20 feb 2010

Mil y un objetos de Orhan Pamuk

Permitido comer chicle y besarse/LUIS PANCORBO -
Babelia, EP, 20/02/2010;
Hace poco más de un decenio Orhan Pamuk empezó a tramar la creación simultánea de una novela y de un museo. La novela, titulada El museo de la inocencia, se publicó con éxito en 2009, y este año, coincidencia con la capitalidad europea de Estambul, abrirá sus puertas el Masumiyet Müzesi. Significa en turco museo de la inocencia, aunque no vaya del genocidio armenio. Es la singular creación de un novelista como Pamuk, que trasplanta a las vitrinas las manías coleccionistas de Kemal, el protagonista de su último libro, tal vez el más personal. Kemal Bamasci (Orhan Pamuk) no reúne sellos, o escarabajos, sino los objetos que fueron tocados por su amada Füsun Keskin, su bella prima de 18 años.
Un día Pamuk (Kemal) echó el ojo a una casa de tres pisos en Çukurcuma, a pocas calles al oeste de su barrio de Cihangir. Çukurcuma significa "la hondonada", y es donde Estambul se va derramando en la orilla europea del Bósforo. No suelen perderse por ahí los turistas ansiosos de que les regateen al estilo del Gran Bazar, pero es la meta para los que buscan tiendas de antigüedades y chamarileros, todo lo que va depositando y regurgitando una ciudad indecisa entre mares y culturas, con un pie en Europa y el resto de su voluminoso cuerpo, que ya alimenta a más de diez millones de personas, en Asia.
Siendo Estambul emblema de la dualidad entre Oriente y Occidente -y eso Pamuk lo vive en sus entrañas- produce una calidad especial de tiempo perdido. Hay quienes sienten nostalgia proustiana de una magdalena, y quienes como Pamuk por medio de Kemal no ponen límite a sus furores coleccionistas. El arco de esa obsesión va desde 1950 hasta nuestros días, recorriendo la propia biografía del autor siempre detrás del coleccionista compulsivo que es Kemal. Así, mientras Pamuk iba escribiendo la compleja pasión literaria de Kemal (con toques que recuerdan Lolita de Nabokov), al mismo tiempo iba coleccionando lo que Kemal necesitaba en la novela. Nada mejor para la congoja, y otros males de amor, que el analgésico Paradison. O pensar en las burbujas perdidas de la vida coleccionando botellas de refrescos Brisa, y menús de restaurante, entradas de cine, colonias y zapatillas. Todo lo cual en una novela de 83 capítulos que es una guía al mismo tiempo del museo, y que incluye una entrada gratuita para el eventual lector-visitante. Así figura el tintero de cristal con el que ella jugueteaba en el capítulo 9. Las cerillas y barajas con las que Kemal hacía solitarios para matar la espera de su amor en el capítulo 25. El cascanueces y el reloj con bailarina que Füsun daba cuerda del capítulo 28. Y los cepillos de dientes de su amada del capítulo 49. Ya lo dice Kemal: "Comprendí que el mundo entero, con cada uno de los objetos que contenía, formaba un todo". Y el salero del restaurante Aleko de Yeniköy, y hasta el cucurucho de helado mordisqueado por el borde que tiró Füsun en el cuarto encuentro con Kemal según se lee en el capítulo 51. Y los programas de mano de las más de cincuenta películas que vio Kemal, desde mediados de junio a primeros de octubre de 1976, del capítulo 52... Cientos de objetos junto a fotos de la época y películas con Estambul al fondo. Un museo único donde Pamuk pone sus normas: no está prohibido comer chicle ni besarse.
Por Çukurcuma
El Museo de la Inocencia, en la esquina de Dalgiç Sokak con Çukurcuma Caddesi, es un buen pretexto para recorrer el barrio. En Çukurcuma hay tiendas que parecen en sí mismas un mercado de las pulgas, aunque también se encuentren piezas de valor en algún anticuario de la calle de Turnacibasi, cerca del Liceo Italiano y al sur de la gran avenida de Istiqlal (antaño de Pera). Çukurcuma, el barrio de la inocencia, es breve pero está sembrado de edificios con empaque burgués de principios del siglo XX y, sobre todo, de vida cotidiana, sin alharacas otomanas, y lo mismo se encuentra un hamam, un baño turco muy real, como restaurantes en Hayriye Caddesi y calles aledañas donde dan anchoas del mar Negro en ceviche, o fava, que es puré de habas, entremés muy rumí (de los antiguos habitantes griegos de Beyoglu), o una especialidad armenia como el topik, bolas de garbanzos y patata con cebolla caramelizada y un toque de canela. No viene mal acompañarlo con un raki, anís con agua.
Pero lo que más se ve caminando por las cuestas y adoquines de Çukurcuma es un espíritu materializado, no tanto en lo antiguo como en lo viejo hecho cosa, y a veces hecho cachivache, y por eso abren tantas cuevas de Aladino hasta arriba de aperos y balanzas, cafeteras y máscaras antigás, o cajas de galletas de metal buenas para guardar como Kemal los cromos de artistas que venían en los chicles Zambo. No falta casi nada en el ramo de lo kitsch, lo industrial y lo pasado de moda, pero no de la memoria de los estambulíes pese a los cambios.
Pamuk ha sabido ver la importancia de todo eso, con su toque de fetichismo, aunque su intento quede lejos de un vulgar museo de los horrores, o del Museo Ripley de Los Ángeles cuyo lema es "créalo o no", y pone un maniquí de un chino con cuatro ojos. En el Museo de la Inocencia hay mil y un objetos por dar una cifra, aunque ahí Pamuk es implacable contando: 4.213 colillas de los cigarrillos Samsun que fumó Füsun en los ocho años que la visitó Kemal; 237 horquillas que éste coleccionó de su amada prima, de la que él guardaba (como Flaubert un mechón de Louise Colet-Madame Bovary) desde un pendiente perdido hasta cómo le miró tal día y a tal hora y se le removieron las entrañas de la memoria. Pues ya lo dice Kemal: "La vida me obligaría a convertirme en un antropólogo de mis propias vivencias, no quiero subestimar en absoluto a esos apasionados profesionales que intentan darle un sentido a sus vidas y a las nuestras exponiendo cacharros, útiles e instrumentos que han traído de lejanos países".
Podría parecer una exaltación de la nimiedad, pero Pamuk parte de la base de que la vida no siempre está hecha de glorias y medallas, ni Estambul se resume en la daga del museo de Topkapi con tres esmeraldas que parecen huevos de codorniz. Hay si acaso una vaga inspiración de Pamuk en alguno de los 1.743 museos que visitó realmente Kemal en 15 años, desde el Micromuseo de Objetos Perdidos de la calle de Morillons de París al de Dostoiesvki de San Petersburgo, donde dicen de un sombrero dentro de un fanal: "Perteneció realmente a Dostoievski". Sin olvidar el Museu Frederic Marès de Barcelona, "el lugar que mejor me enseñó qué debía hacer con lo que me quedaba de Füsun".
No en vano, en el caso del museo de Pamuk y su pretendida inocencia, se trata también de un triunfo de lo que en inglés se conoce como memorabilia, objetos dignos de ser recordados -no importa lo humildes que sean- por algún añadido gramo de nostalgia. O de tiempo prendido.

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