Épica/Jesús Silva-Herzog Márquez
Reforma 07 Ene. 2019
Empieza ya a notarse una disonancia crucial en la marcha de la política mexicana. El Presidente, incansable y omnipresente, imagina su gobierno en clave épica. Piensa que todos los días se logra una hazaña. Todas las mañanas celebra la epopeya que es su gobierno. Que nadie piense que ésta es una administración ordinaria. Es, ni más ni menos que la cuarta ocasión en que el pueblo mexicano toma el control de su destino. A su juicio, vivimos jornadas que, dentro de algunos siglos, serán estudiadas por los niños. Esa es la dimensión de la megalomanía. Antes de inaugurado, se celebraba ya este gobierno como el Cuarto Nacimiento de la Patria. Al mismo tiempo se escucha otra tonada. Es el rumor de las persistencias, esa realidad que no se transforma de la noche a la mañana. Es la complejidad que se resiste a ser comprimida en el mundo en blanco y negro de la retórica oficial. Es la voz de las instituciones que habla otro lenguaje, que tiene otros tiempos. Es imposible hacer rutina con la épica. La felicidad nacional no puede nacer todos los jueves. A esa imposibilidad se enfrenta el gobierno de López Obrador.
El Presidente entiende de ese modo la política. Es sincero en su convicción. No hay cálculo ni fingimiento en su oferta del nuevo amanecer. En eso cree. Por eso no es sensato pensar que puede dejar atrás ese discurso, como si hubiera sido una camiseta de campaña. López Obrador está convencido de que la política, cuando es auténtica, cuando alcanza altura permite saltos en el tiempo. Lo detecta bien Enrique Krauze en su lectura del Presidente historiador (Letras Libres, enero de 2019). Por eso los reformistas no le resultan atractivos. En toda reforma hay una negociación que juzga indecorosa, un acomodo que le parece sucio. La gloria -esa palabra tan importante para Maquiavelo, se ha hecho presente en su vocabulario- no está en la mejora, el remiendo, el adelanto. Está en una transformación que no es simple política ni mera economía: es conquistar el "bienestar del alma". Los políticos a los que admira son los que rompen con tradiciones, aquellos que, incluso con el sacrificio, se apartaron radicalmente del pasado para fundar una nueva era. En numerosas ocasiones ha hecho escarnio de los moderados, esos cobardes que sirven involuntariamente a los conservadores.
El problema con la épica es que se lleva mal con el pluralismo democrático. Imagina una batalla histórica y la representa obsesivamente. Se vuelve, así, esclavo de su propio cuento. La política épica es incapaz de sacudirse la imposición de un libreto que termina siendo muy bobo. Se trata de identificar al villano y de aclamar al héroe. La visión épica del mundo puede ser persuasiva y ha demostrado su eficacia electoral, pero no es una perspectiva saludable para gobernar en un entorno democrático porque ciega a quien ha de tomar decisiones complejas. Lo que importa en esa dimensión es identificar al monstruo y blandir con energía la espada. La muy tonta reacción del secretario de Comunicaciones ante la crítica de José Antonio Meade a la cancelación del aeropuerto es un perfecto ejemplo de ese síndrome: no escucho lo que dices porque eres quien eres. Ese es el tic del maniqueísmo épico: la descalificación moral de quien discrepa se basa en la convicción de que la historia es un templo para los héroes y el basurero de malvados.
Ante la invitación de un dirigente de Podemos a reencender la épica en la política española, Javier Cercas respondió de inmediato que en la democracia no hay espacio para la épica y que, en realidad, el principal deber de las instituciones democráticas es desterrar esa lógica. "La política democrática no se parece a la épica arrebatada de Juego de tronos, donde héroes y monstruos pelean a muerte por el poder en dos continentes ficticios en medio de guerras, torturas, violaciones, secuestros de niños y asesinatos en masa; la política democrática se parece a la prosa serena y razonable de Borgen, donde hombres y mujeres comunes y corrientes, dotados de sueños, pasiones, deseos y debilidades mediocres de perfectos antihéroes, se esfuerzan por mejorar la vida de sus conciudadanos en una Dinamarca real, o por lo menos verosímil".
Lo cierto es que no hay López Obrador sin épica. Sospecho que los límites de su política estarán determinados por la leyenda que imagina.
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Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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