27 oct 2007

La opinión de Rafael Rojas

  • La diversidad bajo control en Cuba/Rafael Rojas, historiador cubano exiliado en México y premio Anagrama de Ensayo por Tumbas sin sosiego
Publicado en EL PAÍS, 26/10/2007;
Con un uso preciso del lenguaje, los gobernantes cubanos hacen y deshacen periodos de la historia contemporánea de Cuba a su antojo. Entre esas élites, por lo visto, no hay acuerdo sobre si el “periodo especial” debe declararse superado o no. Lo que sí parece asunto del pasado es la “batalla de ideas”, tan ligada a la presencia física de Fidel en los medios insulares. La mera ausencia del líder produce una involuntaria distensión retórica, que moviliza la impertinente pregunta del por qué ahora. ¿Es que la enfermedad de Fidel conjura los peligros de “invasión”? O es que la isla nunca ha estado realmente amenazada en las últimas décadas y que el “peligro” no ha sido más que una excusa para reprimir opositores y postergar reformas.
Con la enfermedad de Fidel han perdido visibilidad política los artífices de la “batalla de ideas” y se ha operado un cambio significativo en el idioma del poder. El énfasis de la ideología ya no está puesto en la “unidad” y la “identidad”, sino en el “debate” y la “diversidad”. Los últimos discursos de Raúl Castro y Ramiro Valdés y las intervenciones públicas de nuevos líderes, como Mariela Castro Espín y Carlos Lage Codorniú, hablan ese lenguaje. Pero otros altos funcionarios, como Ricardo Alarcón y Felipe Pérez Roque, todavía sostienen el idioma confrontacional de la guerra fría.
Trátese sólo de un flanco experimental y pasajero, mientras Fidel se recupera, o de una estrategia de Estado, que aún no logra pleno consenso dentro de las élites, es preciso comprender el sentido de ese lenguaje para evitar otra frustración de expectativas reformistas. ¿Qué entiende por “debate” la clase política cubana? En esencia, una discusión entre “revolucionarios”, que excluye y deslegitima, naturalmente, a opositores y exiliados, sobre mínimas reformas económicas, como el traslado del “sistema de perfeccionamiento empresarial”, una autonomización mercantil del sector productivo de las Fuerzas Armadas, a toda la economía estatal.
¿Qué entiende por “diversidad” esa clase política? En síntesis, la diferenciación social generada por la inequitativa distribución del ingreso, el desequilibrio en el desarrollo regional y la nueva estratificación producida por el sistema mixto de corporaciones, la dispareja recepción de remesas y la doble circulación monetaria. “Diversidad” es, también, el mundo de las alteridades sexuales, genéricas, raciales y migratorias que, como en cualquier otro país occidental, se ha venido afirmando en la cultura cubana, por lo menos, desde mediados de los ochenta.
Las nuevas diferencias sociales son vistas con preocupación por las élites de la isla. Además de crear la base de un malestar cada vez más generalizado, esas diferencias hablan de una latinoamericanización de Cuba -aumento acelerado de la pobreza, la desigualdad, el desamparo, el crimen y la corrupción- que ya no ocultan los propios académicos del Partido Comunista y que amenaza el rol simbólico que cumple la isla dentro de la izquierda mundial. Lamentablemente, esas diferencias sociales son atribuidas, por Fidel Castro y el funcionariado más ideológico, a la introducción de elementos de mercado en la economía, de los noventa para acá, y no al fracaso de medio siglo de estatalización de la vida. Esa percepción del origen de la desigualdad y la injusticia en Cuba resta incentivos a un cambio estructural de la economía socialista.
La nueva diversidad cultural también es vista con preocupación por un liderazgo acostumbrado a concebir la sociedad cubana como una ciudadanía ho- mogénea, regida por los valores de la “identidad” nacional. El Ministerio de Cultura, por ejemplo, que hasta hace muy poco rechazaba en bloque los discursos y las prácticas de la “diferencia”, se ha adaptado a esa corriente de afirmación de alteridades que, en las últimas tres décadas, atraviesa la producción cultural cubana, suscribiendo el lenguaje de la diversidad, aunque con límites obsesivos. La diversidad reconocida es sólo cultural, no política, y se entiende como un reclamo de comunidades autónomas contra la globalización del mercado y la democracia. Esa idea de la diversidad también resta incentivos a una reforma, ya no económica, sino política del Estado cubano.
¿Puede haber reconocimiento pleno de la diversidad social y cultural bajo un régimen de partido único? Los gobernantes cubanos creen que sí. Sin embargo, los límites ideológicos que regulan la inclusión o la exclusión de sujetos en esa “república socialista” son demasiado evidentes. La república misma, constitucionalmente entendida, está adjetivada y, por tanto, controlada por una minoría hegemónica: la minoría comunista. La pluralidad real de la ciudadanía cubana, dentro y fuera de la isla, no puede ser reconocida bajo un régimen así porque quienes se oponen al partido único y a la economía de Estado quedan fuera, ya no de la distribución de derechos civiles y políticos, sino del debate sobre la posible reforma.
A esa diversidad controlada políticamente por el régimen de la isla podría oponerse el concepto de dignidad, desarrollado por José Martí en su pensamiento político. La formulación más conocida y, a la vez, más completa de esa noción se encuentra en el discurso “Con todos y para el bien de todos”, pronunciado en el Liceo Cubano de Tampa, el 26 de noviembre de 1891. Allí Martí dice la frase, que sus intérpretes fidelistas han hecho consigna, aislándola del cuerpo del discurso y atribuyéndole un significado parcial, de “yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”.
Por dignidad entendía Martí el reconocimiento de todos los derechos que asisten al ciudadano de una república moderna: desde los sociales y económicos -trabajo, educación, salud, vivienda, comida- hasta los civiles y políticos: libertad de asociación, de movimiento, de culto o de expresión. La dotación de esos derechos carecía de límites ideológicos o políticos, ya que, como se lee en el mismo discurso, hasta los propios enemigos de la independencia -cubanos autonomistas o anexionistas, hombres y mujeres, pobres y ricos, negros y blancos, criollos separatistas o peninsulares colonialistas- estaban incluidos en la república martiana.
Así entendida, como respeto al “carácter entero” de los ciudadanos o al “ejercicio íntegro de los demás”, la noción martiana de dignidad se acercaba, a fines del siglo XIX, a la comprensión contemporánea de ese concepto, que aparece en estudios como Las fronteras de la justicia (2007) de la filósofa norteamericana Martha C. Nussbaum. A partir de una relectura de Aristóteles, Kant y Rawls, Nussbaum sostiene que la distribución desequilibrada o incompleta de derechos económicos, sociales, civiles y políticos produce una pérdida del valor de la dignidad humana. Eso es, en esencia, lo que sucede en Cuba: la degradación de la dignidad del ciudadano por ausencia de derechos civiles y políticos o por falta de una “república con todos y para el bien de todos”.

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