8 nov 2015

El futuro se vislumbra verde/FABRIZIO MEJÍA MADRID

El futuro se vislumbra verde/FABRIZIO MEJÍA MADRID
Revista Proceso, 2035, 7/11/2015
REPORTE ESPECIAL
La Suprema Corte de Justicia de la Nación otorgó cuatro amparos para que igual número de ciudadanos puedan sembrar mariguana y fumarla con fines recreativos. Esa decisión, acotada como es, significa un cambio cualitativo de gran calado en un país transido por una guerra antinarco que ha provocado decenas de miles de muertos y ha vuelto más brutales a los cárteles y al Estado. El fallo del máximo tribunal es, también, el resultado de una lucha que se ha prolongado por más de tres décadas y que, pese al discurso oficial, ha sido lúcida y pacífica, y ha sabido denunciar la hipocresía de un sistema que combate la libertad con el pretexto de luchar contra las adicciones.
 El pasado del pasón
 “Los mejores placeres suelen ser verdes”, terminaba El Manifiesto Pacheco que Juan Pablo García Vallejo escribió en 1985. El texto que él mismo imprimía y repartía en toda convención para discutir la legalización de la mariguana, empezaba justo con una declaración de principios –“No hay peor mariguana que la que no se fuma”– y continuaba con una tesis: “El uso de la hierba debe ser un acto de libre conciencia”. Por todo el país este Manifiesto fue leído y comentado durante tres décadas en una mezcla de chacoteo y suspiros por un futuro jamás vislumbrable: que la mota se fugara de los dos mercados, el ilegal-mafioso y el legal-estatizado. Que fuera un bien gratuito.
 Eran los años en que “conectar” requería de plantarse entre las columnas de una plaza comercial medio derruida en espera de que llegara hasta ahí un dealer, necesariamente un cuarentón con colita de caballo que te entregaba un ladrillo de pasto envuelto en periódicos. Tras un viaje nervioso por estar cometiendo un delito, se procedía a descubrir que la mitad de la briqueta verdosa contenía ramas, semillas y, a veces, papel de baño. En los años en que el Manifiesto circuló de mano en mano, de humo en humo, se construyó un discurso que validaba la legalidad de este peculiar uso del cáñamo: se recurrió a los indígenas que se fumaban los textiles en la Nueva España; al sabio José Antonio Alzate, que en 1772 –Memoria sobre el uso que hacen los indios de los pipiltzintzintlis– alababa el efecto tranquilizador de la hierba y sus usos contra el dolor muscular y de muelas; al otro himno nacional, “La cucaracha ya no puede caminar / porque le falta / porque no tiene / mariguana que fumar”; a los dos meses de 1937 en que el general Lázaro Cárdenas la despenalizó; a los años sesenta del hipitequismo y el rock de la cárcel del escritor José Agustín, capturado por el entonces policía de caminos Arturo El Negro Durazo, y preso en Lecumberri por traer 100 gramos desde Acapulco; y, en fin, a todo un discurso en el juego de las percepciones no sólo era una elección individual sino que implicaba ir en contra de la lógica de lo que los sesenta nombraron “complejo militar-industrial”. En contra de su uso abonaban los estereotipos del pacheco asociado a los soldados, al delito, la vagancia, y cuyos efectos no eran sólo personales sino colectivos: degeneraban la raza, producían impotencia, esquizofrenia, crímenes de espíritus fuera de control y de la película muda El puño de hierro (1920) –“El fatal uso de las drogas arrastra al Abismo y el Amor vence al Vicio”– al panfleto anónimo de El Móndrigo (1969) –en el que los líderes del movimiento estudiantil de 1968 promueven el consumo que provoca, por descontrol, conductas antisociales–, los peligros son la desestabilización familiar y política. A la mariguana se le ve como “puerta” para drogas más fuertes, una adicción y una enfermedad, y se clama por “la prevención” y “el tratamiento”. Las estadísticas, sin embargo, están del lado de los pachecos: cero muertes por consumo, 90% de los usuarios no desarrolla adicción y, bueno, en medio siglo de atizarle macizo, la esquizofrenia nunca aumentó del 1% de la población mundial.

