Adiós globalización, empieza un mundo nuevo
El País, Domingo, 12/Abr/2020;
Las calles desiertas se volverán a llenar y saldremos de nuestras madrigueras iluminados por la luz de las pantallas parpadeando con alivio. Pero el mundo será diferente de como lo imaginábamos en lo que pensábamos que eran tiempos normales. Esto no es una ruptura temporal de un equilibrio que, de lo contrario, sería estable. La crisis por la que estamos pasando es un punto de inflexión en la historia.
La era del apogeo de la globalización ha llegado a su fin. Un sistema económico basado en la producción a escala mundial y en largas cadenas de abastecimiento se está transformando en otro menos interconectado, y un modo de vida impulsado por la movilidad incesante tiembla y se detiene. Nuestra vida va a estar más limitada físicamente y a ser más virtual que antes. Está naciendo un mundo más fragmentado, que, en cierto modo, puede ser más resiliente.
El otrora formidable Estado británico se está reinventando rápidamente y a una escala nunca vista. El Gobierno, actuando con poderes de emergencia autorizados por el Parlamento, ha tirado por la borda la ortodoxia económica. El Servicio Nacional de Salud, maltratado por años de estúpida austeridad —al igual que las Fuerzas Armadas, la policía, las prisiones, los bomberos, los cuidadores y los limpiadores—, está contra las cuerdas, pero, gracias a la noble dedicación de sus trabajadores, se mantendrá a raya el virus. Nuestro sistema político sobrevivirá intacto. No habrá muchos países tan afortunados. Los Gobiernos de todo el mundo se debaten en el estrecho callejón entre suprimir el virus y aplastar la economía. Muchos tropezarán y caerán.
En la visión a la que se aferran los intelectuales progresistas, el futuro es una versión más bonita del pasado reciente. Sin duda, eso les ayuda a preservar cierta apariencia de cordura. Su visión también socava el que en estos momentos es nuestro atributo más vital: la capacidad de adaptarnos y crear modos de vida diferentes. La tarea que nos espera consiste en construir economías y sociedades más duraderas y humanamente habitables que las expuestas a la anarquía del mercado global.
Esto no significa pasar a un localismo a pequeña escala. La población humana es demasiado numerosa para que la autosuficiencia local sea viable, y la mayor parte de la humanidad no está dispuesta a regresar a las comunidades pequeñas y cerradas de un pasado más distante. Pero la hiperglobalización de las últimas décadas tampoco va a volver. El virus ha dejado al descubierto puntos débiles fatales del sistema económico parcheado tras la crisis financiera de 2008. El capitalismo liberal está en quiebra.
A pesar de toda su palabrería sobre la libertad y la elección, en la práctica el liberalismo era un experimento de disolución de todas las fuentes tradicionales de cohesión social y legitimidad política y su sustitución por la promesa de un aumento del nivel material de vida. Ahora este experimento ha llegado a su fin. Para acabar con el virus es imprescindible un cierre económico que solo puede ser temporal, pero cuando la economía vuelva a arrancar, será en un mundo en el que los Gobiernos actuarán para poner freno al mercado mundial.
No se tolerará una situación en la que una parte tan importante de los suministros médicos mundiales más necesarios se produzca en China o en cualquier otro país exclusivamente. La producción en este y otros sectores delicados se devolverá a los territorios de los Estados por motivos de seguridad nacional. La idea de que un país como el Reino Unido pudiese eliminar poco a poco la agricultura y depender de las importaciones de alimentos se desechará como el disparate que siempre ha sido. El sector aéreo se contraerá porque la gente viajará menos y las fronteras duras se convertirán en un rasgo duradero del paisaje mundial. El mezquino objetivo de la eficacia económica ya no será viable para los Gobiernos.
La pregunta es qué va a sustituir al aumento del nivel material de vida como fundamento de la sociedad. Una respuesta ofrecida por los pensadores ecologistas es lo que John Stuart Mill, en sus Principios de economía política (1848), llamó “economía del Estado estacionario”. La producción y el consumo dejarían de ser un objetivo prioritario y el número de seres humanos descendería. A diferencia de la mayoría de los liberales actuales, Mill reconocía el peligro de la superpoblación. Un mundo lleno de seres humanos, decía, carecería de “parajes floridos” y de vida salvaje. El pensador también advirtió de los peligros de la planificación centralizada. El Estado estacionario sería una economía de mercado en la que se incentivaría la competencia. La innovación tecnológica continuaría y junto a ella se mejoraría el arte de vivir.
