Column PLAZA PÚBLICA/Miguel Ángel Granados Chapa
Gobernadores electos,
Reforma, 15 Oct. 10
Algunos de quienes signaron el Acuerdo de Chihuahua con Felipe Calderón no han asumido sus funciones, por lo que se podría considerar que el documento carece de valor jurídico
Cuatro años después de iniciada, con fines mediáticos más que sustantivos, su batida contra la delincuencia organizada, el presidente Calderón persiste en privilegiar los aspectos espectaculares de su estrategia contra el crimen, acaso para ocultar con las luces del escenario las sombras y penumbras de una realidad que nos atosiga en forma creciente.
El martes pasado firmó el Acuerdo de Chihuahua, en una vasta reunión celebrada en la capital de ese estado antes de su visita a Ciudad Juárez, donde recibió reproches por el escaso avance del plan Todos somos Juárez, presentado hace meses igualmente con gran aparato y escasa eficacia. Combinando así ambas etapas de su gira por aquella entidad fronteriza, el gobierno de la República puede aparecer como impulsor de un nuevo esfuerzo por contener la violencia en vez de sólo padecer la evidencia del fracaso de su programa juarense.
El Acuerdo de Chihuahua mismo, sin embargo, es también reconocimiento de la lenta marcha de las medidas enunciadas en agosto de 2008, hace más de dos años, en el Acuerdo Nacional para la Seguridad, la Justicia y la Legalidad. Como ese documento fue suscrito por gobernadores que han dejado de serlo o están a punto de concluir sus periodos, la reunión chihuahuense tenía como propósito comprometer a los gobernadores elegidos en julio anterior, como si la firma del Acuerdo de agosto del año antepasado hubiera sido hecha a título personal por los gobernadores en funciones y no por el Poder Ejecutivo de cada entidad, que tiene nuevo titular pero que está obligado al cumplimiento de lo pactado. Por lo demás, la nuez de los compromisos a que se sujetaron los gobernantes estatales se halla en la ley, por lo que en rigor estricto no es necesario que suscriban acuerdos adicionales.
El carácter más aparente que real del de Chihuahua es evidente porque lo suscriben gobernadores que aún no toman posesión de sus cargos. Algunos de ellos no lo harán en fecha próxima, sino hasta el 2011, y por lo tanto es inútil que se comprometan a adoptar medidas en los plazos fijados: dos, tres, seis, ocho meses, a menos que la cuenta se inicie para ellos en el momento de tomar posesión. De ser ese el sentido de su firma, bien cabría esperar hasta que asuman sus responsabilidades. Porque lo hecho por ellos el martes pasado carece de valor jurídico, y hasta puede, si mucho se me apura, ser calificado como usurpación de funciones, ya que por ahora carecen de autoridad para aceptar compromisos propios de quien está ya en ejercicio de su cargo.
La vacuidad de la reunión organizada por la oficina presidencial para comprometer a los futuros gobernantes queda especialmente en evidencia en el caso de los gobernadores cuya elección está en la fase de revisión judicial. Si es impertinente que Javier Duarte y Francisco Olvera sean invitados a una reunión formal de gobernadores, lo es en mayor medida haber llamado a Carlos Lozano de la Torre. En esos tres casos -los de los gobernadores de Veracruz, Hidalgo y Aguascalientes- la convocatoria presidencial es, o violatoria de la ley, o por lo menos un acto de intromisión en un proceso todavía pendiente de resolución definitiva.
El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación estudia actualmente las impugnaciones presentadas por Miguel Ángel Yunes, candidato del PAN y el Panal a sustituir a Fidel Herrera; y las de Xóchitl Gálvez Ruiz, candidata de la coalición Hidalgo nos une. Mientras ese principal órgano de la justicia electoral no se pronuncie, y a pesar de haber sido declarados gobernadores electos, Duarte de Ochoa y Olvera están en situación precaria. En especial el segundo no podrá sentirse plenamente dueño del triunfo que le acreditaron autoridades locales dependientes del gobernador Miguel Osorio, hasta que se emita sentencia federal en su favor, si es el caso.
Más flagrantemente inoportuna fue la decisión de invitar a suscribir el Acuerdo de Chihuahua a Lozano de la Torre, cuya elección fue puesta en entredicho por el Partido Acción Nacional. El tribunal federal electoral revocó el acuerdo que lo hace gobernador electo y ordenó al tribunal local la emisión de una nueva sentencia. La autoridad estatal puede, tras efectuar la revisión procesal que se le ordenó, fallar de nuevo a favor del candidato priista, en cuyo caso el partido recurrente podría acudir de nuevo al tribunal federal. Con mayor razón tendrá que manifestarse de nuevo ese órgano si el tribunal local revocara la victoria de Lozano de la Torre. Su firma en el acuerdo de Chihuahua valdrá entonces menos que el papel en que se hizo constar ese pacto.
La convocatoria presidencial consumada este martes empeora la intromisión que practica el Ejecutivo federal al felicitar a los candidatos presuntamente victoriosos, apenas unas horas o días posteriores a la elección, cuando los órganos electorales estatales no se han manifestado, ni se han dado a conocer tampoco los resultados formales. Antaño, entre sus funciones metajurídicas el presidente de la República ejercía la de Gran elector, no sólo en el momento de decidir quién sería candidato sino una vez ocurridas las elecciones, cuando el predecible resultado se confirmaba. Ahora eso no es posible, y si ocurriera, no debe ser admitido tampoco.
La nueva distribución del poder, iniciada en 1989 y confirmada a partir de 1997 y 2000 ha redundado en un reforzamiento del papel de los gobernadores, no siempre para bien de sus gobernados. No se les inicie de modo ilegal en el ejercicio de un poder aún no asumido.
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Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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