máximo nivel posible. Los políticos deberían dejar de tratar las creencias religiosas como un problema y tratarlas como una poderosa fuente social de buena conducta.
El papel de una prensa libre debería ser el de presionar a los funcionarios públicos para que tengan una mejor conducta. No obstante, es contraproducente avivar tal resentimiento popular por los abusos al grado de provocar cambios precipitados en la ley o regulaciones como sucedió en Gran Bretaña. Después de que algún medio de comunicación haya avivado un escándalo, debería hacerse una pausa para permitir que nuevas normas echen raíces. La legislación o reglamentación que tenga por objetivo restablecer la fe en las clases políticas debería ser el último recurso y no el primero.

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