3 dic 2008

José Carlos Abascal un hombre congruente


José Carlos María Abascal Carranza (1949-2008)
Un muerte temprana apenas tenía 59 años de edad; descanse en paz.
Apenas el pasado 26 de noviembre la Universidad Anáhuac del Sur le había otorgado el grado de Doctor “Honoris Causa”. Ahí leyó parte de su ponencia doctoral en la que se refirió a su compromiso con la vida pública y con Dios. En su tesis aborda el desempeño del servidor público y la práctica de la religión. En su opinión "dar a Dios lo que es de Dios no es un asunto privado, es un asunto personal porque la fe no se le impone a nadie". Afirmó que, hoy más que nunca, la vida pública requiere de mujeres y hombres de vigoroso carácter moral, con una sólida formación espiritual y con un compromiso indeclinable de ser cristianos de tiempo completo al servicio de la nación.
Un dato que lo describe muy bien. Era martes 3 de octubre de 2006, comparecía en la Cámara de Diputados en el marco del análisis del VI Informe de Gobierno del presidente Fox, entonces el diputado Othón Cuevas Córdova, integrante de la bancada del PRD, le pregunto: "... ¿Qué es lo que nos espera en Oaxaca, ya se ha preguntado? Comparto con usted señor secretario, una fe de la que me siento muy orgulloso y la hago pública. En nombre de Dios le pido: No a la represión. No a la represión en Oaxaca, señor secretario.
Abascal Carranza, contestó: "...porque de lo que sí estoy convencido, diputado Othón Cuevas, es de que la violencia engendra violencia, cuando la violencia pretende justificarse por sí misma. No se preocupe, señor diputado, en nombre de Dios no haremos absolutamente ninguna represión."
Trate muy poco al Sr. Abascal, la primera vez en un coloquio allá por 1999 cuando él era director de Vertebra me lo presentó Jorge Poo, un amigo comun. Y en efecto, se podía charlar con él aunque no se estuviera de acuerdo. Más de una vez le hice algunas críticas en mis comentarios de radio en IMER, Radio Capital y en la III emisión de Imagen Informativa, pero hay una frase que encierra mi posición con el abogado humanista, hijo de Salvador Abascal Infante dirigente de la UNS, exsecretario de Gobernación y Exsecretario del Trabajo y es de Voltaire:
"No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo"
José Carlos se graduó en 1973 en la ELD con una tesis titulada "Las relaciones entre el poder espiritual y el poder temporal"; años después escribió el siguiente texto, que recomiendo ampliamente y por eso lo pongo en esta bitácora:
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“El futuro de las ideas humanistas y demócrata cristianas”/ Carlos María Abascal Carranza,
Revista Bien Común 152, agosto de 2007. Fundación Preciado Hernández
Introducción
En este breve ensayo quiero abordar un tema que me parece de una enorme relevancia y actualidad, siendo quizá el gran tema para los católicos que nos dedicamos a la política. La
pregunta es clara; tiene una respuesta teórica sencilla, aunque la puesta en práctica es retadora; ¿cómo defender y promover las ideas humanistas y demócrata cristianas en un mundo caracterizado por la pluralidad y la diversidad de opiniones, posturas, convicciones y confesiones religiosas?
Procuraré dar una respuesta a la pregunta desde una perspectiva práctica. Llevo varias décadas en la lucha cívico-política y cada nueva experiencia complementa mi respuesta. Sigo aprendiendo. En ningún caso podemos plantear el tema como algo teórico, como algo que sólo pertenece al mundo de las ideas. Coincido con el gran filósofo Chesterton en que “todo buen pensamiento que no se convierte en palabras es un mal pensamiento, y toda buena palabra que no se vuelve acción es una mala palabra”.
Parafraseando y refraseando a Chesterton: Todo buen pensamiento que no se convierte en palabras es un pensamiento estéril y toda buena palabra que no se vuelve acción es una palabra impotente. No pretendo desarrollar grandes teorías filosóficas. Quiero más bien destacar algunos puntos emanados del magisterio social de la Iglesia católica, a la cual me honro en pertenecer, y de ciertos pensadores humanistas que han marcado mi actuación como político.
