12 feb 2020

Escritores ‘influencers’: las redes ya no solo sirven para promocionar libros

Escritores ‘influencers’: las redes ya no solo sirven para promocionar libros
Mary Beard, Margo Glantz, Héctor Abad Faciolince o Chimamanda Ngozi Adichie usan las redes para promocionar su trabajo, pero también cuentan su vida como cualquier usuario
ANA MARCOS
El País, Madrid 12 FEB 2020;

Margo Glantz es una gran bailarina de rock. La prueba está en su cuenta de Twitter, en concreto en un vídeo con casi 100.000 reproducciones en el que la escritora mexicana celebra hace pocos días su 90 cumpleaños con un grupo de amigos. “A veces Twitter puede ser excesivamente visible y sorprendente, el impudor para exhibir la intimidad me sorprende. Impudor en el que quizá caigo”, reconoce la autora que suma más de 47.000 seguidores y 54.000 tuits desde que en marzo de 2011 inauguró esta cuenta. “Lo entendí como un medio creativo y como la posibilidad de expresar en breve frases, ideas que se me ocurren y no tienen cabida en otro sitio”

Como ella, cada vez más escritores se aventuran a usar las redes y sacudirse de los polvos de la intelectualidad que, en ocasiones, rodean a su profesión. No importa la edad, autores de todas las generaciones, no solo los más jóvenes, usan estas plataformas con fines que van más allá de la mera promoción de sus obras.
En el caso de Glantz, además de mostrar sus pasos de rock, recurre también a las redes sociales para ejercitar la ironía y el humor. Para comentar, dice, “lo que le parece fundamental del acontecer diario”. De esta manera, su cuenta de Twitter no es solo una herramienta de trabajo, es también una ventana por la que asomarse al mundo y, al revés, un escaparate por el que el mundo (sus lectores y potenciales lectores) puede verla.
Glantz identifica “un narcisismo rampante” en las redes, sobre todo en Facebook -especifica-, pero al mismo tiempo reconoce que le ponen delante un desafío al que no quiere renunciar: “Me provoca como un ejercicio literario, por eso de la constricción, a la manera en que Georges Perec practicó todo tipo de experimentos con formas literarias y retóricas inusitadas”. De esta práctica salió el libro Y por mirarlo todo, nada veía (Sexto Piso). “Coleccioné cientos de tuits que, combinados con textos breves míos, me permitieron ofrecer una lectura crítica de la influencia que las redes sociales ejercen sobre nuestro concepto de realidad”, cuenta la autora.
La misma atracción por experimentar con lo breve sintió Héctor Abad Faciolince (62 años, Colombia). “Fue por amor al aforismo”, confiesa el autor de Lo que fue presente (Alfaguara), “después me di cuenta de que, como periodista en Twitter podía (si escogía las páginas adecuadas) tener acceso rápido a las noticias”. En sus primeros años de tuitero, a mediados de la primera década de 2000, llegó a tener dos cuentas, una más personal, otra donde empezó a escribir una novela que nunca concluyó. En ese camino descubrió, en sus propias palabras, “la faceta más sucia y política de Twitter: vinieron los trolls, los insultos, las amenazas, los ataques en gavilla... Es lo que más caracteriza hoy a esta red, y por eso me impuse largas cuarentenas, ayunos higiénicos”, explica. Ya no tiene la aplicación en su teléfono: “Es una red social que puede ser luciferina, malévola y adictiva. Hay que tratarla como una droga dura”.
Héctor Abad F.
@hectorabadf
Más optimista -por el momento- es Mary Beard (65 años, Gran Bretaña). La catedrática especializada en estudios clásicos mantiene un ritmo acelerado de tuits a través de los que comparte su trabajo e información sobre descubrimientos que hasta hace pocos años solo hallaba en conferencias. “Es una gran vía de conectar con los lectores, de saber qué les interesa”, argumenta la autora de Mujeres y poder (Crítica) con casi medio millón de seguidores, “incluso de compartir con ellos el proceso de creación y sentir una gran cercanía”.
Margaret E. Atwood
@MargaretAtwood
La comodidad de Instagram
