8 dic 2010

La diplomacia al desnudo

La diplomacia al desnudo/Shlomo Ben Ami, ex ministro israelí de Asuntos Exteriores. En la actualidad es vicepresidente del Centro Internacional Toledo por la Paz. Ha escrito Scars of war, wounds of peace: the israeli-arab tragedy (Cicatrices de guerra, heridas de paz: la tragedia árabe-israelí). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Pubñlicado en EL PAÍS, 06/12/10;
La propaganda difundida en los días anteriores a la reciente filtración masiva de documentos del Departamento de Estado norteamericano llevada a cabo por Wikileaks nos hizo pensar que se trataba de un arma de destrucción masiva, en forma de una montaña de documentos secretos, y que iba a transformar por completo nuestra percepción, si no del mundo en el que vivimos, desde luego sí de las relaciones internacionales.
Sin embargo, ninguna de las revelaciones es tan trascendental como para modificar la visión de la política mundial que recibimos a través de los medios de comunicación libres -una avalancha abrumadora y omnipresente de periódicos, canales de televisión que dan noticias a todas horas y sitios de Internet, con Google a la cabeza-, ni tampoco su publicación ha hecho un daño irreparable a los dirigentes implicados ni a las relaciones entre Estados.
Las leyes sobre libertad de información que existen en la mayoría de las democracias permiten pensar que, en cualquier caso, los documentos de este tipo acabarán estando al alcance de los ciudadanos, bien por medios legales, bien gracias a las informaciones filtradas. Al fin y al cabo, los cimientos de la prensa libre reposan, en gran parte, sobre filtraciones. La diferencia de lo que ha hecho Wikileaks está en el volumen, no en el principio. A estas alturas, las democracias deberían saber cómo afrontar el hecho de que este tipo de material se haga público.
No obstante, se pueden extraer lecciones muy interesantes de estas revelaciones. Hay muy pocos -o ninguno- de estos documentos que sean verdaderamente ultrasecretos. Los libros de Bob Woodward sobre los gabinetes de guerra de Bush y Obama contienen mucha más información confidencial que los cables diplomáticos de Wikileaks.
Uno de los motivos es, por supuesto, el declive evidente de las funciones de los embajadores en los últimos años. Es posible que el cargo siga teniendo su aura, pero los embajadores ya no están al tanto de auténticos secretos de Estado. Los cotilleos, las habladurías, la transmisión de mensajes, la elaboración de jugosos perfiles de los dirigentes, el análisis de informaciones conocidas, algunas de ellas valiosas, son importantes, pero no son, ni mucho menos, secretos nacionales. Hoy en día, los gobernantes, y desde luego los miembros de los servicios de inteligencia y los Ministerios de Defensa, se comunican entre sí de forma directa, saltándose a sus diplomáticos.
Además, es posible que el Departamento de Estado ya no desempeñe el papel tan fundamental en la formulación de la política exterior que desempeñaba en tiempos de secretarios de Estado legendarios como George Marshall, Dean Acheson, John Foster Dulles, Henry Kissinger y James Baker. Algunos senadores como John Kerry y el difunto Ted Kennedy, además de otros miembros destacados del Congreso, pueden ser a veces más importantes para la toma de decisiones que los cargos oficiales del Departamento. Y quienes elaboran las políticas nacionales son el presidente y sus asesores de seguridad y asuntos políticos.
Pero la triste imagen que trasciende del subtexto de estos telegramas es la del declive del poder de Estados Unidos. Es la historia de la lucha contracorriente del imperio para impedir el final de su supremacía económica y militar. Es la historia de cómo las elevadas aspiraciones de un presidente débil le permiten describir el mundo que quiere sin que sea capaz de construirlo.