En muchos sentidos, la idea es atractiva, pero también irreal. No existe una autoridad mundial que imponga el final del crecimiento, de la misma manera que no la hay para combatir el virus. Al contrario de lo que dice el mantra progresista que últimamente repite Gordon Brown, los problemas mundiales no siempre tienen soluciones mundiales. Las divisiones geopolíticas excluyen cualquier cosa que pueda guardar algún parecido con un Gobierno mundial y, si existiese, los Estados actuales competirían por controlarlo. La creencia de que la crisis se puede resolver con un estallido sin precedentes de cooperación internacional es pensamiento mágico en su forma más pura.
Por supuesto, la expansión económica no es sostenible indefinidamente. Para empezar, solo puede agravar el cambio climático y convertir el planeta en un vertedero. Ahora bien, dada la marcada desigualdad entre niveles de vida, el crecimiento demográfico y la intensificación de las rivalidades geopolíticas, el crecimiento cero también es insostenible. Si acabamos aceptando los límites del crecimiento, será porque los Gobiernos hagan de la protección de sus ciudadanos su objetivo más importante. Sean democráticos o autoritarios, los Estados que no pasen esta prueba hobbesiana fracasarán.
Cambios geopolíticos
La pandemia ha acelerado de golpe el cambio geopolítico. La propagación descontrolada del virus en Irán, sumada al desplome de los precios del petróleo, podría desestabilizar su régimen teocrático. Con la caída de sus ingresos, Arabia Saudí también está en peligro. Sin duda, no faltará quien se alegre de despedirse de ambos. Sin embargo, no hay garantías de que un colapso en el Golfo vaya a traer consigo algo que no sea un largo periodo de caos. A pesar de los años que llevan hablando de diversificación, los regímenes de la zona siguen siendo rehenes del petróleo, e incluso si los precios se recuperan algo, el impacto económico del cierre mundial será devastador.
En cambio, el este de Asia seguramente continuará avanzando. Hasta ahora, los países que han dado una respuesta más eficaz a la epidemia han sido Taiwán, Corea del Sur y Singapur. Cuesta pensar que sus tradiciones culturales, que otorgan más importancia al bienestar colectivo que a la autonomía personal, no hayan desempeñado un papel en sus buenos resultados. También han resistido el culto al Estado mínimo. No será de extrañar que se adapten a la desglobalización mejor que muchos países occidentales.
La posición de China es más compleja. Dado su historial de encubrimientos y estadísticas opacas, es difícil evaluar su actuación durante la pandemia. Desde luego, el país no es un modelo que cualquier democracia pueda o deba emular. Como demuestra el nuevo hospital Nightingale del Servicio Nacional de Salud, los regímenes autoritarios no son los únicos capaces de construir hospitales en dos semanas. Nadie sabe cuál ha sido el coste humano total del cierre chino. Aun así, parece que el régimen de Xi Jinping se ha beneficiado de la pandemia; el virus ha proporcionado una serie de argumentos para ampliar la vigilancia estatal e implantar un control político todavía más estricto. En vez de desaprovechar la crisis, el presidente se está sirviendo de ella para incrementar la influencia de su país. China se está introduciendo en el lugar que corresponde a la Unión Europea con su ayuda a los Gobiernos nacionales en apuros, como el de Italia. Muchas de las mascarillas y los equipos de pruebas que ha suministrado han resultado defectuosos, pero no parece que esto haya hecho mella en la campaña de propaganda de Pekín.
La respuesta de la Unión Europea a la crisis ha revelado sus debilidades esenciales. Pocas ideas son tan menospreciadas por las mentes superiores como la soberanía. En la práctica, esta significa la capacidad de ejecutar un plan de emergencia completo, coordinado y flexible como los que han aplicado el Reino Unido y otros países. Las medidas que ya se han adoptado superan cualquiera de las tomadas durante la II Guerra Mundial, y en sus aspectos más importantes también son lo opuesto de lo que se hizo entonces, cuando la población británica fue objeto de una movilización sin precedentes y el paro descendió de manera espectacular. Actualmente, aparte de quienes prestan servicios esenciales, los trabajadores británicos han sido desmovilizados. Si la situación se prolonga muchos meses, el cierre exigirá una socialización de la economía aún mayor.
