13 mar 2018

El papa como superhéroe

El Papa como superhéroe
Vatican Insider, 13/03/2018/
ANDREA TORNIELLI
CIUDAD DEL VATICANO
A cinco años de la elección de Francisco, ¿se puede dar por concluida la larga “luna de miel” mediática que ha acompañado al Pontífice argentino? La respuesta parecería afirmativa, si se consideran los comentarios severos que en muchos medios internacionales aderezan el quinto aniversario: contienen desilusión, sobre todo en relación con la gestión de los casos de pederastia clerical o por la falta de algunas reformas históricas, que siempre han estado en la agenda de algunos frentes “progresistas”. 
Al mismo tiempo, la enorme marea de comentarios en la galaxia de los medios tradicionalistas o conservadores (no tan consistente numéricamente, pero presente en la red y en las redes sociales) sigue atribuyendo al Papa Francisco de todo y más, como si hasta hace cinco años en la Iglesia todos hubieran estado siempre de acuerdo y no hubieran existido discusiones o confusiones, como si nunca hubiera habido críticas teológicas y como si la sociedad occidental viviera en la plena observancia de los dictámenes de la moral católica. La crítica corrosiva, la burla, el lenguaje de odio por parte de quienes escriben y comentan a menudo antes de haberse informado sobre lo sucedido o sobre lo que el Papa ha dicho, se han vuelto normales en ciertos círculos ruidosos pero auto-referenciales. 

