24 ago 2021

Yo, Marcelo Gullo Omodeo, reto al presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador

Yo, Marcelo Gullo Omodeo, reto al presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador

Yo, Marcelo Gullo Omodeo, reto al presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador/Marcelo Gullo Omodeo es doctor en Ciencia Política, analista geopolítico y autor del libro Madre Patria.

El Español, martes, 24/Ago/2021;


El 13 de agosto de 1521, una inmensa alegría inundó el corazón de las masas indígenas de Mesoamérica. Unos reían, otros lloraban. Algunos sentían un gran alivio, otros, tenían sed de venganza. Muchos preparaban sus armas para exterminar de una vez y para siempre a sus enemigos sin distinguir entre hombres y mujeres, entre viejos y niños. Eran tal el rencor y el odio (contenido durante años) que querían hacer desaparecer a sus verdugos de la faz de la tierra.

Pero un “extraño barbudo” les contuvo la mano. ¿Qué festejaban aquellos indios? ¿De quiénes querían vengarse? ¿Quién era el “barbudo” que impidió la masacre inminente?


Festejaban que ellos (tlaxcaltecas, texcocotecas, cholultecas, xochimilcatecas y otomíes, entre otros pueblos), junto a un pequeño grupo de hombres salidos del mar, habían derrotado a un poderoso ejército que, por años, les había parecido invencible.

Festejaban la caída de Tenochtitlán. Festejaban que, finalmente, habían puesto fin al imperialismo antropófago de los aztecas. Querían vengarse de los aztecas que, durante años y años, les habían arrebatado a sus hijos, a sus hermanos, a sus padres, para llevarlos a rastras, al “templo mayor” de y allí arrancarles, literalmente, el corazón, estando aún vivos, y luego trozar sus cuerpos en pedazos de modo que sirvieran, una vez “faenados como cerdos o pollos”, de “sustancioso alimento” a la nobleza y a los sacerdotes aztecas.

El “barbudo” que logró contener toda esa ira de aquellos indios sedientos de venganza (una sed acumulada en largos años de sojuzgamiento y antropofagia azteca), el “extraño hombre” que impidió el genocidio que parecía inevitable de los aztecas fue el legendario Hernán Cortés, el libertador de Mesoamérica.

En esa región, que hoy es una parte de la República de México, había “una nación opresora”, la azteca, y “decenas de naciones oprimidas”: la tlaxcalteca, la texcocoteca, la cholulteca…

Junto esos 300 valientes soldados españoles que tomaron Tenochtitlán pelearon, codo a codo, aproximadamente 200.000 indios. Al frente de ese inmenso ejército iba una mujer india, doña Marina, que había sido, primero, esclava sexual de los aztecas y, luego, de los mayas. Ella, tenía sus “propias cuentas que arreglar” con los aztecas.

La conquista de México la hicieron los indios explotados, oprimidos y vejados por los aztecas. Y ese es todo el secreto de la historia de México que muchos se empeñan en ocultar. Entre otros, el actual presidente de México, don Andrés Manuel López Obrador. Reivindicar a los aztecas y a su emperador, Moctezuma, por sus grandes construcciones (como lo hace el presidente de México) es como reivindicar a los nazis, y a Adolf Hitler, por la construcción de las mejores autopistas de Alemania en toda su historia y que, por otra parte, siguen siendo utilizadas hasta el día de hoy.

He repetido más de una vez, y esto ha causado el “enojo” del presidente de la República de México, don Andrés Manuel López Obrador, contra mí que, si España tuviese que pedir disculpas por haber vencido al imperialismo antropófago azteca, tanto los Estados Unidos como Rusia tendrían que pedir perdón por haber derrotado al imperialismo genocida nazi.

Por cierto, la batalla por Tenochtitlán (que puso fin al imperialismo azteca) fue sangrienta, pero tan sangrienta, sin dudas, como la batalla por Berlín, que puso fin al totalitarismo nazi.