 Es hasta 2001 que el Manifiesto pasa a la manifestación. Con una convocatoria de boca en boca –de churro en churro–, la Alameda de la Ciudad de México congrega a más de 2 mil chavos que reivindican la libertad individual de “ponerse” y señalan en carteles hechos a mano el núcleo libertario de la elección personal: “No queremos que nos protejan de nosotros mismos”. Convocada por la Asociación Mexicana de Estudios de la Cannabis, dirigida por Leopoldo Rivera, Ricardo Sala, Jorge Hernández Tinajero y Julio Zenil, el acto de libertad es encender toques en la vía pública. Se reta así la decisión de la autoridad: “No somos adictos, somos usuarios”. Julio Zenil, que está asociado a una tienda de ropa de cáñamo en la colonia Condesa, es masacrado por un reportaje en TV Azteca: se le prende fuego a camisas y vestidos para demostrar que intoxican a los clientes. Pero del otro lado, la audiencia crece: a los chavos marginales de las primeras reuniones “hornazadas” ahora se les une la clase media sofisticada. En 2005 y 2006 la cita es ya en la “artística” calle de Ámsterdam. El reclamo va de labios en labios de modelos, actores, locutores chic, cineastas, instaladores, diseñadores, encargados de marketing en empresas sonadas. Al estereotipo del mariguano marginal se le combate con ropa de boutique y anteojos oscuros Ray Ban para no balconear “la gafa”. El gobierno de la Ciudad de México envía a la policía contra los manifestantes “SoHo” con una sola orden: si traspasan la extensión circular de la calle de Ámsterdam, serán acusados de posesión y, como los toques rolan, también de narcotráfico y “transmisión”. Se retira la audiencia sólo para plagar la demanda de productos orgánicos en días de campo en camellones, parques y al pie de algunas fuentes.
 En medio de una presunta “guerra contra el narcotráfico”, en mayo de 2007 las revistas La Guillotina, Generación, La Tinta Suelta, Yerba Libre y Cannábica proponen la siguiente concentración pacheca con una idea central: “la otra” lucha contra el narco es permitir el cultivo de los propios consumidores. Su encuentro en internet ha devenido una especie de profesionalización del uso: paginas –notablemente Vive con Drogas– donde se detallan los componentes químicos de diversas versiones de sativa (para arriba) e índica (para abajo) y, también, de pastillas de éxtasis en las que, con mucha frecuencia, hay más metanfetaminas que el compuesto MDMA (también llamado “deme más”). Pero el movimiento enfáticamente político es de los pachecos. Hay varias razones posibles: es una droga que se comparte, a diferencia de la cocaína, que se consume en su propio egoísmo; es una droga que ayuda a pensar el mundo más allá de los límites corpóreos y, además, se puede cultivar. No hay propuesta de cultivo para la cocaína porque se necesitaría un ingeniero químico para sintetizarla en la forma en que se extiende: en polvo. Se le atribuye, por contraste, un valor cultural a la mariguana como opuesta a la cocaína, la piedra, el crack, las pastillas: es ancestral, liberadora, comunitaria. Da ataques de risa, de introspección, donde los enigmas de la existencia llegan a tener respuestas iluminadoras. Es lo contrario de la experiencia neoliberal, de agentes de casas de bolsa, con la coca: competir, seguir hacia adelante, estar eufórico con la versión más sagaz de ti mismo, sí, de ése, al que ya se le trabó la mandíbula y retó a golpes al espejo. No, nuestra hierba ahora es orgánica, hidropónica –“de que te pone, te pone”–, y se empata con la preocupación por el calentamiento global, la epidemia de lo transgénico, el regreso a la tierra. Es el 5 de mayo de 2007. Y, mientras la autoridad celebra el triunfo del ejército de Ignacio Zaragoza sobre los franceses, a pleno sol, los usuarios –nunca “adictos”, nunca “enfermos”, nunca “de­sorientados”– demandan que se les permita tener huertos urbanos para autoconsumo: en esta maceta, un jitomate, en esta otra, perejil, y allá, en el centro de la azotea, una planta de mota para la sobremesa y el café. Son más de 5 mil personas en el parque México que piden una solución para algo que no puede ser votado en un referéndum –los derechos, y menos los de las minorías, nunca deben surgir de las boletas siempre mal contadas– ni decidido por los partidos que, todos, especu­lan con los 75 mil usuarios cotidianos (sólo en el Distrito Federal) como clientelas de la Comisión Nacional de Acarreo. El acto de protesta es narrativo en más de un sentido. Se inaugura una “Biblioteca de las Drogas” que lleva por nombre el de Amalia González Caballero, una sufragista de los años cincuenta que lo mismo exigía el voto para las mujeres que el derecho a la intoxicación. El humo tiene en este parque de los perros de la clase media chic su propia forma del distanciamiento irónico en un país cruzado por las balas, las ejecuciones y los decapitados. El lenguaje relativiza las costumbres de los otros y la tolerancia a la mano no es, como podría ser en teoría, asumir la diferencia de los distintos a uno, sino, simplemente, dejarlos hacer con su cuerpo lo que decidan. Una pancarta sintetiza el nuevo relativismo democrático, el más indiferente y, a la vez, pacífico, de los métodos de decisión: “Yo fumo mota. Tú bebes alcohol. Ella ve televisión. ¿Quién se está evadiendo?”.