Quiero comenzar subrayando que los fieles laicos tenemos la obligación de participar en política. Así nos lo recuerda Juan Pablo II en la exhortación apostólica postsinodal Christifideles Laici. Ahí nos dice que: “nuevas situaciones, tanto eclesiales como sociales, económicas, políticas y culturales, reclaman hoy, con fuerza muy particular, la acción de los fieles laicos. Si el no comprometerse ha sido siempre algo inaceptable, el tiempo presente lo hace aún más culpable. A nadie le es lícito permanecer ocioso”. (Exhortación apostólica postinodal Christifideles Laici, 1988, no 3.)
A nadie le es lícito permanecer ocioso. ¡Que fuerza tiene esta frase! A través de ella el Santo Padre nos hace ver que como fieles laicos no podemos mantenernos en nuestra casa, que estamos llamados a ser obreros en su viña, que no debemos incurrir en uno de los pecados más graves para un cristiano: el de omisión. Pero ése mandato no sólo va a dirigido a los católicos sino a todo hombre público de buena voluntad, más allá de ideologías o creencias religiosas. Asimismo, el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia afirma que: “la participación en la vida comunitaria no es solamente una de las mayores aspiraciones del ciudadano, llamado a ejercitar libre y responsablemente el propio papel cívico con y para los demás, sino también uno de los pilares de todos los ordenamientos democráticos, además de una de las mejores garantías de permanencia de la democracia”. (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, México, Conferencia del Episcopado Mexicano, 2005, p. 105.)
Frente a nosotros tenemos un mundo que dista mucho de ser homogéneo o uniforme. Se nos presenta una sociedad expectante, necesitada tanto de soluciones a sus problemas más sentidos como de una guía espiritual. Conviene advertir, entonces, que las comunidades que integran nuestras sociedades no pueden entenderse ya sólo como un gran todo social. Por el contrario, nos desarrollamos en un mundo que es diverso y en el que impera la pluralidad. Así, el diálogo emerge no solamente como un deber ético sino como una verdadera necesidad para poder llegar a certezas comunes con quienes no comparten nuestra forma de pensar.
Los que asumimos las ideas humanistas de inspiración cristiana vivimos, actuamos y nos desarrollamos en el contexto de las sociedades plurales. A esa pluralidad debemos verla simplemente como el signo de nuestros tiempos en una era en la que el ser humano es incapaz de procesar todos los estímulos que recibe a través de los medios masivos electrónicos, el internet, el cine, la mercadotecnia. La pluralidad de nuestros tiempo se parece más a la ausencia de ideas propias o a la aceptación irreflexiva de propuestas carentes de valor antropológico.
Y, justamente, buena parte de nuestra contribución a la sociedad moderna consiste en llevar el mensaje del humanismo trascendente en medio de esta realidad. Ese es un esfuerzo que en no pocas ocasiones ha sido encabezado por políticos cristianos. Me viene a la cabeza el ejemplo de Konrad Adenauer, de Robert Schuman o de Alcides de Gasperi, quienes levantaron una nueva institucionalidad en Europa y tendieron puentes de acuerdo entre sociedades agraviadas y enfrentadas por conflictos muchas veces ancestrales. El diálogo ha sido el factor por excelencia que ha permitido a las nuevas democracias consolidarse como sociedades más humanas.
La modernidad, su crisis y la reacción posmoderna La época que nos ha tocado vivir está marcada por la crisis de la modernidad. Este término, “modernidad”, agrupa diversas corrientes de pensamiento, producto de la Ilustración, cuya esencia es la concepción del hombre y de la sociedad como liberadas de toda referencia a una realidad trascendente. Esta cosmovisión inmanentista y secularista tiene una confianza casi absoluta en que el conocimiento racional y científico le garantizará a la humanidad un proceso creciente de bienestar material y de progreso. La ética se convierte en algo totalmente subjetivo, pluralista, que ha superado los prejuicios religiosos, y la política emerge como algo absolutamente secularizado, que habrá de llevar a los pueblos a un desarrollo lineal.
