11 jul 2010

El nombre de uno

La importancia de llamarse Yeidckol/Juan Eduardo Martínez Leyva
El nombre es algo que marca a las personas más allá de lo que uno pudiese imaginar. Tuve una compañera de trabajo que se llamaba Austraberta. Cuando escuché su nombre por primera vez, la imaginé bizca, con lentes de fondo de botella, con el pelo lacio y largo, con las piernas flacas, con falda hasta los tobillos, con los dientes podridos y chuecos, de carácter tímido pero intrigoso y asexuada como una monja.
Cuando la conocí físicamente era exactamente igual como la había imaginado. Entonces me asaltó la duda, que no he podido resolver hasta la fecha, de que si era así porque se llamaba Austraberta o se llamaba Austraberta por tener precisamente esa apariencia. Desafortunadamente sus padres ya no existen para poder averiguar este asunto.
Cuando era niño viví en carne propia el problema del nombre. Hasta los seis años creí que mi nombre de pila verdadero era el de Bárbaro. Así me han llamado siempre en mi familia, mis amigos y demás conocidos de la infancia, por haber nacido el 4 de diciembre, día de Santa Bárbara. Caí en la cuenta de que ese sólo era un apodo, al inicio de las clases de mi educación primaria. Al tercer día mandaron llamar a mi madre porque había acumulado, sin saberlo, igual número de inasistencias. Al pasar lista la maestra nunca mencionaba mi nombre conocido sino el real, el cual yo no lograba identificar y por ello, no obstante estar en el salón, nunca decía: presente.
Mi madre me reprendió y me hizo saber mi verdadero nombre de una manera muy sinaloense. Cómo serás bruto, Bárbaro, cuando pasen lista y digan Juan Eduardo inmediatamente contesta: ¡presente!, de lo contrario te van a echar de la escuela.
El apodo de Bárbaro compensó en gran medida mi débil apariencia infantil y me permitió avanzar en el ambiente hostil y agresivo del barrio. Yo mismo hacía honor a mi apodo y llegué a tener fama de vago, en mi adolescencia. Con el tiempo me asumí como Juan Eduardo y ello me ha permitido convertirme en persona sería, a juzgar por mi carrera profesional, que me ha llevado a ser empleado bancario y ahora funcionario hacendario.
En ocasiones es inútil tratar de hacer mejoras cambiándose el nombre. Mi esposa tiene una amiga que le reveló recientemente un secreto íntimo a cerca de su verdadero nombre. No obstante de que su nombre civil era el de Inocencia, ella se hacía llamar Hortensia porque consideraba que para una mujer es muy apropiado y hermoso llevar un nombre de flor y no de criada.
En la práctica el cambio no le ayudó mucho porque sus nuevos y antiguos amigos le apodaban por igual Tencha. Entre algunos de sus amigos es conocida también como Cleo, en alusión a Cleopatra por el estilo que tiene para el corte de pelo.
Hay que reconocer, sin embargo, que en ocasiones el nombre adecuado para el giro adecuado puede hacer maravillas. En un antro de Santo Domingo había un travesti muy famoso. Su nombre verdadero era el de Pedro Martínez, muy apropiado si se es pelotero de las grandes ligas pero totalmente inadecuado si se está en el giro de la farándula. El éxito desmesurado de Pedro empezó justo cuando se hizo llamar Francis.
De igual manera siempre he pensado que Doroteo Arango no hubiese pasado de ser un bandolero común y corriente, ni haber ocupado en la historia un lugar como héroe nacional, si no se le hubiese identificado como Pancho Villa. En este caso el mito es resultado del nombre del actor.
En la misma circunstancia, aunque con menos fama, se encuentran tal vez José Miguel Adaucto Fernández y Félix, mejor conocido como Guadalupe Victoria y Leonardo Márquez, el Tigre de Tacubaya.

Existen nombres que son muy funcionales para moverse entre dos culturas. Muchos paisanos que viven en Los Estados Unidos de América y muchas familias de países centroamericanos acostumbran bautizar a sus hijos con un nombre anglosajón. De esta manera tenemos a muchos Williams Hernández, Johnatans Pérez o Roberts García. La ambivalencia cultural del nombre les permite moverse con facilidad tanto en el país de origen como en el de residencia.
Jorge Ibarguengoitia, en un relato consignado en su libro Viajes por la América Ignota escribe, con el fino humor que le caracteriza, sobre las vicisitudes relacionadas con los nombres.
A la conclusión que se llega después de leer este relato, es que es inútil quebrarse la cabeza para buscar el nombre adecuado, a uno siempre lo terminarán identificando por el apodo, el diminutivo del nombre o de alguna otra manera.
Un primo de mi esposa (otra vez ella), que habita en un pueblo del sur del Estado de México, estuvo a punto de ponerle Rubenstein a su primer hijo, en honor a un director de cine. Los familiares le convencieron de que ese nombre no era adecuado a su idiosincrasia. El primo accedió a la crítica y terminó registrándolo como José María Napoleón Fuentes. En su pueblo ahora conocen al chiquillo con el apodo de Napo.
Recuerdo con cariño a un amigo que en sus épocas de guerrillero había elegido el nombre de Efraín para operar en la clandestinidad. Su nombre real es Enrique Cordera, pero sus amigos le seguimos diciendo El Efraz, aún y cuando ya no es necesario ocultar la verdadera identidad.
En México tenemos ahora una candidata al gobierno del estado en el que vive el sobrino Napo, a la que se le hizo bolas el engrudo de su identidad.
En su juventud temprana construyó una personalidad muy apropiada para ser dirigente empresarial: adoptó un nombre y un apellido de origen polaco, se convirtió voluntariamente al judaísmo y se mostraba profesionalmente como licenciada. Con esos atributos la Diosa de la Fortuna la acogió con amabilidad.
Su éxito, sin embargo, la regresó paradójicamente a los caminos de los que ella misma había huido. Trató de esconder socialmente sus tragedias infantiles, pero fatalmente el destino se las reveló al público en forma estridente.
La maldición de Yeidckol tuvo su origen en su propia ambición política. Al convertirse en candidata del Partido de la Revolución Democrática los Dioses, con la ayuda de Julio Hernández López, descubrieron su verdadera identidad. La sentencia pareciera ser: aunque Citlali se vista de Yeidckol, Citlai se queda.
Ni es polaca, ni es judía, ni es licenciada y eso me recuerda tres mitos de la burocracia que ya no existen. En el Gobierno se pensaba que todos eran licenciados, todas eran señoritas y todo urgía.
Citlali ahora brilla irremediablemente en el firmamento del Sol Azteca. Citlali es, sin duda, el nombre más apropiado para ser candidata del PRD, el cual la escogió precisamente por ser Yeidckol.

México, D.F. 12 de marzo de 2005

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