La protesta encarna una victoria cultural que amplía las decisiones sobre el propio cuerpo –la reproducción elegida, el matrimonio gay y hasta el desnudo público, percibido como “histórico”, del 6 de mayo de 2007 en la plancha del Zócalo, y promovido por el fotógrafo Spencer Tunick– en una narrativa que ha derrotado a la de un siglo de estigmatizaciones. En México, el avance de las libertades no ha sido por la vía política, sino por la económica, y los antes llamados “mariguanos” hoy sólo son consumidores, clientes, usuarios. El humo en sus pulmones y el THC en las neuronas es el ejercicio del poder sobre uno mismo, el derecho a ver el mundo desde otro lugar. Las elecciones de vidas lo son, también, de las propias muertes: comerse un kilo de sal, escalar una montaña, correr un coche de carreras son, a pesar de las leyes y prohibiciones, actos semejantes. Son elecciones conscientes, neuronales, de dopamina, endorfinas o adrenalina. Ninguna debería estar prohibida y, en esta marcha aletargada o eufórica, índica o sativa, se le reclama a la autoridad –opuesta a la justicia– que si no puede protegernos de los narcotraficantes, policías, militares, secuestradores, no intente tampoco salvarnos de nosotros mismos. La “otra” vía contra el narcotráfico había ganado, en 30 años, su inteligibilidad como narrativa verosímil. Los usuarios ya no eran vagabundos con el cerebro trepanado sino profesionistas funcionales. Ya no era sólo un “problema de salud pública”, sino un estilo de vida. Como decía una de las pancartas en la última manifestación prolegalización (2009): “Mi libertad no es un delito”.

Confieso que he inhalado
 Faltaba que la espiral subiera hasta la élite del país. En México la locura baja desde las altas esferas y la cordura sube, cuando lo logra, desde la sociedad civil. Los muy ricos eran ya los únicos que tenían los recursos para contratar un bufete de abogados influyentes, como el del exsecretario de Gobernación de un tercio del tóxico gobierno de Felipe Calderón, Fernando Gómez Mont. Con Calderón estaban aterrados: pagaban “comisiones” a la extorsión de los empistolados, sufrían secuestros, amenazas, ya no había respeto por los apellidos compuestos. La alternativa a la vía armada contra el narco tenía una década de ser la demanda de la minoría consumidora y había que probarla, quizás no para darle el golpe, pero sí para fumarla.