Es dudoso que las agostadas estructuras neoliberales de la Unión Europea sean capaces de llevar a cabo algo similar. Las reglas hasta ahora sacrosantas han sido contravenidas por el programa de compra de bonos por parte del Banco Central Europeo y la relajación de los límites de las ayudas estatales a la industria. Pero la resistencia de los países del norte de Europa, como Alemania y Holanda, a compartir la carga fiscal puede impedir el rescate de Italia, un país demasiado grande para ser aplastado como Grecia, pero posiblemente también demasiado caro para ser salvado. Como el primer ministro italiano, Giuseppe Conte, dijo en marzo, “si Europa no está a la altura de este desafío sin precedentes, toda la estructura europea pierde su razón de ser para la ciudadanía”. El presidente serbio, Aleksandar Vucic, ha sido más directo y realista: “La solidaridad europea no existe… Eso era un cuento de hadas. El único país que puede ayudarnos en esta difícil situación es la República Popular de China. A los demás, gracias por nada”.
El principal defecto de la Unión Europea es que es incapaz de cumplir las funciones protectoras de un Estado. La descomposición de la zona euro se ha predicho tantas veces que puede parecer impensable. Sin embargo, con las tensiones a las que se enfrenta en la actualidad, la desintegración de las instituciones europeas no es algo exagerado. La libre circulación ya se ha suspendido. El reciente chantaje del presidente turco, Erdogan, amenazando a la UE con permitir que los emigrantes crucen las fronteras de su país y el desenlace en la provincia siria de Idlib podrían desembocar en la huida hacia Europa de centenares de miles, incluso millones, de refugiados. (Es difícil imaginar qué puede significar el “distanciamiento social” en los enormes campamentos de refugiados, abarrotados e insalubres). Otra crisis de emigración sumada a la presión sobre un euro disfuncional podría tener resultados nefastos.
Si la Unión Europea sobrevive, puede que se parezca al Sacro Imperio Romano en sus años finales, un fantasma que subsiste durante generaciones mientras el poder se ejerce en otro lugar. Las decisiones perentorias ya las están tomando los Estados nacionales. Dado que el centro político ha dejado de ser una fuerza de liderazgo, y con gran parte de la izquierda aferrada al fallido proyecto europeo, muchos Gobiernos estarán dominados por la extrema derecha.
Rusia ejercerá una influencia creciente sobre la Unión Europea. En la batalla con los saudíes que actuó como detonante del hundimiento del precio del petróleo en marzo de 2020, Putin llevaba la mejor baza. Mientras que para los saudíes el umbral de rentabilidad fiscal —el precio necesario para pagar los servicios públicos y mantener la solvencia del Estado— es de unos 80 dólares por barril, para Rusia puede ser menos de la mitad. Al mismo tiempo, Putin está consolidando la posición de su país como potencia energética. Los gasoductos submarinos Nord Stream que atraviesan el Báltico aseguran el abastecimiento fiable de gas natural a Europa, al mismo tiempo que la hacen dependiente de Rusia y permiten a esta utilizar la energía como arma política. Al igual que China, Rusia ha entrado en escena para sustituir a la vacilante Unión Europea enviando médicos y equipo a Italia.
En Estados Unidos, Donald Trump claramente considera que reflotar la economía es más importante que contener el virus. Una caída de la Bolsa similar a la de 1929 y unos niveles de paro peores que los de la década de 1930 supondrían una amenaza existencial a su presidencia. James Bullard, consejero delegado del Banco de la Reserva Federal de San Luis, ha insinuado que en Estados Unidos la tasa de desempleo podría alcanzar el 30%, superando a la de la Gran Depresión. Por otra parte, teniendo en cuenta el sistema de gobierno descentralizado del país, su sistema de salud desastrosamente caro, las decenas de millones de personas sin seguro médico, una población penitenciaria descomunal con gran número de ancianos y enfermos, y unas ciudades en las que vive una cantidad considerable de personas sin hogar y que ya sufren una extendida epidemia de opioides, restringir el cierre podría suponer que el virus se propagase sin control con efectos devastadores. (Trump no es el único que asume este riesgo. Hasta ahora, Suecia no ha impuesto nada similar al confinamiento obligatorio de otros países).
A diferencia del programa británico, los dos billones de dólares del plan de estímulo de Trump son en su mayor parte otro rescate a las empresas. Sin embargo, si damos credibilidad a los sondeos, cada vez más estadounidenses aprueban su gestión de la epidemia. ¿Qué pasará si el presidente sale de esta catástrofe con el apoyo de una mayoría de estadounidenses?
Tanto si Trump conserva su poder como si no, la posición de Estados Unidos en el mundo ha cambiado de manera irreversible. Lo que se está desmoronando a toda velocidad no es solo la hiperglobalización de las últimas décadas, sino el orden mundial implantado tras el final de la II Guerra Mundial. El virus ha roto un equilibrio imaginario y ha acelerado un proceso de desintegración en marcha desde hace años.
