¿Po qué no se callan?/Paul Kennedy, titular de la cátedra J. Richardson de Historia y director del Instituto de Estudios sobre Seguridad Internacional en la Universidad de Yale.
Publicado en El País, 29/11/2007;
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia,
Fue una escena deliciosa y muy divertida, aunque es probable que, como consecuencia, unos cuantos profesionales de la diplomacia tengan que pasar varios meses trabajando para controlar los daños.
Durante la importante cumbre de líderes iberoamericanos celebrada en Chile a principios de este mes de noviembre, la deseada solidaridad del mundo luso-hispánico se vio gravemente dañada cuando el efervescente Hugo Chávez emprendió un ataque personal contra el ex primer ministro español José María Aznar.
Cuando el primer ministro actual, José Luis Rodríguez Zapatero, pidió respeto para su predecesor, Chávez siguió despotricando y profiriendo cada vez más insultos.
Ante esta situación, el rey de España, el respetado y tolerante Juan Carlos, exclamó: “¿Por qué no te callas?”.
Como pueden imaginarse los lectores, esta intervención real no surtió el menor efecto en el irrefrenable presidente de Venezuela, pero las palabras pronunciadas han causado un efecto perdurable en toda Latinoamérica y han proporcionado enorme satisfacción a los detractores de Chávez, cada vez más numerosos.
“¿Por qué no te callas?”. Qué buena idea. ¿Por qué no prueba el incansable dirigente venezolano a permanecer en silencio, al menos durante un tiempo?
Según The Financial Times, a Chávez el asunto no le ha hecho ninguna gracia. Sin embargo, es verdaderamente una buena idea. Aún más, ¿no sería un alivio para los oídos de la humanidad que los políticos, en general, hicieran menos comentarios -en forma de discursos, comunicados de prensa, entrevistas en los medios de comunicación- sobre la actualidad?
En este aspecto, los peores son, seguramente, los estadounidenses. La pantomima electoral a la que estamos asistiendo, en la que individuos como Rudolph Giuliani, Mitt Romney, Barack Obama, Hillary Clinton, John Edwards y los demás sienten que es necesario que den su opinión sobre cualquier cosa, y que los medios de comunicación les citen varias veces al día, está haciendo que la gente empiece a pensar en tapones para los oídos. Y a los estadounidenses todavía nos queda un año de cháchara.
Ahora bien, la Casa Blanca es igual de pesada, con sus sesiones de prensa diarias, los frecuentes discursos del presidente Bush (siempre ante públicos cuidadosamente escogidos) sobre cómo ganar la turbia guerra de Irak, y los altos funcionarios que vuelan sin cesar a otros países para promover los intereses estadounidenses en materia de comercio, proliferación de armamento, el programa nuclear iraní, la suerte de los palestinos, el futuro de Corea del Norte y otros diez o doce temas adicionales.
No es que todos esos asuntos no sean importantes, pero el efecto de esa acumulación es el de un gigantesco espectáculo, mezcla de talk-show y juegos malabares, en el que las palabras pierden su significado, lo que importa son las apariencias y no hay tiempo para reflexionar.
En Estados Unidos, incluso el tradicional descanso del séptimo día se ve interrumpido por los programas de entrevistas y debates políticos de los domingos por la mañana. Aunque también es verdad que la oportunidad de perderse todo ese ruido y esas tonterías hace que sea todavía más agradable asistir a unos callados servicios religiosos.
La lista de políticos llenos de labia e hiperactivos puede muy bien extenderse a París, por ejemplo, donde nos enteramos de que los ministros y funcionarios que se ocupan de los asuntos exteriores y la economía las pasan canutas para estar al día de las incursiones verbales de Sarkozy en asuntos muy complejos y delicados y para explicar lo que ha dicho cada vez. ¿Y sería posible disfrutar de una semana en la que del entorno de Ahmadineyad no surgiera más que silencio?
Hablar mucho y actuar demasiado no hace más que reducir la credibilidad de lo que uno pretende conseguir. En este sentido, la verdad es que respeto las declaraciones públicas de Vladímir Putin: secas y desalentadoras, sin duda, y a menudo llenas de advertencias dirigidas a Occidente, pero, por fortuna, poco frecuentes y sin histrionismos.
Los maestros de ese arte casi olvidado de conseguir lo que uno quiere manteniendo la boca cerrada son los chinos. Sólo ofrecen sus opiniones cuando no les queda más remedio y preferiblemente en privado. Dirimen sus diferencias internas a puerta cerrada. Mientras no se trate de un asunto excepcionalmente delicado (como Taiwán), los dirigentes chinos son más partidarios de la diplomacia discreta que de la oratoria pública. Y suelen salirse con la suya.
Me parece interesante observar que, aunque la República Popular de China ha utilizado su poder de veto menos que los otros cuatro miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, tampoco se ha mostrado indecisa. Los diplomáticos chinos se limitan a llevar a sus colegas de otros países por los pasillos del poder y a dejar entrever que, por ejemplo, no les gusta el lenguaje de un proyecto de resolución sobre Darfur, y, ¡voilà!, el lenguaje se modifica. Basta con insinuar discretamente que se podría utilizar el derecho de veto.
A lo mejor es que los chinos han aprendido mejor que nosotros, los occidentales, la lección del gran dirigente alemán Otto von Bismarck. Por supuesto, el canciller decimonónico hablaba a veces en público (un ejemplo es su famoso discurso de “la sangre y el hierro” sobre la unificación de los Estados alemanes), pero, en general, prefería lograr sus objetivos mediante el arte de gobernar, la diplomacia y la negociación. Sus triunfos, hasta el último instante de sus veinte años como primer canciller de Alemania, fueron extraordinariamente numerosos.
Lo más impresionante de todo era la tranquilidad de Bismarck cuando parecía que las rivalidades entre los Estados balcánicos y varias de las grandes potencias amenazaban con la posibilidad de una guerra europea a gran escala. En torno a 1870 y 1880, los ejércitos sólo podían luchar en los meses más cálidos, por lo que las amenazas de conflicto surgían en dichos periodos. Sin embargo, en verano, Bismarck prefería retirarse a su casa de campo, se negaba a recibir visitas y hacía que toda la correspondencia pasara por el Ministerio de Exteriores (y por las manos de su hijo Bill, que era subsecretario en ese ministerio). Las demás potencias, incapaces de descubrir cuáles eran las intenciones del Canciller de Hierro, empezaban a perder tiempo, porque nadie quería dar un paso sin saber cómo iba a reaccionar Berlín, cosa que, evidentemente, no podían saber durante las prolongadas ausencias de Bismarck. Y a medida que el tiempo se refrescaba, las posibilidades de acción militar disminuían.
Fue, claro está, un periodo históricamente especial y extraordinario: Alemania era el motor del sistema europeo de grandes potencias, Bismarck era un genio de la diplomacia y -lo más importante de todo- no estaba limitado por parlamentos, opinión pública y medios de comunicación, como lo están los políticos de hoy. Cierto es que sería ridículo pretender que nuestros dirigentes se tomaran dos o tres meses de vacaciones para descansar de la tarea de gobernar sus países.
Aun así, la actitud de Bismarck como ejemplo extremo de que “el silencio es oro”, y el modelo, más actual, de la reticencia demostrada por los dirigentes chinos a propósito de ciertos asuntos internacionales delicados, dan qué pensar. Aunque nuestros políticos no fueran capaces de permanecer callados mucho tiempo, y aunque no puedan apartarse del ruedo durante una temporada, ¿no podrían hacer la promesa de “callarse” durante un mes? Incluso bastaría con una semana. Por favor.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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