22 dic 2013

Para médicos y gente sensible/Gregorio Morán


Para médicos y gente sensible/Gregorio Morán
Publicado en La Vanguardia |21 de diciembre de 2013;
Cuando la realidad se vuelva áspera, insufrible en su estupidez, no nos queda otra opción que la literatura. No es precisamente un bálsamo, pero ayuda. Antiguamente, es decir, hace unos años, la gente leía en las tardes de invierno, incluso del verano, y sorprendentemente para nuestros ojos de consumidores de imágenes pautadas en segundos, se mantenían fieles a libros de verdad; algunos incluso de muchas páginas. Y, les gustaran o no, tenían un cierto criterio; gracias a esta milagrosa incertidumbre se desarrolló la novela. Ahora si alguien no sabe qué hacer de su tiempo libre, enciende el televisor y se aburre. Ni siquiera se distrae, expresión preciosa que va camino del cadalso. Nunca hemos dispuesto de tanto tiempo para leer y nunca se ha leído menos. Estamos hablando de literatura.
Si quieren disfrutar de lo que es leer, les animo a hacerlo con un libro que de seguro no aparecerá en las listas de recomendaciones navideñas, ni tendrá comentaristas de cazuela. No es una antigualla, de esas que ponen los pelos de punta al consumidor de best seller, ni siquiera su librero de la esquina tendrá zorra idea de quién carajo se trata ni de cómo conseguirlo –“No lo tengo, pero si quiere se lo pido”–, argumento aplastante que le hace renunciar a leer otra cosa que no sea la alfalfa que le ofrecen, porque quién sabe cuándo le llegará, ni qué pinta tendrá el volumen que ha solicitado. Muchos lectores piensan que las librerías deben ser como los supermercados; lo que no está en la estantería, no existe.