Pero esa modernidad, en la que están inspiradas diversas ideologías como el liberalismo o el marxismo, y que sirvió de faro tanto a izquierdas como a derechas, hoy está en crisis. Sus teorías, sus principios y sus valores entraron en cuestionamiento desde la realidad social misma. Además de que no cumplió con la promesa de una sociedad libre del flagelo de la pobreza y la inequidad, y gobernada por la luz de la razón, la modernidad, paradójicamente, no resolvió los ideales de libertad, igualdad y fraternidad que planteaba desde sus versiones de la izquierda y la derecha.
La experiencia histórica nos demostró, no sin dramatismo y muerte, que hasta los medios más racionales pueden estar al servicio de los fines más irracionales, y así vimos pasar frente a nosotros guerras fratricidas, armas de destrucción masiva, depredación del medio ambiente o corrupción criminal. Los avances tecnológicos, producto del desarrollo de la ciencia, no siempre se tradujeron en herramientas a favor del hombre, sino que en no pocas ocasiones se revirtieron en su contra y se convirtieron en sus peores enemigos. Frente a esta modernidad declinante y en crisis surge la etapa posdemocrática que muchos llaman “posmoderna”. Ésta no cuestiona las premisas de la modernidad pero critica su proyecto, al que acusa de no haber logrado la emancipación humana. El pensamiento posdemocráctico, posmoderno, sin proponer realmente una agenda de cambio, postula una ruptura con el orden disciplinario y convencional de la modernidad, desconfiando de sistemas y de absolutos.
Los individuos ya sólo quieren vivir el presente, y el futuro, sobre todo el colectivo, pierde importancia. Así, vemos que los estados toman decisiones que destruyen la premisa democrática fundamental: la igualdad esencial de todos los hombres expresada en los derechos universales del hombre, por ejemplo, mediante el aborto. Las democracias más “avanzadas” suponen que pueden imponer la democracia a todos los pueblos; la libertad, que es como la sangre que circula por el organismo democrático, se ha tornado libertinaje; la pretensión de dominio de los estados democráticos más fuertes pasa por encima de cualquier principio democrático para alcanzar su propósito. La participación ciudadana, pilar de la democracia, va siendo relegada en aras del interés económico de las grandes corporaciones y del poder creciente de los medios masivos de comunicación.
Es la época del desencanto, de la negación de la política, de la desilusión por el porvenir. El desvanecimiento de las ideas conduce a un secularismo crudo, desnudo, y a una ética acérrimamente individualista y hedonista, donde lo que se pretende es maximizar el placer y la utilidad. Se renuncia a los ideales. Es el tiempo del relativismo, del culto al cuerpo, del consumismo, del desarraigo. Algunos autores, como Pilles Lipovetsky, incluso la han considerado como la era del vacío, como el imperio de lo efímero. (Gilles Lipovetsky, La era del vacío, España, Anagrama, 1996) .
Se exalta la pluralidad ética como valor absoluto y, en no pocas ocasiones, se exige como requisito para poder convivir en ella la renuncia a los principios propios, los cuales son considerados como fuente potencial de conflictos o intolerancias. Hoy, nos dice Rodrigo Guerra, los políticos han ingresado en la moderación y hasta en el escepticismo respecto del valor de los contenidos ideológicos, y han girado hacia la búsqueda de la pragmatización de las propuestas de acción política, generando un debilitamiento de las aspiraciones democráticas de la sociedad y una anomia ideológica acompañada por un pragmatismo utilitarista. (Rodrigo Guerra, Como un gran movimiento, Fundación Rafael Preciado Hernández, México, 2007, p. 25.)
El futuro del humanismo trascendente
Ante esta situación no debe extrañarnos que el cristiano, sobre todo aquél que ha decidido participar en la vida pública, y en general todo aquel que ha sido formado en la doctrina del humanismo trascendental, experimente un sentimiento de gran perplejidad, cuando no de franca vacilación.
Surgen inevitablemente las preguntas: ¿qué debe hacer el cristiano que actúa en política? ¿Cuál es el futuro de las ideas humanistas en un mundo fragmentado, escéptico, confuso? En México durante décadas estaba prácticamente prohibido asumirse como católico en la vida pública.

