11 ene 2017

El legado de Obama

El legado de Obama/Javier Redondo, es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Carlos III de Madrid y autor de Presidentes de Estados Unidos (La Esfera de los Libros).
El Mundo, 11 de enero de 2017
Obama se ha convertido en sus últimas semanas en la Casa Blanca en el ariete anti-Trump. En el último dique de contención. Protege a la desesperada el Despacho Oval del intruso dispuesto a pervertir la esencia de lo que representa la Presidencia de Estados Unidos. Obama ha asumido un improvisado rol: delimitar la línea de defensa, definir la estrategia y fijar el tono frente a Trump. Lo hace al tiempo que defiende con uñas y dientes su legado. O precisamente por eso, para preservar sus ocho años de mandato.
Hay otra interpretación -inconsciente, psicoanalítica y complementaria- para entender la airada actitud del presidente en funciones, más allá del escozor que le provoquen las trampas de Trump, sus excesos verbales y devaneos con Putin. Obama se afana en abanderar el antitrumpismo porque aparte de su convicción de que la elección del magnate es una catástrofe para la nación, quizás Trump sea también el legado de Obama; el reflejo del descontento; la venganza de la clase media.
Entre los demócratas cunde la sospecha. Sobre todo cuando insisten tanto en las 906 páginas del Obamacare, la ley de acceso a la Sanidad y protección del paciente que impulsó el presidente nada más acceder al cargo en 2009. Obama rubricó la norma en marzo de 2010. Su fiel vicepresidente, Joe Biden, lo celebró como un gran acuerdo. Al mismo tiempo Obama sacó adelante dos medidas de calado: la reforma del sistema financiero y estímulos para la economía.