Fue tan sanguinario aquel inusitado imperialismo antropófago de los aztecas que hoy nos parece mentira que algo tan monstruoso pudiese haber ocurrido. Pero es tan inusitado y hasta pareciera increíble que es por eso mismo que se hace necesario documentar los hechos.

Las excavaciones arqueológicas, así como los hallazgos fortuitos que se produjeron a raíz de la construcción de las grandes obras públicas (como el metro de Ciudad de México, por ejemplo), nos permiten afirmar hoy, con absoluta certeza científica, que era tal la cantidad de sacrificios humanos que realizaban los aztecas, siempre de gentes de los pueblos por ellos esclavizados que, con las calaveras construían las paredes de sus edificios y templos.

Cada nueva excavación permite encontrar más y más muros, construidos con piedra y… ¡calaveras! Calaveras con los dientes hacia afuera. La más reciente prueba que confirma el Holocausto cometido por los aztecas data del año 2015, cuando, a raíz de las excavaciones arqueológicas que se realizaban junto a la catedral metropolitana de México, fue encontrada una torre de cráneos que respondía, asombrosamente, punto por punto, a la descripción hecha por los cronistas españoles.

Hoy, como ya dijimos, la evidencia científica es abundante e irrefutable: piedras de sacrificios con restos de hemoglobina, herramientas de obsidiana para esta labor, esqueletos humanos ejecutados por cardioectomía con marcas de corte en las costillas, decapitaciones…

Cuando se analiza la historia sin prejuicios y no se quiere ocultar la verdad se llega a la conclusión que los aztecas llevaron a cabo, como política de Estado, la conquista de otros pueblos indígenas para poder tener seres humanos a quienes sacrificar a sus dioses y luego usar la carne humana así conseguida como alimento principal de los nobles y sacerdotes, tal si fuera simple proteína animal. Año tras año, los aztecas arrebataban a los pueblos que habían conquistado, a sus niños y niñas, para asesinarlos en sus templos y luego, devorarlos con fruición.

“En todo el resto de la Tierra [afirma el filósofo e historiador mexicano José Vasconcelos] se ha juzgado como antinatural matar y se ha matado sabiendo que se cometía un crimen. Sólo el azteca mataba movido por gusto y por mandato de su dios Huichilobos, siempre sediento de sangre”.

El arqueólogo mexicano Alfonso Caso (quien fuera rector de la prestigiosa Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM) explica que: “El sacrificio humano era esencial en la religión azteca”. Y es precisamente por ese motivo que en 1487, para festejar la finalización de la construcción del gran templo de Tenochtitlán (del cual el presidente López Obrador inauguró una maqueta monumental el pasado 13 de agosto) las víctimas del sacrificio formaban cuatro filas que se extendían a lo largo de la calzada que unía las islas de Tenochtitlán.

Se calcula que, sólo en esos cuatro días de festejos, los aztecas asesinaron a entre 20.000 y 24.000 personas. Sin embargo, Williams Prescott, insospechable de hispanismo, da una cifra todavía más escalofriante: “Cuando en 1486 se dedicó el gran templo de México a Huitzilopochtli, los sacrificios duraron varios días y perecieron 70.000 víctimas”.

Juan Zorrilla de San Martín, en su libro Historia de América, relata que: “Cuando llevaban los niños a matar, si lloraban y echaban lágrimas más alegrábanse los que los llevaban, porque tomaban pronósticos que habían de tener muchas aguas en aquel año”.

“El número de las víctimas sacrificadas por año [tiene que reconocer Prescott, uno de los historiadores más críticos de la conquista española y uno de los más fervientes defensores de la civilización azteca] era inmenso. Casi ningún autor lo computa en menos de 20.000 cada año y aún hay alguno que lo hace subir hasta 150.000”.