En su trascendental obra Plagas y pueblos (Siglo XXI, 2016), el historiador de Chicago William H. McNeill afirmaba:
“Siempre es posible que algún organismo parásito hasta entonces desconocido escape de su habitual nicho ecológico y exponga a las densas poblaciones humanas que han llegado a ser una característica tan llamativa de la Tierra a alguna nueva y tal vez devastadora mortalidad”.
Todavía no sabemos cómo escapó el coronavirus de su nicho, aunque existe la sospecha de que los mercados de Wuhan en los que se venden animales salvajes, hayan tenido algo que ver. En 1976, año original de publicación del libro de McNeill, la destrucción de los hábitats de las especies exóticas no había alcanzado ni mucho menos las dimensiones de hoy en día. A medida que la globalización ha ido avanzando, también ha crecido el riesgo de propagación de enfermedades infecciosas. La [denominada] gripe española de 1918-1920 se convirtió en una pandemia global en un mundo sin transporte aéreo de masas. En un comentario sobre la visión que los historiadores tienen de las plagas, McNeill señala: “Desde su punto de vista, al igual que desde el de otros, los ocasionales brotes catastróficos de enfermedades infecciosas seguían siendo interrupciones repentinas e impredecibles de la norma que, en esencia, escapaban a cualquier explicación histórica”. Muchos estudios posteriores han llegado a conclusiones similares.
Sin embargo, persiste la idea de que las pandemias son incidentes pasajeros más que una parte integral de la historia. Detrás de ella está la creencia de que los seres humanos ya no formamos parte del mundo natural y podemos crear un ecosistema autónomo, separado del resto de la biosfera. La Covid-19 nos dice que no es así. Solo podremos defendernos de esta peste sirviéndonos de la ciencia; los análisis masivos de anticuerpos y la vacuna serán decisivos, pero, si en el futuro queremos ser menos vulnerables, tendremos que hacer cambios permanentes en nuestro modo de vida.
La textura de la vida cotidiana ya ha cambiado. En todas partes existe un sentimiento de fragilidad. Además, la sensación de inestabilidad no afecta solo a la sociedad; lo mismo sucede con la posición de los seres humanos en el mundo. Imágenes virales muestran la ausencia humana de distintas maneras. Los jabalíes se pasean por las ciudades del norte de Italia, mientras que en la ciudad tailandesa de Lopburi manadas de monos a los que los turistas ya no dan de comer se pelean en las calles. La belleza no humana y una feroz lucha por la vida han brotado rápidamente en las urbes vaciadas por el virus.
Como han señalado diversos expertos, un futuro posapocalíptico como el proyectado en las obras de ficción de J. G. Ballard se ha convertido en nuestra realidad presente. Pero es importante entender lo que este “apocalipsis” revela. Ballard veía a las sociedades humanas como decorados de un escenario que se pueden derribar en cualquier momento. Las normas que se creían parte de la naturaleza del ser humano desaparecían al abandonar el teatro. Las experiencias más terribles del autor durante su infancia en el Shanghái de la década de 1940 no fueron las que vivió en el campamento de prisioneros de guerra, donde muchos de los reclusos conservaban la entereza y trataban a los demás amablemente. Ballard era un chico ingenioso y audaz y disfrutó gran parte del tiempo que pasó allí. Él mismo me contó que fue cuando la guerra se acercaba a su fin y el campamento se desmanteló cuando fue testigo de los peores ejemplos de egoísmo despiadado y crueldad gratuita.
La lección que aprendió fue que todo aquello no era el fin del mundo. Lo que se suele calificar de apocalipsis es el curso normal de la historia. Muchos salen de él con traumas duraderos, pero el animal humano es demasiado fuerte y versátil para que esos trastornos lo quiebren. La vida sigue, aunque diferente de como era antes. Quienes describen el momento actual como ballardiano no se han fijado en cómo se adaptan los seres humanos a las situaciones extremas que él narra, e incluso se realizan como personas en ellas.
La tecnología nos ayudará a adaptarnos en nuestras presentes condiciones extremas. La movilidad física se puede reducir trasladando muchas de nuestras actividades al ciberespacio. Es posible que las oficinas, los colegios, las universidades, las consultas médicas y otros centros de trabajo cambien para siempre. Las comunidades virtuales organizadas durante la epidemia han hecho posible que la gente llegue a conocerse mejor que nunca.