Los católicos, siendo una gran mayoría, estábamos casi condenados a la clandestinidad. Desde la segunda mitad del siglo XIX se impuso un laicismo fanático, intolerante, que reducía los valores cristianos únicamente a la esfera de lo privado, y a veces ni siquiera ahí se les permitía desarrollarse con libertad, produciendo una verdadera esquizofrenia social.
Pasó entonces lo imaginable: los católicos, como bien señaló alguna vez Carlos Castillo Peraza, sucumbimos al complejo de pieles rojas: en la reservación nos poníamos las plumas y los mocasines e invocábamos al Gran Espíritu, pero después derrotados por la modernidad liberal, nos disfrazábamos de blancos para vivir tranquilos, sin temor a la burla y al adjetivo.
Esto hizo que surgieran dos posiciones.
Primero, la del católico acomodaticio que, acomplejado e incapaz de dar respuesta a la modernidad ilustrada, optó por disolverse en ella, reduciendo su identidad a la vida privada y anónima, estableciendo una separación radical entre su fe y sus valores y las instituciones públicas. Frente a este cristianismo anónimo se levantó la postura integrista, igualmente ineficaz, que decidió vivir en el gueto, atrincherada, olvidada de un mundo del cual no se sentía parte y que lo podía contaminar. Así pues, se cometieron dos excesos, la disolución del catolicismo en la cultura moderna, hedonista, materialista y pragmática, y el congelamiento inmovilista del cristiano frente al mundo moderno.
Pero pareciera que éste no fue un fenómeno exclusivo de nuestro país.
Los católicos, como lo señaló José Luis Aranguren, oscilamos del rechazo total de la cultura moderna a su aceptación total indiscriminada, y a la consecuente marginación de nuestra historia y de nuestros valores. Esto como producto, en buena medida, de las presiones de cierta intelectualidad laicista que ha pretendido imponer la idea de que la fe está completamente separada del mundo y que no tiene nada que ver con la historia. No es exagerado afirmar que el significado de las palabras de Jesús en el Evangelio, “dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”, ha sido tergiversado y manipulado por unos y otros.
Pero lo anterior no solamente pasó con los católicos sino con todos aquéllos, de diversas y ricas tradiciones ideológicas, que postulaban una visión de la sociedad y de la política inspirada en valores trascendentes e inmutables. ¿Cómo actuar, entonces, en un mundo que, como ya se mencionó, presenta retos inéditos y especialmente complejos para quienes aceptan ser luz del mundo y sal de la tierra en la vida pública?
Por otra parte, es necesario reconocer que la pluralidad y la necesidad del diálogo traen consigo varios desafíos para los cristianos. El principal de ellos es aceptar a la otra persona, considerarla como nuestro prójimo, respetar su dignidad. Más que tolerancia, el cristiano debe tener solidaridad.
Más aún, a la luz del mandamiento del amor, el cristiano debe promover el amor en la vida pública, en especial en la política. Pero no debe confundirse la necesidad de dialogar con el equívoco y relativista argumento de que todas las ideas son verdaderas o, peor aún, que ninguna de ellas lo es. Hay ideas verdaderas e ideas falsas; sin embargo todas las personas son verdaderamente personas. Las ideas se defienden, se argumentan, se difunden y se contrastan, no se imponen. A las personas se les respeta siempre. La pluralidad no puede significar nunca la renuncia a las propias convicciones.
¿O acaso puede generarse una vida democrática a partir del escepticismo, es decir, de la afirmación de que no es posible acceder a la verdad o de la negación de que la verdad existe? Desde luego que no. Cito nuevamente a Carlos Castillo Peraza: “si mi verdad y tu verdad son lo único; si no se afirma que existe la verdad, entonces lo verdadero va a ser decidido por el más fuerte y sobrevendrá la opresión”. (Carlos Castillo Peraza, El Porvenir Posible, Fondo de Cultura Económica-Fundación Rafael Preciado Hernández, México, 2006, p. 346.)