Hacia 1917 un joven médico de 24 años, apenas seis meses después de salir de la Universidad de Kiev con un expediente plagado de sobresalientes, es enviado a un pueblo perdido en la inmensidad rusa. Él se llama Mijaíl Bulgákov y acabará convirtiéndose en una de las figuras trascendentales de la literatura, con una prosa que marcará una época. Muchos años más tarde, tal que hoy, la prosa literaria rusa desarrollada durante el periodo soviético mantendrá dos representantes de gloria póstuma, castigados por el implacable poder estalinista. Uno será un rojo inequívoco, Vassili Grosmann, y el otro un blanco, bastante mayor que él, Mijaíl Bulgákov, adversario del poder soviético y luego superviviente en aquel mundo desalmado. (Nosotros podríamos hacer un símil paralelo en la literatura española de posguerra; el rojo, exiliado, sería indiscutiblemente Max Aub. Donde habría más dudas es en el blanco. ¿Cela? ¿Delibes?).
Mijaíl Bulgákov escribe entonces su primer libro, una especie de gavilla de narraciones que habría de titularse Diario de un joven médico. Compuesto en caliente, hacia 1922, en territorio georgiano, no se publicaría íntegro hasta 1963. Ahora acaba de aparecer en una humilde editorial (Barataria) aunque ya hace muchos años lo editó, a falta de un relato –el último y más impresionante, El asesino–, la prestigiosa Anagrama con un título muy de la época, Morfina (1991).
No se arrepentirán de su lectura. Está escrito por uno de los grandes que domina la prosa y los ritmos de una narración. Un médico novato afrontando las situaciones más comunes en aquella Rusia, apenas empezada la Guerra Civil entre rojos bolcheviques y blancos de Symon Pletlyura. Sin luz, sin carreteras, sin medios, con una violencia omnipresente relatada con la habilidad de un maestro del relato. La huella de Chéjov y de Tolstói, esa compañía inevitable para una tradición literaria que en menos de un siglo se convirtió en referente de la cultura del mundo.
Ese medicucho arrogante que disimula su inexperiencia entre humo de tabaco, alcohol y una retahíla de enciclopedias médicas de las que espera una iluminación para un parto que viene mal, una sífilis en estado terminal, unas campesinas que le contemplan como un mago milagrero o un asesino potencial; depende de cómo salga la operación. No puedo evitar referirme a su esposa de entonces, ayudante clínica, Tatiana Lappa. Conservo de ella una foto que no puedo quitarme de la cabeza; de una hermosura como sólo se podía dar en esa mezcla de mujer del Renacimiento y de símbolo de una Rusia en estado de catástrofe. Nada que ver con Ana Karénina; otra época. Un pelo en blonda y una mirada tranquila y retadora. Bellísima como una vestal segura de su incierto destino. Un retrato de un mundo en estado de liquidación. Está en un libro maravillosamente trágico que compré hace años en París con fotos de Bulgákov y su generación, donde figuran también los amigos que asistieron al funeral del gran Maiakovski, el poeta que suicida la revolución el 17 de abril de 1930.
Mijaíl Bugákov, un hombre dotado para la literatura más que para la medicina; uno de sus hermanos, Kolia (Mijaíl), se hará un eminente bacteriólogo en su exilio de París, mientras el otro, Vania (Iván), se ganará la vida tocando la balalaica en restaurantes de moda, junto al Sena. Nadie como Bulgákov describirá ese mundo perplejo de la inteligencia de clase media rusa, culta y sensible, arrasada por una revolución en la que lo perderían todo. Cuando el GPU –entonces la Cheka, antes de convertirse en KGB– le interrogue en la Lubianka (1926) sobre su alergia a escribir sobre la clase obrera, les responderá muy sinceramente: “No me interesan los obreros, los conozco mal; lo mío es la inteligencia rusa, a la que conozco bien”.
Es verdad que la vida sentimental de Bulgákov daría para más de un artículo. Era un hombre atractivo, vestido a la antigua usanza: corbata de lazo, traje oscuro y sombrero. Desde 1927 no conseguirá publicar nada, todo será póstumo pese a tener su gran éxito con una obra de teatro –Los días de Turbin, versión dramática de su novela La Guardia Blanca; aseguraban que Stalin asistió a la representación 17 veces–. Es peligrosísimo que los dictadores lean; preferible el analfabetismo, porque evita complicaciones y simplifica las cosas. Stalin en persona llegó a llamarle por teléfono para responder a una carta enviada en 1930 en la que pedía permiso para abandonar la Unión Soviética. Le cameló y le dio un trabajillo teatral para que siguiera aguantando. En la prensa había constatado que de las 301 reseñas que le habían dedicado, 298 eran hostiles o injuriosas, y sólo 3 elogiosas.
Se fue ablandando. ¿Quién de entonces no tenía la esperanza de su propia amnistía? Llegó a escribir, al final de su vida, hecho ya un guiñapo, una obra teatral sobre Stalin, Batoum (1936), que no desagradó al sátrapa pero que consideró poco oportuna; se trataba del Stalin juvenil. Conectó con la embajada de Estados Unidos y allí conoció a personalidades de larga trayectoria, el embajador William Bullit, que hablaba un ruso perfecto, al igual que sus ayudantes Charles Bohlen y el cónsul Georges Kenan, futuro inventor de “la guerra fría”. No le serviría más que para apurar su condena de ostracismo. Escribió libros hermosos. Una vibrante biografía de Molière, una versión teatral de El Quijote, y alguna novela temeraria: Los huevos fatídicos.
Pero sobre todo fue construyendo su obra definitiva, El Maestro y Margarita, una novela magistral en clave sobre el mundo soviético que hoy se considera pieza obligada de la literatura universal. No se publicará hasta 1967. Él había muerto en 1940, a los 48 años. Las fotos de finales de los treinta son patéticas; un hombre acabado, un superviviente que apenas tiene que ver con aquel joven de 24 años, recién graduado en Medicina por la Universidad de Kiev que estaba dispuesto a afrontar el mundo, ya fuera blanco o rojo, y que escribió, muy sencillamente, con el talento del predestinado, un libro que ningún médico debería dejar de leer y que cualquier persona sensible se sentirá arrebatado ante la fuerza de la literatura en tiempos de miseria. Diario de un joven médico. No lo busquen en las listas de ventas ni en los suplementos supuestamente literarios. Si en las librerías no figura en su depósito, reprócheselo. Antaño había una diferencia muy neta e incontestable entre una papelería y una librería.

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