Aun así, algunos demócratas consideraron desmesurado el esfuerzo y la celeridad con la que acometió su propósito en materia sanitaria, que descuidaba otros asuntos y que su coste económico era demasiado elevado en un momento tan crítico. Su empeño pasaría factura. Todavía los demócratas contaban con mayoría en ambas Cámaras. Tras las elecciones de mitad de mandato, en noviembre de 2010, el desarrollo y aplicación de la ley fue un calvario para Obama. De los 307 millones de estadounidenses, 50 carecían de cobertura sanitaria. El Obamacare ha cubierto a 20 millones. Todavía quedan fuera 30, aunque se ha dado un paso de gigante hacia la universalización del sistema.
“Le supliqué que no lo hiciera”, afirmó poco después su efímero jefe de Gabinete, Rahm Emanuel. Otros miembros del partido le aconsejaron retrasarla o revisarla. El presidente no cedió en su terquedad. El periodista del Washington PostMike DeBonis explica cómo repercutió el Obamacare sobre los principales ítems de la agenda demócrata: el control de emisión de gases, la defensa de trabajadores y sindicatos, la lucha contra la discriminación en todos los ámbitos… La Ley de los sueños –Dream Act– para la protección del derecho a la educación de las minorías, asociada a la regulación de inmigrantes (la otra gran apuesta de Obama contestada por Trump). Todas se atascaron. No pasaron vivas del 111º Congreso -cuando los demócratas dispusieron de la Presidencia, la Cámara de Representantes y el Senado- al 112º, elegido en noviembre de 2010. Los republicanos se hicieron entonces con las dos cámaras y encontraron en la lucha contra el Obamacare un sólido nexo de unión y un bate con el que golpear y debilitar al presidente.
Por fin en 2012 se pronunció el Tribunal Supremo, que declaró constitucional, por cinco votos a cuatro, la obligatoriedad, para ciudadanos y compañías, de suscribir un seguro médico mínimo esencial. Obama había salvado in extremis tres cuartas partes de la ley y de paso su primer mandato. Gobierno, empresas y aseguradoras debían proveer el seguro. Los ciudadanos tenían la obligación de solicitarlo. Algunas aseguradoras anunciaron que elevaban el precio de sus pólizas para ampliar la cobertura. Los tribunales comenzaron a recibir demandas. Los jóvenes, esenciales para la supervivencia del sistema de seguro obligatorio, no se inscribían. Obama aceptó un año de transición. Dijo que disponía de un teléfono y un boli para negociar algunos aspectos. Los republicanos no dieron tregua. Durante los primeros días la página web de la Administración que recogía solicitudes se colapsó varias veces. En febrero de 2015, al finalizar el primer plazo de inscripción, 11,4 millones de estadounidenses habían cursado su petición.
El fantasma del Obamacare ha resucitado. Los republicanos van a emprender unidos la lucha por su derogación. El moderado vicepresidente, Mike Pence; el líder del partido en la Cámara, Paul Ryan; y el futuro presidente están de acuerdo. Los demócratas aspiran a conservar parte de su contenido. Trump está decidido a revocarla completamente. Si Obama entendió que su reelección en 2012 constituía la aceptación de su ambicioso plan, los republicanos creen que los comicios de 2016 son una enmienda a la totalidad.
En este contexto, según el cual Obama considera en peligro su legado o inconscientemente asume que su legado es Trump, hay que interpretar sus declaraciones, nada generosas con Hillary Clinton (cuya propia reforma sanitaria, elaborada durante la Presidencia de Bill Clinton, fracasó estrepitosamente). Obama está seguro de que hubiera ganado a Trump, que su proyecto y discurso siguen vivos y los sueños se imponen a las pesadillas. Sin embargo, como recuerda la revista conservadora National Review, la esperanza y la promesa de cambio no son un legado.
Obama se ve a sí mismo como el presidente que acabó dos guerras -Irak y Afganistán-, que liquidó a Bin Laden, que superó la mayor crisis económica sufrida por el país tras la Gran Depresión, que domesticó a Irán en su aspiración de desarrollar armas químicas, que lideró la lucha contra el cambio climático y que dulcificó la imagen de Estados Unidos en el mundo. Esto es cierto, la opinión pública de la ensimismada Europa ha mantenido un idilio con el presidente saliente. Obama llegó a la Casa Blanca convencido de que Estados Unidos estaba muy solo. Según datos del Pew Research Center, la opinión del mundo sobre Estados Unidos ha mejorado en términos generales tras los 52 viajes, 58 países visitados y 217 pernoctas de Obama. Ha sido el presidente que más ha viajado a Asia -13- para impulsar acuerdos de libre comercio (el Tratado con Europa no ha salido adelante), algo que, convenientemente planteado en términos espurios y proteccionistas por Trump, también ha levantado ampollas entre la deteriorada clase trabajadora urbana.
Muchas cosas han cambiado desde aquel discurso de El Cairo, el 4 de junio de 2009, justo antes de recibir preventivamente el Nobel de la Paz, cuando anunció una nueva era en la relación con el mundo musulmán. La imagen de Obama cayó en picado en Oriente Próximo durante su segundo mandato, incluidos los palestinos. A pesar de que mantiene su idea inicial de creación de dos Estados para la solución del conflicto entre Israel y Palestina. Su secretario de Estado, John Kerry, se ha reafirmado en esta posición recientemente. Su plan inicial en política internacional fue la contención. Siempre ha hecho gala de idealismo discursivo y de la expresión de poder blando, como el llamamiento a los países árabes a “crear nuevas coaliciones y tender puentes para superar viejas divisiones”. Aunque ha actuado, tras titubear y coquetear con las mal llamadas Primaveras Árabes, como un realista. Por ejemplo, al apoyar el golpe que derribó en Egipto a los Hermanos Musulmanes; o frenarse en su impulso inicial de atacar a Al Asad en Siria. Los europeos tendemos a cargar sobre las espaldas de los presidentes americanos los conflictos mundiales. Los expertos en terrorismo islámico deberán juzgar la política seguida por Obama en esta materia.
No obstante, conviene no exagerar acerca de la influencia que las decisiones tomadas respecto de la retirada paulatina de Irak o Afganistán han tenido sobre la región, la expansión del Estado Islámico (IS) y el protagonismo adquirido por Rusia. Por último, habría que repasar el saldo final en la relación con los frenemy (los amigos y aliados forzosos): negativo con Rusia e Israel, equilibrado con China y a favor con Alemania, a pesar de la tensión que surgió tras conocerse los casos de espionaje de la CIA. Para la citada revista National Review, Obama no es un peligroso cruzado progresista ni un neosocialista que ha arruinado el país. Pero sí ha mostrado una tendencia que ha puesto en alerta a los estadounidenses, no todos conservadores recalcitrantes. El periodista del New York TimesNeil Irwin recuerda que cuando Obama llegó a la Casa Blanca los informes sobre el empleo eran desoladores. Ese mes de enero de 2009 se destruyeron 598.000 empleos. El paro rondaba el 7,9%. Lo deja en el 4,7%. En términos comparativos, mejora los números de Bill Clinton partiendo de un contexto con perspectivas menos halagüeñas. Pese a todo, entregará a Trump las llaves de la Casa Blanca. El partido demócrata se ha escorado hacia las minorías y la izquierda chic, con alto nivel de estudios. La clase media se ha empobrecido en zonas urbanas y los americanos han perdido la fe en el libre comercio.
El legado de Obama ha de valorarse en términos simbólicos. Su Presidencia ha representado el final del principio de una nación. Aquella fría noche de noviembre de 2004 celebraron y lloraron con él miles de americanos que hasta ese día se sentían desplazados por el sistema. Les dotó de esperanza y les pidió ayuda para emprender el cambio. Sabía que muchas promesas trascendían su poder (derogar la Enmienda constitucional sobre derecho a portar armas). Quiso poner las bases de un cambio cultural sentado en el volcán de la crisis económica. Provocó una reacción.

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