20 feb 2010

El caso Garzón

El ‘caso Garzón’/Paolo Flores d’Arcais, filósofo y editor de la revista Micromega. Traducción de Carlos Gumpert
Publicado en EL PAÍS, 18/02/10;
El ostracismo al que los sectores antidemocráticos de España quieren condenar al juez Baltasar Garzón no es una mera cuestión interna española, sino que atañe a Europa entera y a su porvenir: se debate si las perspectivas de futuro del viejo continente seguirán siendo las de la democracia liberal, o si sobre las ruinas de una división de poderes aborrecida por el establishment se afirmará cada vez más la tentación de un modelo neototalitario, al estilo de Putin o de Berlusconi.
Lo que está en juego en el caso Garzón es, en efecto, la propia autonomía de la judicatura. Sin una intransigente custodia de esa autonomía, y sin un sistema informativo realmente pluralista e imparcial (cuya estrella polar ha de ser el respeto por las “modestas verdades de hecho”, en las que Hannah Arendt veía el antídoto contra las tentaciones totalitarias de toda forma de poder), la democracia liberal corre serio peligro, al ver minada su propia esencia.
Pero los enemigos de Garzón (que en este caso coinciden con los enemigos de la democracia liberal) se defienden sosteniendo que son ellos los auténticos defensores de la autonomía del poder judicial, dado que es una instancia judicial, el Tribunal Supremo (TS), la que debe juzgar a Garzón y su supuesta prevaricación. Sin embargo, observando las cosas sin ira et studio y sobre todo recurriendo a la lógica de forma rigurosa (lo que en la actividad jurídica no puede ser nunca un extra), no resulta difícil apreciar el vuelco orwelliano que experimenta la expresión “autonomía de la magistratura”. Veámoslo con detenimiento.
Magistrado de la Audiencia Nacional, Garzón representa -para simplificar y atenernos al lenguaje internacional comprensible- al juez de instrucción. Considera que ciertos hechos pueden adscribirse a una categoría delictiva prevista por una ley (asume una notitia criminis), realiza las indagaciones pertinentes y procede eventualmente a la incriminación de quienes considera culpables. El juez de instrucción, obviamente, puede equivocarse: sea por considerar culpable a un inocente (para quien las pruebas no resultan suficientes, “más allá de toda duda razonable”), sea por considerar hecho delictivo un comportamiento que no está tipificado como tal por la ley (y el imputado será absuelto “porque los hechos no constituyen delito”).
Que el juez de instrucción pueda haberse equivocado es decisión del juez enjuiciador (por lo general un tribunal de varios miembros, en número impar). Todos los distintos ordenamientos democrático-liberales, sin embargo, prevén la posibilidad de una “apelación”, es decir, de una (o incluso dos) instancias sucesivas de juicio, que pueden dar la vuelta a la sentencia inicial y declarar errado un comportamiento juzgado justo, así como justo otro que había sido considerado errado. Sólo la sentencia definitiva e inapelable es, en sentido jurídico, la “justa”. Por más que, como sabemos, no pocas sentencias definitivas resulten erróneas en su esencia (se condena a inocentes, a muerte incluso, y se absuelve a culpables, de horrendos crímenes incluso). Pero es eso lo mejor que se ha conseguido excogitar hasta ahora para aproximarnos al ideal de la justicia.
Son cosas archisabidas que ni siquiera debería hacer falta recordar. Debemos prestar atención, sin embargo, a una consecuencia: en todas las fases de este procedimiento “en distintos estratos” podría darse el caso de que cada juez se equivocara en virtud de la decisión del juez sucesivo (y respecto a la justicia en sentido ideal y sustancial). Ahora bien, la única sanción que para tal equivocación cabe es una sentencia que desmienta las conclusiones del juez en cuestión. Si tales conclusiones, por el contrario, pudieran convertirse a su vez en motivo para una incriminación del juez (si una investigación, o una sentencia, pudieran convertirse en delito de prevaricación), la autonomía de la magistratura quedaría aniquilada y engullida en una guerra entre jueces en la que todos se hallarían, en relación a sus colegas, en la situación hobbesiana de homo homini lupus. ¿Cuántos jueces podrían seguir incriminando, dado que en caso de absolución del imputado podrían ser acusados de prevaricación? Pero es que tampoco podrían absolver tranquilamente, porque si la instancia superior condenase más tarde al imputado, quien lo hubiera absuelto en primer grado podría ser acusado de prevaricación (hacia las víctimas del delito, por ejemplo).