Cuando la pandemia remita habrá celebraciones, pero puede que no se distinga con claridad en qué momento ha desaparecido el riesgo de contagio. Es posible que mucha gente migre a entornos en la Red, como en Second Life, un mundo virtual en el que las personas se conocen, comercian e interactúan en el cuerpo y el mundo que ellas eligen. Puede que haya otras adaptaciones incómodas para los moralistas: es probable que la pornografía vía Internet experimente un auge, y muchas de las citas en la Red consistirán en relaciones eróticas en las que los cuerpos nunca lleguen a entrar en contacto. La tecnología de la realidad aumentada tal vez se utilice para simular encuentros físicos y el sexo virtual podría normalizarse pronto. Preguntarse si todo esto será un paso hacia una buena vida tal vez no sea lo más útil. El ciberespacio depende de unas infraestructuras que pueden resultar dañadas o destruidas por una guerra o una catástrofe natural. Internet nos sirve para evitar el aislamiento que acompañó a las epidemias en el pasado, pero no permite que los seres humanos escapemos de nuestra carne mortal ni que esquivemos las ironías del progreso.
El progreso es reversible
El virus nos enseña no solo que el progreso es reversible —un hecho que parece que hasta los progresistas han entendido—, sino que puede socavar sus propias bases. Por citar el ejemplo más obvio, la globalización ha traído consigo grandes avances; gracias a ella, millones de personas han salido de la pobreza. Ahora este logro está en peligro. La desglobalización en marcha es hija de la globalización.
Al mismo tiempo que se desvanece la perspectiva de un nivel de vida que aumente sin cesar, vuelven a emerger otras fuentes de autoridad y legitimidad. Ya sea liberal o socialista, el pensamiento progresista detesta la identidad nacional con apasionada intensidad. La historia está llena de episodios que muestran cómo se puede hacer mal uso de ella. No obstante, el Estado nacional se está reafirmando como la fuerza más poderosa para conducir la acción a gran escala. Enfrentarse al virus exige un esfuerzo colectivo que no se movilizará por el bien de la humanidad.
Al igual que el crecimiento, el altruismo también tiene límites. Veremos muestras de extraordinaria abnegación antes de que pase lo peor de la crisis. En el Reino Unido, un ejército de ANI. Con todo, sería una imprudencia depender exclusivamente de la compasión humana para superar la situación. La bondad con extraños es tan valiosa que hay que racionarla.
Aquí es donde entra en juego el Estado protector. En esencia, el Estado británico siempre ha sido hobbesiano. La paz y un Gobierno fuerte han sido sus prioridades fundamentales. Al mismo tiempo, este Estado hobbesiano ha descansado sobre el consentimiento, sobre todo en épocas de emergencia nacional. La protección contra el peligro se ha impuesto a la libertad frente a las injerencias del Gobierno.
Qué parte de su libertad querrá la gente que se le devuelva pasado el pico de la pandemia es un interrogante aún sin respuesta. No parece que la solidaridad obligatoria del socialismo sea muy de su gusto, pero tal vez acepte de buen grado un régimen de biovigilancia en aras de una mejor protección de su salud. Para salir del agujero vamos a necesitar más intervención estatal, no menos, y además muy creativa. Los Gobiernos tendrán que incrementar considerablemente su respaldo a la investigación científica y a la innovación tecnológica. Aunque es posible que el tamaño del Estado no aumente en todos los casos, su influencia será omnipresente y, de acuerdo con los criterios del viejo mundo, más intrusiva. El gobierno posliberal será la norma en el futuro próximo.
Solo si reconocemos las debilidades de las sociedades liberales podremos preservar sus valores más esenciales. Entre ellos figura, junto con la legitimidad, la libertad individual, que, además de ser valiosa en sí misma, constituye un control necesario al Gobierno. Sin embargo, quienes creen que la autonomía personal es la necesidad humana más profunda revelan su ignorancia en psicología, empezando por la suya propia. Prácticamente para cualquiera, la seguridad y la pertenencia son igual de importantes, y a veces más. El liberalismo, en efecto, ha sido una negación sistemática de este hecho.
Una ventaja de la cuarentena es que se puede utilizar para renovar las ideas. Hacer limpieza mental y pensar cómo vivir en un mundo alterado es la tarea que nos corresponde ahora. Para quienes no estamos sirviendo en primera línea, esto debería bastarnos mientras dure el confinamiento.
John Gray, filósofo político, es catedrático emérito de Pensamiento Europeo en la London School of Economics. Su último ensayo publicado es ‘Siete tipos de ateísmo’ (2019, editorial Sexto Piso). Traducción de News Clips. Este artículo apareció en la edición especial de primavera de ‘New Statesman’.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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