19 sept 2021

La memoria indígena/ Borja Cardelús,

 La memoria indígena/ Borja Cardelús, escritor madrileño... (1946-)m  es presidente de la Fundación Civilización Hispánica.

ABC; Domingo, 19/Sep/2021;

¿LA acerba condena del nuevo presidente peruano del pasado español y su nostalgia por la que llamó ancestral armonía indígena, es tan desleal y lejana a la verdad, que resulta apremiante corregirla. Los aztecas llegaron al valle de México desde el Norte, y las tribus allí asentadas permitieron que se instalaran en el lago de Tenochtitlán, pero poco tiempo después se habían adueñado de toda la región y sometido a sus gentes. A las cuales no solo exigían gravosos impuestos, sino también contribuciones humanas, porque eran práctica mexica las llamadas guerras floridas, correrías militares sobre el entorno de las que regresaban a la capital con un nutrido botín de prisioneros, que llevaban al altar del sacrificio, donde les arrancaban el corazón y la carne se vendía en el mercado. Otra costumbre azteca era mantener enjaulados niños, a los que engordaban durante años como ganado hasta que estaban listos para el sacrificio, sirviendo de manjar selecto en las mesas de la aristocracia. Y el emperador Moctezuma mantenía una colección de ejemplares humanos deformes, que satisfacían su curiosidad.

En los Andes, sucesivas naciones habían sometido a la población a implacables tiranías, como los Chavín, Moche, Tiahuanaco y otras, donde la población únicamente contaba como fuerza de trabajo, de lo que dan prueba los monumentos dispersos por el altiplano andino, construidos a mano con el sudor y la sangre de los vasallos esclavizados.

Los últimos en llegar fueron los incas. Eran una pequeña nación confinada en el valle del Cuzco, hasta que Pachacútec, el primer inca, tras vencer a los temibles vecinos chancas, barrera para la expansión, reformó el ejército y sentó las bases organizativas de lo que sería el Imperio Inca. La expansión se basó en una sencilla fórmula: el ejército inca se plantaba ante las fronteras de una de las muchas naciones que habitaban los Andes, y les ofrecía una opción: anexión o muerte. Algunas rechazaban someterse, y el resultado de la lucha era indefectible: victoria inca y degollamiento de todos los varones de la nación insumisa, siendo fama el lago que tiñó sus aguas de rojo con la sangre de las víctimas. Con este procedimiento, los incas extendieron su Imperio desde Colombia a la Argentina.

Pero con la conquista de una nueva nación, apenas estaba comenzando la ‘armonía inca’, acaso el pueblo más depredador y liberticida de la historia. Para empezar, el 66 por 100 del tiempo de trabajo de los nuevos súbditos era dedicado a mantener al Estado y el Clero del Incario, quedando un magro 33 por ciento para cultivar la propia tierra, ahora toda ella propiedad del Estado.

La población andina quedó dividida en tramos de edad, con labores obligatorias para cada tramo, desde los seis años, cuando la misión era espantar a los pájaros para proteger los cultivos, hasta los ancianos, a quienes se encomendaban labores de vigilancia. El tramo más importante era el de los 25 a los 50, la edad de trabajar los campos. Todos debían estar casados a los 25, y en caso contrario el Estado les asignaba cónyuge, pues no estaban permitidos los solteros. Era obligatorio procrear.

Una legión de inspectores se encargaba de hacer cumplir las inexorables leyes incas, basadas en la tríada de no robar, no mentir y no estar ocioso, tras las que seguía una ristra inmensa de normas. Nadie podía salir de su valle, circular por el Gran Camino Inca o robar un fruto de los árboles que lo orillaban, pues las infracciones se pagaban con la muerte. Las normas eran tan minuciosas que llegaban hasta prohibir que las familias comieran dentro de su choza con la puerta cerrada.

Una parte de esos inspectores recorría el Imperio localizando adolescentes de ambos sexos bien formados. Las niñas ingresarían como concubinas en los serrallos de la arrogante oligarquía incaica, y los demás seleccionados serían destinados a la capacocha, el sacrificio ritual de jóvenes en ocasiones especiales, como la entronización de un nuevo Inca. Casi niños, eran arrojados uno a uno por un despeñadero, sirviendo de alimento a los cóndores.

No es extraño pues que las poblaciones andinas se unieran de buena gana a las huestes de Pizarro contra la tiranía inca, como que los tlaxcaltecas se aliaran con Cortés contra los mexicas, porque ambos, antes que conquistadores fueron libertadores de pueblos oprimidos y esclavizados.

Y tras la extinción de tan odiosos regímenes, se estableció un periodo de trescientos años de paz española, donde la libertad, la dignidad, las tierras y el salario de los indios fueron respetados, y esa fue la primera vez que en la historia de las Américas los indígenas fueron tratados como personas cristianas, y no como ganado, como objetos o como fuerza de trabajo.

Es notable observar cómo todo lo sólido que hay en Iberoamérica proviene de esa época: el casco histórico de las ciudades fundadas por España; los templos, las universidades y colegios, la red hospitalaria, la lengua, la religión, la cultura uniforme… el fruto de años de aplicación de las Leyes de Indias, de próspera tranquilidad y de mestizaje. No había ejércitos y apenas policía que vigilara, y los arrieros o los viajeros podían caminar con toda seguridad desde el río Grande en México hasta la Tierra del Fuego, atravesando aquel inmenso territorio español, que no eran colonias, sino provincias.

Transcurrida esa época que los presidentes de México y Perú, con mezcla de ingratitud, ignorancia y oportunismo repudian, Iberoamérica se sumerge en un surrealista lodazal político, social, económico y cultural. La poderosa unidad continental española se resquebraja en un haz de naciones poco relevantes, donde se suceden las guerras, los cuartelazos, el marxismo, la inseguridad, la violencia… mientras las compañías extranjeras desvalijan a conciencia los recursos naturales.

Dos siglos de independencia sin levantar cabeza. Pero es más socorrido ocultar el mal gobierno: el subdesarrollo persistente, las desigualdades profundas, la miseria, la corrupción, el hacinamiento urbano, el saqueo de las materias primas por las multinacionales, la destrucción de las selvas, el narcotráfico, y criticar a España, que gobernó prudentemente Iberoamérica durante tres siglos y la incorporó a la cultura occidental.

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