Para encontrar esa sensación de tranquilidad y cercanía que describe Beard, Abad Faciolince se fue a Instagram, “una red mucho más tranquila, amigable, familiar”. Es decir, el lugar en el que comparte imágenes más íntimas y personales. Algo similar sucede con la cuenta de Chimamanda Ngozi Adichie (Nigeria, 42 años). Sus seguidores (casi medio millón) identifican las preferencias de la escritora de Americanah (Random House) por la ropa de colores llamativos, reconocen a sus padres y están al día de la última conferencia que ha dado en alguna esquina del planeta.
Luna Miguel llegó a Instagram en 2012, cuando tenía 21 años. Ahora suma casi 28.000 seguidores. Entonces ya había publicado cuatro libros y usaba la red social para compartir fotos de sus gatas, de fiestas con amigos y los libros que le gustaban. Con el tiempo –“Cuando me di cuenta de que la gente se fiaba de mi criterio lector”, dice- el perfil fue evolucionando para convertirse también en “un diario de lecturas”. Pero no solo de sus libros. “A la gente le pone nerviosa el autobombo”, opina la autora de El coloquio de las perras (Capitán Swing), “las redes sociales deberían servir para generar más contenido, ya sea alrededor de ese mismo texto, aunque con códigos diferentes”.
Conseguir crear material inédito en una red social con más de mil millones de usuarios activos, según datos de Instagram (pertenece a Facebook), en la que las estrellas del pop (no solo musical) compiten -con todas las armas posibles- por sumar seguidores, se antoja complicado para un colectivo, los escritores, que parecen más acostumbrados a los círculos literarios que al mainstream digital.
Por eso Ngozi dejó en manos de sus sobrinas su cuenta. Su objetivo desde 2017 es promocionar la moda de Nigeria. Pero, según explicó en una tribuna en el Finantial Times, sus fotos no pasaban el filtro que exigían sus sobrinas así que confió en su criterio milenial y ella se limita a ejercer de modelo en un ejercicio casi de egoblogger (cuentas cuyos protagonistas posan para promocionar ropa y complementos). “Los ojos de mis sobrinas están condicionados por el estilo de las redes sociales”, narró en la publicación económica.
Édouard Louis (Francia, 27 años) no oculta a sus más de 27.000 seguidores con quién cenó la otra noche, muestra en redes su oposición al presidente Emmanuel Macron y la portada de su próximo libro (Quién mató a mi padre, Salamandra). Conoce el lenguaje de la red, algunos de sus selfies son con el móvil cubriendo parte de su cara delante de un espejo y cuando comparte una imagen de su infancia la acompaña con el hashtag #tbt (throw back Thursday, una etiqueta para agrupar imágenes del pasado).
Paulo Coelho, de otra generación más mayor que su colega francés, ha interiorizado los códigos de Instagram de otra manera. Su cuenta (más de dos millones de seguidores) es una sucesión de fotos de familia y frases inspiracionales -en la línea de su literatura- bien producidas. Es decir, acompañadas de diseños que hagan imposible no darle a compartir porque apelan directamente a las emociones -las buenas-.
Al otro lado de la pantalla del teléfono, Jia Tolentino (Temas de hoy publica el 25 de febrero Falso espejo en España) trata de escapar a la dependencia de las redes sociales desde 2014. Con 30 años, la escritora y periodista de The New Yorker reivindica tener la capacidad de decidir hacia dónde se dirige su atención, aunque la mayor parte de su trabajo se inspire, precisamente, en un análisis de la dependencia social -casi como si de una bombona de oxígeno se tratara- de las redes.
“Empecé a tuitear hace unos siete años”, relató en marzo de 2019 en un texto en la revista estadounidense. “Primero publicaba mis ensayos y entrevistas, después, para que mi cuenta pareciera menos aburrida, empecé a compartir mis pensamientos más flipantes”. Ya no era solo una plataforma para la proyección de su trabajo. Al poco tiempo consiguió su actual trabajo y, entonces, recicló lo que llama “su capacidad de ponerse a disposición de internet, para dejar de hacerlo. “Al brindarle a la economía de la atención acceso a mi yo, acumulé el capital profesional que me permitió cortarlo, si lo deseo”, resume en su columna de The New Yorker.

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