Marvin Harris relata en su famosa obra Caníbales y reyes: “Los prisioneros de guerra, que ascendían por los escalones de las pirámides, eran cogidos por cuatro sacerdotes, extendidos bocarriba sobre el altar de piedra y abiertos de un lado a otro del pecho con un cuchillo. Después, el corazón de la víctima (generalmente descrito como todavía palpitante) era arrancado. El cuerpo bajaba rodando los escalones de la pirámide”.

¿Dónde eran llevados los cuerpos de los cientos de seres humanos a los cuales, en lo alto de las pirámides, se les había arrancado el corazón? ¿Qué pasaba luego con el cuerpo de la víctima? ¿Qué destino tenían los cuerpos que, día a día, eran sacrificados a los dioses?

Al respecto, Michael Hamer, que ha analizado esta cuestión con más inteligencia y denuedo que el resto de los especialistas, afirma: “En realidad, no existe ningún misterio con respecto a lo que ocurría con los cadáveres, ya que todos los relatos de los testigos oculares coinciden en líneas generales: las víctimas eran comidas”.

¿Y que aconteció después de que fuese derrotado el imperialismo antropófago de los aztecas, después de esas primeras horas de sangre, dolor y muerte? España fundió su sangre con la de los vencidos y con la de los liberados. Y recordemos que fueron más los liberados que los vencidos. Ahí está como prueba de lo que venimos de afirmar la historia de Isabel Moctezuma, hija legítima del emperador Moctezuma que, luego de la conquista, fue una de las mujeres más ricas e influyentes de México.

Isabel tenía ya 30 años cuando se volvió a casar por quinta vez con el conquistador extremeño, nacido en la ciudad de Cáceres, don Juan Cano de Saavedra, con quien procreó cinco nuevos españoles americanos. Nietos, valga recordarlo, del emperador Moctezuma. Fueron sus hijos Juan Cano Moctezuma, Pedro Cano Moctezuma, Gonzalo Cano Moctezuma, Isabel Cano Moctezuma y María Cano Moctezuma.

Importa destacar que las dos mujeres, Isabel y María, se convertirían en monjas y vivirían, a partir de entonces, en el convento de la Concepción, en la Ciudad de México. Juan Cano Moctezuma se casó con Elvira Toledo Ovando, y su hermano Gonzalo Cano Moctezuma se casó con Ana Prado Calderón. Es preciso notar que los mestizos Juan y Gonzalo, nietos del emperador Moctezuma, se casaron con hijas de hidalgos españoles. Conviene no olvidarse de este pequeño detalle.

Esta es la verdad histórica que relato en mi libro Madre Patria y que ha irritado al excelentísimo señor presidente de la República de México, don Andrés Manuel López Obrador, quien el 13 de agosto pasado, con ocasión del 500° aniversario de la liberación (para él “caída”) de Tenochtitlán me acusó, sin ningún tipo de pruebas (y sin haberse tomado siquiera la molestia de hojear mis antecedentes académicos o de recabar información sobre mí ya larga trayectoria política antimperialista) de ser un representante del pensamiento colonialista.

En otras épocas históricas, ese tipo de ofensas se dirimían en el campo del honor. Hoy corren otros tiempos que algunos llaman más civilizados. Es por eso por lo que le exijo al señor presidente de la República de México (considerándolo un hombre de honor que busca la verdad) que invite a un debate profundo sobre la Conquista de América (como tuvo el coraje de convocar el emperador Carlos V en el año 1550). Debate que podría tener lugar en una Universidad de Suiza, la que el señor presidente elija, y al cual asistan cinco especialistas que defiendan sus tesis y cinco especialistas que, como quien esto escribe, sostengan que España no conquistó América, sino que España liberó América.

Quedo pues a la espera de la respuesta del señor presidente, a fin de dirigirme a la ciudad de Suiza que él determine, acompañado de cuatro pensadores por mí elegidos, para enfrentarnos en un debate académico con los intelectuales que, en igual número, sean designados por el actual señor presidente de la República de México.


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