11 sept 2022

Amada por sus súbditos, amante de sus animales

Amada por sus súbditos, amante de sus animales/ Pedro J. Ramírez, director de El Español.

El Español, domingo, 11/Sep/2022:


El gran historiador Max Hastings ha escrito en el Times sin segundas intenciones que Isabel II decidió morir en Balmoral, su residencia favorita, el lugar en el que se sentía más ella, “with loving servants and beloved animals”. Ningún inglés habrá siquiera arqueado las cejas al leerlo, pues tan de todos es sabido que sus criados, servidores y sirvientes amaban a la Reina como que la Reina amaba a sus perros, caballos y ciervos.

A mí me ha recordado, sin embargo, la sorpresa que me produjo la advertencia que recibí en 1988, antes de una recepción oficial con motivo de su visita a España: ninguno de los invitados podíamos darle la mano o hablar con la Reina, a menos que ella se dirigiera a nosotros. Tampoco podíamos darle la espalda en ningún momento. Como si fuera una divinidad. Así se comportó: estuvo allí, agarrada a su bolsito pero no hizo nada, ni dijo nada, discurso oficial aparte.

Su conducta no podía contrastar más con la campechanía con que Juan Carlos I trataba a los periodistas, fomentando los corrillos en las recepciones y convocándonos a algunos a la Zarzuela para comentar la actualidad política. Sin, por supuesto, dejar de incluir referencias maliciosas sobre algunos de sus protagonistas.

En la prensa británica esa distancia reverencial hacia la Reina ha continuado, sin embargo, estando tan arraigada como para que, en la hora de su muerte, el crítico de teatro del progresista The Guardian, Michael Billington, haya recordado como hito memorable de su trayectoria que una vez tuvo “la temeridad de romper el protocolo y preguntarle si le había gustado volver a ver Oklahoma”.

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El año que la Reina de Inglaterra vino a España, Felipe González estaba en la Moncloa y yo al frente de Diario 16. La razón y el corazón coincidían en preferir la campechanía y accesibilidad del Rey que impulsó nuestra Transición a la distancia sagrada en torno a aquella Reina, ungida con los santos óleos en su coronación, al modo de los reyes de Israel, y a la que siempre imaginábamos sosteniendo el cetro y el orbe de oro propios de una misión universal. En el imaginario colectivo todavía Britannia ruled the waves, mandaba aún sobre las aguas.

Ahora no puedo por menos que aplaudir al ministro Albares al salir al paso de la mera hipótesis de que Juan Carlos pudiera representar a España en el funeral de Estado de su prima Lilibeth. Quien no fue capaz de mantener lo que el gran teórico de la Monarquía Walter Bagehot acuñó como la “dignidad del trono”, no puede honrar en nuestro nombre a quien sí lo hizo durante un reinado casi el doble de largo.

Por supuesto que la muerte de Isabel II ha resucitado la polémica sobre la utilidad de la monarquía, más allá del simbolismo o el márketing. La esencia del debate está a mi modo de ver en la definición de dignidad de Javier Gomá como “principio humanista de orientación anti-utilitaria” e incluso “como lo que estorba”, tanto a la “comisión de iniquidades y vilezas”, como a veces también “al progreso material y técnico o a la utilidad pública”.

La película The Queen presenta ese debate en el ámbito conyugal de los Blair. Mientras la republicana Cherie repudia cuanto tiene de injusto, trasnochado y negativo el “estorbo”, el pragmático Tony percibe su valor referencial del alma de una nación, y así trata de preservarlo.

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La desaparición de Isabel II ha reabierto también la discusión sobre la veracidad de los guiones de Peter Morgan -tanto en esa película como en la serie The Crown- cuando la muestra criticando a Margaret Thatcher por su dureza con los sindicatos y su falta de beligerancia contra el apartheid o discutiendo con el propio Blair sobre las implicaciones del río de lava humana que fluyó junto al féretro de Diana de Gales.

La Reina jamás expuso o dejó traslucir sus opiniones políticas, si es que las tenía. Era consciente de que la Corona debía ser neutral hasta las últimas consecuencias. En 1936, durante el año en que fue rey, su tío Bertie -Eduardo VIII- fue muy criticado cuando, impresionado por la situación de los parados en Gales, comentó que “algo habrá que hacer para que tengan trabajo”. Lo mismo que le pasará a Carlos III si asume como rey la cruzada contra el cambio climático que ha mantenido como príncipe. La Corona no puede ser “útil” sino asumiendo el “obstáculo” de su “dignidad”.

El propio Peter Morgan pone en boca de la Reina la frustración inherente a esa restricción, cuando el pintor que la está retratando le pregunta si ha ido a votar y ella responde resignada que le está vedada “la gran alegría de ser parcial”.

