24 abr 2019

Islam contra «islam»/ Javier Martínez Torrón

Islam contra «islam»/ Javier Martínez Torrón en catedrático de la Universidad Complutense.
ABC, Martes, 23/Abr/2019
Despierto esta mañana de Pascua conmocionado por la noticia de los salvajes atentados en Sri Lanka. No es casualidad que se busque transformar la celebración cristiana de la Resurrección en un día de muerte. Cuando escribo estas líneas se sigue concretando la autoría, pero dos cosas parecen claras: que los ataques tienen un sesgo anticristiano, y que sus responsables buscan no sólo sembrar terror sino también, y sobre todo, odio. Porque un estado de terror es siempre pasajero, pero el odio permanece como la polución, en ocasiones visible, imperceptible otras veces, y contaminando casi todo.
Los españoles, que hemos sufrido no sólo el terrorismo que se autodescribe -falsamente- como islámico, sino sobre todo décadas de terror por parte de ETA, sentimos una particular empatía ante este tipo de hechos. Y los españoles sensatos saben que en estas situaciones no hay nada peor que morder el anzuelo. Es decir, identificar una minoría extremista con la mayoría a la que -insisto, falsamente- dicen representar. A nadie en sus cabales se le ocurriría confundir al pueblo vasco con ETA, lo cual, naturalmente, es lo que ETA deseaba. Y a nadie en sus cabales se le ocurriría confundir al islam con un puñado de peones descerebrados que asesinan guiados y manipulados por otras personas, que no son en absoluto descerebradas y saben muy bien lo que hacen.
Si se confirma que los autores de estos atentados alegan -de nuevo, falsamente- actuar en nombre del islam, estaremos ante otra pieza de una guerra cultural de carácter global. Sí, guerra cultural. Sólo que no es una guerra entre el islam y Occidente, pese a lo que los responsables de esta violencia tratan de hacernos creer. En realidad, es una guerra a tres bandas: una minoría exaltada contra los intereses de la mayoría de los musulmanes, al tiempo que trata de convertirse en valedora de ellos y enfrentarlos a lo que solemos llamar cultura occidental (tantas veces sin saber muy bien en qué consiste esta). Es en un estado de violencia permanente, y de desconfianza recíproca, donde los violentos hacen su agosto. No es nada nuevo, se trata de una historia muchas veces repetida, utilizando la religión o lo que haga falta.
Ojeo rápidamente los comentarios a esta noticia en internet y compruebo que inmediatamente comienza la habitual soflama antiislámica de algunos a quienes la boca parece funcionarles más rápido que el cerebro. El discurso de «ellos contra nosotros», sin que tengan muy claro quiénes somos nosotros, y desde luego sin la menor idea de quiénes son ellos. Eso es precisamente lo que los autores de los atentados persiguen: una reacción de odio y rechazo indiscriminado contra los musulmanes, culpándoles de esta violencia y tachándolos de incompatibles con los valores de Occidente. Caer en esa trampa equivale a regalarles el triunfo.
Uno de los rasgos que caracterizan de veras la cultura occidental es el respeto por la libertad, con fundamento en la noción de dignidad humana: el valor único de cada persona individual, por razones que pueden tener su origen en una doctrina religiosa (por ejemplo, en la tradición judeo-cristiana, el hecho de estar creados a imagen y semejanza de Dios, y tener un alma inmortal), o en otras concepciones de la vida que implican un sentido de fraternidad universal y de igualdad entre los seres humanos. El odio, ciego o no, nunca es la solución. Y aún menos cuando se dirige contra un objetivo equivocado.
Hay algo, no obstante, que no puede perderse de vista. Un rasgo distintivo de estos atentados es que sus autores se presentan a sí mismos como legitimados por la defensa de una religión, la islámica. Lo cual los diferencia de otros atentados que han tenido lugar contra musulmanes, pese al disparatado intento del presidente de Turquía, Erdogan, de tildar de «terrorismo cristiano» a la masacre ocurrida en Nueva Zelanda en marzo: aparte de que nada había de cristiano en ese crimen, no fue cometido por alguien que declarase actuar en nombre o en defensa de la cristiandad. No es que sea apropiado hablar de «terrorismo islámico», pero no cabe duda de que ese es el concepto que sus estrategas buscan introducir en nuestro vocabulario y en nuestros resortes mentales más instintivos.
Lo malo es que podrían terminar por lograrlo si nadie los desmiente. Y aquí justamente radica un elemento clave de cómo plantear la batalla contra el terrorismo pseudoislámico. Sólo el islam puede luchar con éxito contra ese falso «islam». Son las comunidades musulmanas las que pueden desmentir, y deslegitimar, a quienes matan mientras se proclaman como defensores del islam. No me refiero sólo a los líderes islámicos mediante declaraciones formales, sino también a las comunidades musulmanas en sí. Saliendo sin temor y en masa a la calle, gritando que quienes asesinan indiscriminadamente a hombres, mujeres, niños y ancianos, no sólo no representan a su religión, sino que profanan el nombre del islam cuando cometen el peor de los crímenes al matar a un inocente.
La sociedad occidental necesita ver esa reacción del islam real, tantas veces cuantas sean necesarias. Como necesita también ver la colaboración de los musulmanes con las fuerzas del orden público para identificar y localizar a elementos radicales que han cometido atentados terroristas o planean hacerlo. Es una cuestión de credibilidad, sustento de la confianza mutua que toda sociedad civilizada necesita para funcionar debidamente. Podrá decirse que no es justo que la comunidad musulmana lleve sobre sus hombros esa pesada carga. Y es cierto. Pero la vida es muchas veces injusta. Mantendría exactamente lo mismo si algunos quisieran crear un estado de terror afirmando actuar en nombre del cristianismo. O del País Vasco. Precisamente lo que muchos echamos de menos, en los tiempos oscuros de ETA, fue esa reacción clara, terminante, inequívoca y continuada, de la sociedad vasca. Una negligencia que todavía hoy proyecta su pesada sombra en esa parte de España.

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