Y es que la democracia necesita de valores absolutos para existir. El relativismo intelectual o moral, manipulable además por las “mayorías”, es el fundamento de la posdemocracia que acabará siendo antidemocracia.
Sólo desde la identidad propia es posible dialogar con quienes no piensan como uno. Sólo dejando atrás los complejos y teniendo seguridad en lo que se afirma, es como uno puede ser válido interlocutor con la contraparte. La política requiere superar el escepticismo pragmático y responder a las preguntas que están en boca de los ciudadanos.
En la encíclica Sollicitudo ReiSociallis, Juan Pablo II nos dice que el católico debe luchar porque su propia visión pueda ser considerada tan valiosa como cualquier otra en la edificación de las estructuras políticas, en la formulación de las decisiones de las que depende el desarrollo y, en consecuencia, la paz. Dicho de otro modo: al mismo tiempo que debe actuar en el seno de una sociedad plural, debe rechazar esa supuesta “modernidad” que identifica lo público con lo estatal y que atribuye de manera única al Estado la fundación axiológica y jurídica de la convivencia humana, generando así un laicismo intolerante e irrespetuoso con la verdadera libertad religiosa.
Y esas decisiones pendientes en las que tenemos el deber de influir, implican asumir el reto de poner a la persona humana en el centro del desarrollo. Bien podríamos establecer unos puntos en común que deberíamos asumir todos aquéllos que nos identificamos con el humanismo trascendente:
1. La defensa de la sacralidad de la vida humana.
2. La promoción de la familia, comunidad estable de amor entre una mujer y un hombre.
3. La eliminación de la miseria y la reducción de la pobreza.
4. El respeto a los Derechos Humanos: niñas, niños, mujeres, migrantes, ancianos.
5. La consolidación de la paz: contra la violencia y el terrorismo.
6. La lucha contra causas de mayor mortalidad infantil y materna VIH-sida.
7. El acceso de todos a salud básica y medicinas.
8. La conservación y protección del entorno.
9. La aplicación de la Ley y de los tratados con pleno respeto al orden natural.
10. La matriculación universal en educación básica y la elevación de la calidad de los contenidos y la formación en valores morales.
11 . La eliminación de cualquier forma de discriminación.
12 . Las alianzas globales para la competitividad y tecnología compartidas.
13. El fortalecimiento y, en su caso, la recuperación del sentido social de medios masivos.
14 . La cooperación global para el combate al crimen organizado y a todas las formas de adicción.
15. El fortalecimiento de la identidad cultural de todos los pueblos.
Quienes nos adscribimos al humanismo no podemos dejarnos asfixiar por la estridencia de las diversas voces de la sociedad contemporánea, so pena de quedarnos inmóviles en medio de los escollos, los peligros y los límites que la situación nos muestra. Por el contrario, debemos participar, plenamente, con identidad propia, del universo de las decisiones políticas.
Lo que está en juego es el bien común. Para avanzar en su edificación debemos postular el primado de la política como ciencia, arte y virtud, que mediante el diálogo construye las condiciones adecuadas para propiciar la plena realización temporal de las personas y para propiciar también la expansión del espíritu en un marco de pleno respeto y promoción de los derechos humanos. Sin embargo, hay que enfatizar que si la política parte de una concepción mutilada del ser humano, acabará por ser su adversaria y opresora. Una auténtica democracia posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana.
El humanismo trascendente de inspiración cristiana afirma que la persona humana, espíritu encarnado o cuerpo espiritualizado, está dotada de inteligencia para conocer la verdad, y de voluntad para adherirse a ella y hacerla su bien; posee conciencia para discernir el bien y el mal; es individuo desde su concepción, hasta su muerte natural, único e irrepetible y, al mismo tiempo, de naturaleza social; es libre con responsabilidad; está dotada de la capacidad de amar; está ordenada hacia su bien por medio de principios morales escritos en su corazón; está protegida por derechos humanos anteriores y superiores al Estado; está llamada a la felicidad temporal y eterna; y está revestida de una dignidad infinita.