 Desde México Unido contra la Delincuencia, la élite privilegiada retoma los datos del CUPIHD (Colectivo por Una Política Integral Hacia las Drogas) para aterrizar la “otra” vía, la que no implicara el uso extensivo e impune de soldados y marinos. En tres décadas, casi todo ha cambiado: los dealers ya son muchachos que se comunican por celulares o redes sociales (mensajes directos) con sus compradores; las hierbas desarrolladas en California rara vez contienen varas o semillas que limpiar y se conocen ya los porcentajes de THC en cada variedad; el “prensado paraguayo” –los ladrillos– y el hashish marroquí son rechazados a favor de mezclas genéticamente probadas, aunque más caras. Lo único que no ha cambiado es la prohibición que estimula el narcotráfico: las penas por los delitos. Según datos del CUPIHD, dos de cada tres usuarios han sido extorsionados por la policía. Las penas estimulan la corrupción y el mercado negro: si te agarran con una dosis de drogas te pueden encerrar 10 meses, pero si tienes una planta en la maceta de tu azotea la sentencia es de 10 años. Por eso los consumidores llaman por teléfono al número de su dealer (cada usuario en el DF conoce al menos seis distintos para evadir la persecución), se quedan de ver en lugares de mucho tránsito peatonal, lejos de las cámaras de circuito cerrado, aparentan ser amigos que se saludan y caminan en lo que se realiza el intercambio de dinero por mercancías, se despiden, y quizás no vuelvan a encontrarse. Si las drogas fueran legales, los dealers serían “emprendedores” que tienen en la mente variedades, mezclas, unidades de medida (las “onzas” mexicanas no son de 28 gramos, sino de 25 “para redondear”), precios, pero que tienen que estar alertas de las distintas policías, los “cuatros” y los infiltrados. En los gobiernos de Calderón y de Peña Nieto un promedio de 24 personas por día han sido remitidas por “delitos contra la salud”; 98% de ellas son un dealer y su comprador sorprendidos en pleno intercambio, nunca producto de una investigación a un llamado “cártel”. Los consumidores son tratados como “narcomenudistas”, es decir, se toma la posesión –que incluso con la legislación vigente es legal– como tráfico. Con un gasto semanal promedio de 100 pesos, este mercado de mariguana, tan sólo en el DF, sería de 28 millones de dólares al año; nada comparado con las ganancias de los cárteles del mercado negro, las autoridades y hasta algunos comunicadores.
 Llego hasta la tienda de huertos urbanos de Jorge Hernández Tinajero, uno de los iniciadores del movimiento a favor de la legalización de las drogas. Es un pequeño local en el que se mezclan las semillas, las macetas –de legumbres y verduras, no vaya usted a pensar mal– con los cuadernos académicos, las estadísticas, los recuentos de las experiencias de cultivos colectivos en el País Vasco de Martín Barriuso, de Alejandro Sierra en la Argentina y la legalización de Pepe Mujica en el Uruguay. Entre una paletería y un exconvento, él recibe pedidos de los partidos políticos para saber qué pensar de las decisiones de la Suprema Corte en días pasados, lo mismo que asesora cómo fertilizar un jitomate de azotea. Él cree que el futuro será de cultivos compartidos o no será.
 A Hernández Tinajero se le conoce por su labor ininterrumpida a favor de la legalización de las drogas, pero hoy, debajo de su gorra y detrás de sus lentes, se muestra cauto:
 –La decisión de la Corte respecto del cultivo y el consumo es una victoria cultural. Promoviendo cuatro amparos más, lograremos alcanzar la jurisprudencia efectiva. Pero no es la legalización. Eso sólo se logrará si nos salimos de los tratados internacionales de control y prohibiciones.
 –Entonces, ¿qué se logró? –le pregunto entre los transeúntes de la mañana siguiente a la decisión de la Suprema Corte de darle la razón legal a cuatro amparados que quieren cultivar mariguana para su consumo.
 –Mucho. Hay que insistir en que la idea es el cultivo compartido; la constitución de asociaciones civiles, tipo clubes, con membresías para que ni los narcos ni la Philip Morris puedan enriquecerse de un negocio legal. Que sea una iniciativa de usuarios, sin intermediarios, sean mafiosos legales o no.
 Mientras me enseña una foto suya enfrentando a los policías gordos en las marchas desde 2001, pienso en El Manifiesto Pacheco de 1985: lo que se imaginaban muchos como gratis, hoy alcanza, como la vida, sólo hasta lo que le es factible: una agricultura fuera del mercado libre pero también fugada del mercado negro. Una agricultura de la cultura.
 –Fue una asociación inventada por el exsecretario de Gobernación, y por el licenciado Armando Santacruz y por el abogado Torres Landa –que confesó que nunca ha probado las drogas pero sí la delincuencia que conlleva su prohibición–, el papá y el hijo Aguinaco, la que logró lo que ustedes no, en tantos años de protestas, manifiestos y humaredas. Los amparados se llaman, mamonamente, SMART, algo como Servicio Mexicano de Autoconsumo Responsable y Tolerante. Parece la marca de un coche…
 –No importa quién lo haya logrado al final. La victoria tiene muchos papás. La derrota siempre es huérfana –responde el activista con la mirada lánguida de las conquistas de tres décadas.
 Mientras camino a pleno sol de otoño por la avenida pienso en el largo debate sobre nuestra forma de atención, percepción y distorsión. Veo un café y pido un express doble. De inmediato, mi vida en esta mañana se vislumbra como posible. l

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