Los embajadores de Estados Unidos en el mundo han dejado de ser los altos comisarios que eran antes, y la voluntad de Washington ha dejado de ser una orden, incluso para sus clientes de Oriente Próximo o su patio de atrás, Latinoamérica, donde los chinos y los rusos están volviendo a tener influencia. Turquía, con su “peligroso ministro de Exteriores”, está alejándose a toda velocidad de la órbita norteamericana; Israel se negó a paralizar los asentamientos durante tres meses, a pesar de que se le ofrecieran grandes compensaciones estratégicas; el primer ministro libanés Saad Hariri, el hombre de Washington en Beirut, se reconcilia con los asesinos de su padre -todos ellos, enemigos jurados de Estados Unidos-, mientras su ministro de Defensa, Elias Murr, asesora a Israel sobre cómo “barrer” a Hezbolá del sur de Líbano; y los líderes árabes se burlan de la ingenua fe de Obama en las negociaciones como método para frustrar las ambiciones nucleares de Irán.
El primer ministro Netanyahu no exagera demasiado sobre el mensaje que transmiten estos documentos cuando rechaza la teoría de que el problema palestino es el epicentro de los males de la región. Palestina, el dogma moral supremo que durante años constituyó la concepción del mundo de las élites progresistas en Occidente, no tiene ese carácter para los dirigentes árabes. Está claro que estos cables no apoyan la idea del presidente Obama de que existe un nexo indisoluble entre la solución al problema palestino y la capacidad de Estados Unidos de agrupar al mundo árabe en torno a una estrategia contra el imperio chií iraní en pleno ascenso. El rey Abdulá de Arabia Saudí no esperó a que hubiera una solución de dos Estados para transmitir al presidente Obama la urgente necesidad de “cortar la cabeza de la serpiente”, es decir, Irán.
Netanyahu, que nunca ha confiado especialmente en las intenciones pacíficas de los árabes y siempre ha insistido en una estrategia de “primero Irán”, se ha encontrado con la confirmación más elocuente de sus miedos y sus políticas que podía imaginar en los mensajes procedentes de los dirigentes árabes. “Irán amenazaría la existencia de Israel si consigue un arma nuclear”, dice el jeque Muhammed bin Zaid, príncipe heredero de Abu Dabi. Y el emir de Qatar, el jeque Hamad Bin Khalifa el Thani -un personaje de considerable importancia en la política de la región-, se muestra “sorprendido de que los israelíes sigan deseando la paz después de lo sucedido en Líbano y Gaza”. Además, el emir comprende por completo la resistencia de las autoridades israelíes a hacer renuncias a cambio de la paz. “Representan a un pueblo”, dice, “que no se fía de los árabes, lo cual es muy comprensible. No se les puede reprochar, porque ellos (los israelíes) han vivido con esa amenaza demasiado tiempo”.
Ni que decir tiene que a los líderes árabes les gustaría que Estados Unidos continúe involucrado en el problema palestino y, como muestran estos cables, plantean la cuestión sin cesar a los embajadores norteamericanos. Pero da la sensación, por algún motivo, de que no esperan verdaderamente alcanzar una solución. En sus conversaciones, Palestina es más una molestia que un problema soluble. Lo que quieren es que Estados Unidos se haga cargo del conflicto y utilice su influencia sobre Israel para impedir que la situación se le vaya de las manos.
Con todo el terror que tienen al espectro de un Irán nuclear, lo que de verdad están deseosos de hacer es lo que sea para desbaratar sus ambiciones imperialistas. El ascenso de Irán y el hecho de que Irak se haya convertido en el primer Estado árabe gobernado por chiíes y sea ya un satélite de Teherán es, para los aliados suníes de Estados Unidos en la región, una calamidad de proporciones históricas, una tragedia tan determinante como la Nakbah de los palestinos.
Es posible que estas filtraciones no sean trascendentales, pero sí van a hacer que a los interlocutores de Estados Unidos en el mundo les cueste más hablar con franqueza. Aunque solo sea para evitar futuros bochornos, a partir de ahora el mundo de la diplomacia tendrá que actualizar las tecnologías de su red de comunicaciones. Pero el auténtico problema es otro. Es la cuestión de si Estados Unidos y sus aliados europeos van a tratar de hacer algo, y el qué, para interrumpir el declive de su modelo económico, rehacerse con el fin de recuperar la influencia estratégica que pierden sin cesar ante las nuevas potencias emergentes e impedir que sus valores de un orden mundial civilizado sucumban  a unas realidades estratégicas que han dejado de controlar.

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