El humanismo trascendente afirma que la persona es principio y fin inmediato de la familia y del Estado. Esta aportación constituye un patrimonio ético que va más allá de las fronteras de cualquier confesión religiosa y ofrece un terreno común de convivencia a quienes no comparten la fe. Supone considerar a la persona como poseedora de una dignidad y de un valor absoluto incuestionables en todas las etapas de su vida, desde el momento mismo de su concepción y hasta su muerte natural.
De esta visión se derivan obligaciones prácticas específicas, como el diseño de políticas públicas que respeten y promuevan esta noción de persona en y desde la familia, a partir de los principios básicos de la convivencia humana: la solidaridad, la subsidiariedad, la participación, la justicia, el bien común.
Así, las ideas humanistas y demócrata cristianas, fundadas en la filosofía, la sociología, la historia y las ciencias en general, deben ser una fuente de vida, en un mundo no pocas veces dominado por la cultura de la muerte; de ellas debe brotar esperanza, ilusión y pasión por un mundo mejor. Necesitamos formar una juventud llena de ideales y de esperanza, a partir de un realismo sereno. Una juventud sin ideales de amor, justicia y orden es una juventud decadente, valga la contradicción. Y es que los ideales son la adrenalina del espíritu.
Son estas ideas, sostenidas y vividas por los laicos comprometidos, precisamente desde su laicidad, las que deben contribuir a la humanización de este mundo convulso, de realidades descarnadas, de necesidades sociales cuyo alivio no admite dilación. Llevando el pensamiento socialcristiano al diálogo con otros actores sociales y políticos y, al mismo tiempo, proyectándolo en la forma de nuevas iniciativas de leyes y de políticas públicas de nuestro tiempo, lograremos una verdadera humanización de la sociedad en dos niveles necesarios: el nivel de la conciencia que necesita esperanza en el futuro y el nivel de las condiciones sociales que tanto pueden y deben mejorar la situación material y espiritual de todas las personas, en particular la de los más pobres, la de los más débiles, quienes les fueron especialmente encomendados al hombre.
Y que quede claro que de ninguna manera hablamos de Estado confesional. Afirmamos que la laicidad, entendida como legítima autonomía entre las esferas civil y política y la religiosa y eclesiástica –pero nunca respecto de la esfera moral– es un valor adquirido por las sociedades contemporáneas que pertenece al patrimonio de la civilización.
El liderazgo humanista Con lo dicho hasta ahora, podemos delinear un concepto de líder humanista trascendente. Líder es quien inspira y guía a un grupo humano para conjugar de forma solidaria y subsidiaria el ejercicio de la libertad de los seguidores (voluntades y talentos) con la capacidad de concebir y transmitir un ideal realizabl e para que el grupo humano alcance (eficacia) su bien común armónico con el de la sociedad en el Estado mediante su capacidad (la del líder) de amar, saber y servir. Este tipo de liderazgo hará especialmente amable nuestra propuesta humanista trascendente.
Juan Pablo II nos recordó, enfáticamente, el ¡no tengáis miedo! Hoy más que nunca es esta la actitud con la que debemos enfrentar los retos.
Quiero recordar también un pensamiento contenido en la encíclica Sollicitudo Rei Sociallis, de este papa tan extraordinario que marcó mi generación y que inspiró la vocación política de muchos, desde luego la mía: “No se justifican ni la desesperación, ni el pesimismo, ni la pasividad. Aunque con tristeza, conviene decir, que así como se puede pecar por egoísmo, por afán de ganancia exagerada y de poder, se puede faltar también –ante las urgentes necesidades de unas muchedumbres hundidas en el subdesarrollo– por temor, indecisión y, en el fondo, por cobardía. Lo que está en juego es la dignidad de la persona humana, cuya defensa y promoción nos han sido confiadas por el Creador, y de las que son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y las mujeres en cada coyuntura de la historia. Cada uno está llamado a ocupar su propio lugar”. (Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, 1987, No. 47.)
La crisis de la posdemocracia es, a mi juicio, evidente; pero es también evidente un renacimiento del humanismo trascendente con el que cada vez más personas, cristianos y personas de buena voluntad se comprometen.

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