No es de extrañar que las constricciones de la realeza hayan generado en muchos de los miembros de “la empresa” -así se denomina a menudo a los Windsor- un infantilismo irresponsable con muy diversas manifestaciones. Desde el alcoholismo de la princesa Margarita hasta la implicación del príncipe Andrés en las tramas de prostitución de menores, pasando, por supuesto, por todos los escándalos de quién se acuesta con quién que durante décadas han llenado las portadas de los tabloides. De ese mundo reaccionario huyó Diana y ha escapado Meghan Markle, llevándose al príncipe Harry y a sus hijos a California.

El contraste de su conducta intachable y el distanciamiento de todos esos conflictos era otra de las claves de la aceptación y popularidad de la Reina. Isabel II caminaba sobre esas aguas turbulentas sin mojarse nunca, con estoicismo imperturbable, incluso durante aquel annus horribilis en el que para colmo de líos y divorcios se quemó el Palacio de Windsor.

¿Qué había dentro de su proverbial bolsito? Desde luego no unas llaves, una cartera o ni siquiera un móvil. Probablemente no había nada, pero esa nada lo simbolizaba todo.

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Será muy difícil que Carlos III pueda encarnar, después de tantos años en el candelero de los escándalos, esa mística de la Monarquía. A pesar de los meritorios esfuerzos de la ya reina consorte Camila por ganarse la simpatía de la gente, redoblando sus actividades benéficas y su empatía con la Inglaterra profunda, la sombra trágica de la “Princesa del Pueblo” siempre planeará sobre ellos.

Por eso son muchos los que piensan que cuanto menos dure este “reinado interino” y antes se fecunde el trono con la sangre nueva de los duques de Cambridge, será mejor para la Monarquía. La era isabelina ha llegado en todo caso a su fin y con ella los últimos destellos del Imperio británico.

El día de la Coronación de Isabel II, en 1953, el Times dio la exclusiva de que el neozelandés Hillary y el sherpa Tenzing habían coronado también el Everest. No era el esplendor del Imperio, pero si al menos el de la Commonwealth. Aunque las colonias se independizaran, siempre quedaba la unidad espiritual bajo la protección de la Corona. Como acaba de escribir Maya Jasanoff, autora de varios libros sobre el auge y declive británico, “se trataba de una concepción racista y paternalista” mediante la que “un consorcio de colonos blancos” se sentía autorizado a tutelar “el aprendizaje del autogobierno” de sus antiguas posesiones.

Cuando Isabel II era también emperatriz de la India, el ejército británico contaba con más de un millón de hombres y la revista naval de la flota requería de horas y horas. Ella ha muerto siendo aun jefe de Estado de Canadá, Australia y otros doce países además del Reino Unido. Pero el ejemplo de Barbados, que se convirtió el año pasado en república, tiene visos de ser contagioso, en un contexto en el que crece la presión para que Londres abjure de la violencia que acompañó a su afán colonizador y elimine la mismísima Orden del Imperio.

Con la estatua de Churchill sometida a periódicos ataques vandálicos y la antibiografía de Tariq Ali Winston Churchill: his times, his crimes en todos los escaparates de las librerías, la muerte de Isabel II supone la definitiva caída del telón sobre todo aquello que trataba de preservar su heroico primer jefe de gobierno.

De los tres grandes círculos de influencia de la política británica que impulsaba Churchill -el de la unidad europea, el de la Commonwealth y el de la “relación especial” con los Estados Unidos- sólo subsiste, con creciente desnivel, el tercero. Aunque mantenga sus armas nucleares, el Reino Unido post-brexit es una potencia media en declive con una inflación camino del 18% y sin mano de obra para mantener muchas empresas en pie.

La nostalgia del “espléndido aislamiento” del continente, la sucesión de primeros ministros tan irresponsables como Cameron, Theresa May y Boris Johnson y la propia manipulación del referéndum de ruptura con la UE han desembocado en una pérdida de peso y capacidad de respuesta a las crisis. El auge del separatismo escocés y el relanzamiento de la unificación de Irlanda por el Sinn Fein ponen en duda incluso que el Reino Unido vaya a poder conservar su actual nombre.

Por eso, para los admiradores de la democracia y cultura británicas, la muerte de esta mujer inamovible, interminable e inabarcable que veía a los seres humanos como animalitos de una especie casi tan merecedora de afecto como las demás, es un tremendo punto de inflexión. Dios mío, donde vamos a llegar. Nuestro mundo se desmorona. Después de que haya muerto la Reina de Inglaterra, ya sólo falta que maten a James Bond.


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