16 feb 2012

LA DAMA DE LOS LABIOS CARMESÍ

LA DAMA DE LOS LABIOS CARMESÍ/ Alejandro Álvarez
De muertos, amores, sombreros y fantasmas sabía yo muy poco, hasta que aquella tarde me topé con la bella dama de los labios carmesí y justo un minuto antes de besarla, la tarde se volvió día y las estrellas como relámpagos furiosos, cayeron al suelo gritando mi nombre y del brillo del sol, no quisiera ni acordarme.
Mi historia ocurre en una plaza; La Plaza de Armas, frente a palacio municipal, ¿cuando? Cualquier día nublado, cualquier día triste, cualquier día de vientos congelados, puede ser también una noche, una noche solitaria, de esas sin luna.
Había pasado tres días encerrado en mi cuarto, con una rara enfermedad, una enfermedad que te quita el hambre, una enfermedad que trae descuido, apatía, llanto, un llanto que se ahoga en las mismas lágrimas de coraje, de desespero, de impotencia por no entender el aterrador final de las tragedias que se escriben con versos incipientes de amores juveniles.
Yo no era yo, era alguien sin fuerza, sin brillo en la mirada, con los cabellos descuidados y la cara alargada como las avenidas de las ciudades grandes, mi cuerpo comenzaba un romance con el frío y descolorido suelo de la habitación, las sábanas manchadas con las gotas que deja el alma justo antes de partir y mis sueños habían abandonado ya aquella delgada humanidad.
Una tarde de algún día del mes de octubre, me encontraba caminando hasta la plazuela del pueblo, llevaba puesto un traje color negro, con delgadas rayas blancas en el pantalón, una camisa blanca muy elegante debajo de un saco que guardaba una rosa roja, todo hecho a mi medida, un moño color rojo ajustado sobre mi cuello y un sombrero de ala corta sobre mi cabeza. Encendí un puro mientras caminaba sintiendo lo tibio del suelo, iba decidido a declararle mi amor y pedirle que se casara conmigo, dentro del saco guardaba el anillo de compromiso, estaba convencido del amor que sentía y quería compartir el resto de mi vida con ella.
Ella era la mujer más hermosa que jamás había visto, de estatura alta sin llegar a  perder el encanto que curiosamente pierden algunas mujeres en las alturas, delgada con sus curvas proferidas y los pechos firmes, de piel blanca como la nieve, sus cabellos largos y oscuros contrastaban con la finura de su cutis, su sonrisa era el maquillaje perfecto que ponía el color en su rostro, el brillo de sus ojos iluminaban cualquier noche obscura, y sus manos convertían mis sueños en realidad.
Soñadora, capaz de atrapar una mariposa entre sus dedos y tejer un cielo azul con terciopelo, con un amor apasionado hacia los jardines y las fresas, aficionada al vino tinto y las charlas de ocasión, en la música su gusto por el jazz y en las letras, los poemas de Benedetti.
Cuando llegué, la encontré afligida, su mirada no encontraba un lugar para descansar, sus párpados enrojecidos por el llanto, en su mano llevaba un pañuelo blanco con el que secaba sus lágrimas y empuñaba cada vez que su cabeza miraba al cielo.
La observé durante un par de minutos, luego de a poco, me acerqué sin hablarle, me senté junto a ella, quise ponerle mi mano sobre su hombro pero movió su cuerpo y su mirada se perdía en la iglesia dándome la espalda, no pude tocarla, no me animé, comencé a hablarle.
¡Quién había sido capaz de provocar tu llanto! ¿Acaso fui yo? Si es así te pido perdón… así comencé aquella charla, seguida de una descripción de aquellos momentos tan felices que habíamos pasado, del sabor de tus besos, de las noches enteras en que tu recuerdo descansaba en mi mente, de los niños corriendo por nuestro jardín y de las sillas mecedoras donde reposarían nuestros cansados cuerpos esperando juntos la despedida.
Aquello sólo fue un monólogo, ni siquiera me miraste, te pusiste de pie, secaste tus ojos rojos, sollozando caminaste hasta la iglesia, llevabas un vestido largo, color blanco y unas sandalias amarillas, sobre tu cabello un lienzo en el que se dibujaban tristes girasoles que combinaban con tu pasos, en tu mano izquierda los pétalos de una rosa fallecida y yo quedé sentado en una banca obscena junto a un gato negro que una noche antes había rondado por los techos de los patios contiguos a mi casa.
Doblaron las campanas, el cielo comenzó a cerrarse, nubes grises, cafés, fuertes vientos sacudían los trasquilados árboles, se encendían las pálidas farolas a punto de desmayarse y el gato negro corrió por las avenidas adoquinadas, no sin antes lanzarme un último maullido y una mirada tan profunda que fue capaz de mostrarme su alma y cuando te busqué ya no estabas.
Corrí hacía la iglesia pero las puertas se encontraban cerradas, no podía abrirlas, las golpeé hasta casi tumbarlas y cuando estaba a punto de entrar se reconstruían impidiéndome el paso, y comenzaba de nuevo aquella férrea lucha con el mismo escenario como resultado, regresé a la plaza bajo aquellos vientos que anticipan la tormenta, la plaza se encontraba sola, mi eco se escuchaba en todas partes, todo a mi alrededor desaparecía, quedando solamente aquella banca donde te miré llorando.
Llegué apresurado a la banca sosteniendo mi sombrero para que el viento no se lo llevara, miré en dirección contraria a la iglesia y encontré una sombra que caminaba hacia mí, mis ojos entrecerrados por el polvo que se levantaba apenas podían verle, parpadeé, y apareció junto a mí; una mujer alta, la cubría un vestido rosa hasta los pies, mostraba brazos delicados, delgada y de largas manos, muy blanca, prominentes pómulos y nariz alargada, mirada profunda y sonrisa falaz, sus labios carmesí me invitaron a besarle…
Cuando la tormenta calmó, todo volvió a su lugar, las calles en su sitio y las grandes construcciones coloniales aparecieron de nuevo sintiéndose orgullosas de vestir por tantos años a este pueblo.
Y yo, me encontraba de la mano de aquella dama de los labios carmesí, me llevó justo frente a la banca en que se encontraba mi “prometida” sollozando con un pañuelo blanco empuñado en su mano derecha y en la izquierda, los pétalos de una rosa fallecida.
Dimos media vuelta y caminamos en dirección al río, ella con su largo vestido rosa y yo con mi traje negro, mi camisa blanca tan elegante, la rosa y el moño rojo, mi sombrero de ala corta y mis pies descalzos sintiendo el frío suelo hasta llegar a las tibias aguas del río del pueblo.
Atrás queda “mi prometida” en aquella triste banca, acompañada de un gato negro que se lamenta en las noches tristes, esas sin luna.
Aquí en El Fuerte, en la Plazuela, frente a Palacio Municipal, dicen que sólo muy pocos la han visto y que aquellos que pueden verle los ojos tristes, sentencian la muerte del amor de su vida y en su locura viven días de tormentas, de llanto y de gritos sordos, hasta que la bella dama de los labios carmesí los toma de la mano para liberarlos.
Y mi prometida pasa las tardes de octubre llorándole a un amor que se fue, llorando por mí.

Alejandro Álvarez
El Fuerte, Sinaloa

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