Es éste el verdadero aquelarre de anomia al que podría llegarse si se llevara a sus extremas (es decir, lógicas) consecuencias la pretensión de acusar de prevaricación a un juez sólo por interpretar una ley de forma diferente a la de su colega.
Pero en el caso de Baltasar Garzón, la cuestión es aún más grave, porque no se ha producido todavía la sentencia de un tribunal acerca de la culpabilidad o inocencia de los eventuales “criminales” de la época de Francisco Franco, sobre los que Garzón estaba investigando. Lo que se pretende juzgar como “delito” es nada menos que la apertura de diligencias y sus primeras medidas (exhumación de cadáveres, etcétera).
De esta manera se convierte en ley suprema la siguiente aberración jurídica: cualquier juez de cualquier clase o instancia, cuando advierte indicios de delito, instruye diligencias, lleva a juicio o, con mayor motivo, promulga una sentencia, en caso de que choque con la opinión de la mayoría del Tribunal Supremo, podría ser acusado de prevaricación. Lo que significa que la única magistratura “autónoma” en España sería el propio TS, y todos los demás jueces se verían abocados a volverse clones del TS, so pena de ser expulsados de la carrera judicial. Una auténtica lógica de la depuración, que hace del TS no ya un órgano de rango superior que no sólo puede dar la vuelta a los veredictos del resto de los jueces, sino también expedientarlos a su gusto, impidiendo que los procesos tengan lugar, o incluso que comiencen.
Omito la circunstancia de que en el Tribunal Supremo haya una densa presencia de magistrados con evidentes simpatías por el franquismo (algo que en su momento la recién nacida democracia española hubiera debido impedir, con una depuración análoga por lo menos a la realizada en Alemania tras el periodo nazi), y que la voluntad de exiliar a Garzón se plantee con singular tempestividad tras sus indagaciones en dos de los casos menos digeribles para la derecha española (cada vez más tentada por las sirenas extremistas): el de los crímenes franquistas y el de la supuesta amplia corrupción del caso Gürtel en Valencia.
Me he querido limitar únicamente a los aspectos de lógica jurídica que la eventual defenestración de Garzón de la magistratura implica. Y es que están sonando las alarmas por la autonomía de la magistratura en toda Europa, visto que dicha autonomía es objeto de ataques cada vez más frecuentes. Lo digo desde un país donde el tiro al blanco del régimen de Berlusconi y del establishment contra los magistrados que persiguen la corrupción y la mafia (y las tramas político-empresariales que de ellas se derivan) es desde hace años sistemática y cada vez más violenta, sin que las instituciones europeas se percaten de la gravedad del peligro. España, gracias entre otras cosas a las actuaciones ejemplares de Baltasar Garzón (que parecen encarnar aquel “¡Jueces hay en Berlín!” de la famosa anécdota del molinero de Federico II) parecía desde este punto de vista un posible baluarte contra tentaciones putinianas, berlusconianas o autoritarias de cualquier tipo. Evidentemente, era sólo una ilusión.
Me parece imposible pensar que un recurso contra las pretensiones del TS (si es que realmente llega a procesar al juez Garzón) pueda ser rechazado por el Tribunal Constitucional español o por alguno de los tribunales europeos. Porque en tal caso quedaría legitimado ese caos jurídico que a grandes líneas hemos dibujado (hasta el caso límite, aunque no imposible en esta lógica, de que una distinta mayoría del Supremo pudiera depurar a algunos de sus propios miembros que en el pasado hubieran…). Pero habrían pasado ya años y, entretanto, Baltasar Garzón habría dejado de estar en condiciones de hacer daño, es decir, de ejercer como magistrado con esa autonomía y rigor jurídico y moral que en todo el mundo democrático se le reconoce y por el que se le admira (mundo en sentido literal, de norte a sur). Y en Europa todos seríamos un poco menos iguales y menos libres.

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