  Claro, hay que reconocer que de la auto-referencialidad no se salvan tampoco algunos “intérpretes” de Bergoglio, que pretenden elaborar claves hermenéuticas del Pontificado, con base en sus esquemas o sus agendas, y que acaban transformando los mensajes y el testimonio personal del Papa en eslóganes vacíos o confirmando solamente los propios proyectos. 
  A cinco años de aquella tarde del 13 de marzo de 2013, cuando inesperadamente ese anciano arzobispo argentino se presentó vestido de blanco en la logia central de la Basílica de San Pedro, ¿qué es lo que hay que decir? Una mirada atenta, partiendo de la realidad, puede tomar nota de que (más allá del posible “efecto Bergoglio” en los números de las confesiones, hoy controvertido) ha pasado un mensaje gracias a las palabras y al testimonio personal de Francisco. Y este mensaje es el rostro de un Dios misericordioso. Y, por lo tanto, de una Iglesia que abre los brazos de par en par, que va a buscar a los que están lejos, que no tiene prejuicios contra nadie, que muestra ternura y “projimidad” a quienes sufren en el cuerpo y en el espíritu, que acoge y ama antes de juzgar porque, a su vez, ha sido amada y perdonada. Una Iglesia que trata de ser fiel al Evangelio y, por lo tanto, deja que el Evangelio la hiera y la ponga en tela de juicio, sin encerrarse en fortificaciones para puros, sin levantar barreras, sin negar su pertenencia a la humanidad llagada y en búsqueda, a esa humanidad que pregunta. Como la multitud de hace dos mil años seguía y perseguía a Jesús de Nazaret, mientras los hombres religiosos y los hombres de la ley de su tiempo trataban de frenarlo. 
  Este es el mensaje, esta es la mirada, la “reforma” que más se requiere. La reforma de los corazones que solamente puede nacer de la conversión personal. Todo lo demás, incluidas las reformas estructurales, o sirve a este objetivo o resulta, en el mejor de los casos inútil, o incluso dañino. 
  Cinco años de Pontificado; la gente ha “adoptado” al Papa Francisco
 ANSA
La reforma de la Curia romana es todavía una obra en construcción. Agilizar y aligerar las estructuras se ha demostrado mucho más difícil de lo previsto. Sobre todo si, para llevarla a cabo (y esta es una de las sombras del claroscuro), hubo que echar mano de demasiadas comisiones y asesorías que costaron millones con agencias e instituciones principalmente ajenas a la misión peculiar de la Santa Sede. Siempre está al acecho, efectivamente, el peligro de una visión empresarial que acaba por reducir a la Iglesia a categorías únicamente mundanas, manejada como si fuera una “holding”, hipersensible a la propia imagen mediática. 
 En estas últimas semanas, y ahora en los análisis del lustro que ha pasado, se insiste pesante y constantemente en el caso Karadima-Barros, los abusos contra menores en Chile y los ocultamientos que los han acompañado. La línea de la “tolerancia cero”, valientemente inaugurada por Benedicto XVI ha proseguido con la institución de la Comisión para la Tutela de los Menores y con leyes y normas de emergencia. 
  Pero también en este caso, como en el de las reformas financieras, se pone exclusivamente el acento en las normas y en la “accountability” (palabra inglesa que describe la responsabilidad de los administradores que utilizan fondos públicos a la hora de dar cuentas tanto a nivel de la regularidad de las finanzas como en el de la eficacia de la administración; ahora se utiliza también para definir la responsabilidad de los obispos en la gestión de los casos de abusos sobre los que se han enterado), pero se corre el riesgo de producir un corto circuito. Porque siempre habrá alguien más “cero tolerante” o más financieramente “transparente”, listo para insistir en que no se ha hecho lo suficiente, que en ese caso o en otro había que afrontar las cosas de manera diferente. 
  Todavía resuenan, un poco desentonadas, en la presente etapa curial, las reivindicaciones de “diversidad”, las afirmaciones de los éxitos obtenidos, que siempre acaban descargando todas las culpas sobre las anteriores gestiones. Son desentonadas principalmente porque a veces sirven para ocultar pequeños juegos de poder. Y también porque caen en el ámbito de esa visión empresarial y funcional que acaba representando uno de los mejores ejemplos de ese neo-pelagianismo que tan duramente denuncia Francisco. 
  En cambio, lo que se necesitaría es el reconocimiento de la necesidad absoluta que la Iglesia tiene de ser constantemente regenerada por su Jefe (que nunca ha sido el Papa, quien es solamente vicario del Jefe). Lo que se necesita en la Curia, como en cualquier diócesis, parroquia, comunidad eclesial, es la conciencia sobre lo que es esencial. Es la conciencia del objetivo que da existencia a la Iglesia. Que no es el de enseñarle al mundo cómo administrar una empresa o un banco, o cómo se utilizan de la mejor manera los medios de comunicación o las redes sociales, o cómo organizar las grandes estructuras colegiadas, etc. El objetivo de la Iglesia es el de reflejar una luz que nunca ha sido ni podrá ser nunca una luz propia (como, en cambio, acaban creyendo los neo-pelagianos). 
  Desde esta mirada de una Iglesia consciente de sus límites y del pecado de sus hombres puede surgir algo nuevo. Solamente una Iglesia que vive del Evangelio puede atraer (y crecer por atracción, como dice el Papa Ratzinger). Solamente una Iglesia que se no se presenta como una transnacional y que no confía en sus “best practices” o en sus estrategias de mercadeo pastoral, sino que se abandona a su Señor, puede evitar que los mensajes se conviertan en eslóganes vacíos, en palabras sin significado o, peor, en eslóganes que sirven para encubrir nuevos conformismos o nuevos grupúsculos. Solamente una Iglesia que vive auténticamente del Evangelio puede dialogar con todos y buscar todos los caminos posibles para mejorar las vidas de las personas, para aliviar los efectos de las guerras, para tratar de impedir que exploten otras, para proponer vías creíbles de paz, para denunciar las violaciones de los derechos humanos. Todo lo bueno que se ha hecho en estos últimos años ha sido posible gracias a esta mirada. 
  Las máximas del Papa Francisco
 Esta conciencia, ya tan clara en el magisterio incomprendido de Benedicto XVI, queda de manifiesto en el de su sucesor Francisco. Bastaría recordar el discurso que pronunció el Papa Bergoglio a los consagrados y a las consagradas en Santiago de Chile el 16 de enero de 2018. 
  «No estamos aquí porque somos mejores que los demás. No somos superhéroes, que desde arriba, bajan a encontrarse con los “mortales”. Más bien hemos sido enviados con el conocimiento de ser hombres y mujeres perdonados. Y esta es la fuente de nuestra alegría… Jesús no se presenta a sí mismo sin heridas. Una Iglesia con heridas es capaz de entender las heridas del mundo de hoy y hacerlas suyas, soportarles, acompañarlas y tratar de sanarlas. Una iglesia con heridas no está en el centro, no se cree perfecta, pero pone en el centro al único que puede sanar las heridas y que se llama Jesucristo». La conciencia de tener heridas, insistió Bergoglio en Chile, nos libera; sí, libera de «de convertirse en autorreferencial», de creerse «superior». 
  El Papa que a menudo es representado como un superhéroe nos dice que la Iglesia no necesita superhéroes. Él mismo se considera tan poco superhéroe que acepta la humillación del ser el blanco de detractores y profesionales de la injuria cotidiana. Hoy, a cinco años de que comenzara el Pontificado, con la mirada puesta en el futuro, podemos esperar que haya menos atención hacia el Papa personaje mediático y súper-protagonista del escenario. Para evitar quedarse en el dedo que indica la luna, en lugar de elevar un poco la mirada. 







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