Este miércoles 22 de enero recibí -al igual que a varios personas más- un correo de Guillermo Ramírez (El Memo); donde nos envía un artículo de Marcelino Perelló y la siguiente nota:
"Asunto: UN ANTOJO, LA ESCUDELLA. ¿ALGUIEN SABE DONDE, APARTE DE LA CASA DE LA MERCE SE SIRVE? (La Mercé es la hermana de Marcelino Perelló).
Y reta: "EL O LA QUE ME INDIQUE EN QUE RESTAURANTE, MESON, FONDA O CANTINA SE PREPARA Y SIRVE RECIBIRA UNA INVITACION DE MI PARTE A ECHARLE DIENTE .
(Ah) Y MI AGRADECIMIENTO ETERNO,
SALUDOS."
Guillero Ramírez.
Ante tal preocupación de mi amigo, subo este petición a todo mundo. Comprenderán que no puedo dejar que Memo delite ese platillo catalan.
Rogelio Hernández respondió de lo preparan en El Orreo.
Que raro que Memo no supiera. Justo hace unos días me recomendó el lugar. Me dijo que ahí se servía abundante comida de 5 tiempos. Dice que el iba de jovén y se quedaba dormida en La Alameda (después de tremenda comida).
Dice Rogelio que en ese lugar "además hay una carta de platos asturianos, valencianos y madrileños. Las bebidas nacionales fuertes cuestan 42 y no se fuma."
Véamos si hay el platillo en el lugar, si es así Memo le debe la comida Rogelio. Y si nos invita.. pues vamos.
Ah, por ciertto, Memo, si te interesa encontré la receta en internet: http://guisando.org/escudella-catalana
Tú dices si te animas a prepararla, el Abel pone su casa.
Yo me apunto y llevó el hueso de espinazo, y las ganas de comer.
***
L'Escudella/Marcelino Perelló
Pubicado en Excélsior, 31 de diciembre de 2008;
La comida es un ritual. El mito y el rito. No se trata sólo de “restaurarse”, ni siquiera únicamente de obtener placer. Aunque el comer ofrezca a menudo las dos cosas. Se come cuando toca comer. Aunque no tenga uno hambre. Por lo general, sin embargo, cuando toca comer, aparece, automáticamente, el hambre.
Comer es un rito. Cuando la mamá insiste en zambutirle la papilla asquerosa en la boca cerrada a cal y canto del pequeño, está cumpliendo un ritual. Toca comer. Podría perfectamente esperar a que el bodoque llorara de hambre, y entonces se tragaría goloso y voraz lo que le pusieran enfrente. Pero no. Toca comer y vas a comer. El aprendizaje del rito.
No es la salud lo que está en juego. Es la cultura. Si es necesario, la señora le hará el avioncito al chilpayate rejego, con tal de tomarle el pelo y obligarlo a tragarse el menjurge infernal. Y yo me pregunto: si no quiere engullir la papilla, ¿cómo pretende la buena mujer que se coma un avión? Pero de lo que se trata es precisamente eso: aprende que hay que comer cuando hay que comer. El apetito es lo de menos.
Ese carácter mítico, ritual, de la comida permanecerá incrustado en la conciencia, y sobre todo en el inconsciente del hombre “civilizado”, durante toda la vida, hasta el último suspiro. Excepto para los muy enfermos y para los teporochos. Que tal vez se verán obligados a comer por la vena, unos, y cuando haya modo, los otros. Cuando el reloj dicta, vamos a sentarnos a la mesa. No se trata de ingerir, se trata precisamente de eso: sentarse a la mesa. Con la familia, los amigos e incluso solo. A veces, incluso, se sienta uno de pie, en la taquería de la esquina. Junto a desconocidos, igualmente sentados de pie, que lo ven a uno chorrear la salsa con afecto y complicidad. El que el comer sea necesario para la sobrevivencia es sólo un pretexto. El goce está en otra parte, en el cumplimiento del rito.
Ese carácter mítico del comer se acentúa, por supuesto, en los días especiales. En los días míticos. Uno de los cuales, sin duda, tal vez el principal, es, en los cristianos, la Navidad. La cena de Nochebuena no tiene nada que ver con la necesidad corporal de calorías y proteínas. Tiene que ver con otras cosas, mucho más complejas. Y que remiten más a la antropología que a la biología.
Incluso el menú de la cena de Navidad es más o menos fijo, canónico. En México, romeritos con camarones pacotilla —a los que detesto, dicho sea de paso; tanto a las hierbas como a los escuálidos crustáceos—, bacalao con aceitunas y guajolote relleno.
Ya no decimos “guajolote”, decimos “pavo”. Ha de ser eso que llamamos globalidad. La cosa no deja de ser curiosa. Si está vivo, los mexicanos seguimos llamándolos guajolotes. Nadie diría, por ejemplo, “se atravesó un pavo por la carretera”. El que se atreviesa es un guajolote. Pero una vez atropellado, o congelado en los estantes de la Cómer, se convierte automáticamente en pavo.
Los catalanes también tienen, y tal vez más que nadie, un rito navideño. Muy especial. Celebran la Navidad no la noche del 24, sino al mediodía del 25. Y la comida siempre es exactamente la misma: escudella y carn d’olla. “Escudella” quiere decir, literalmente, caldero. Y, por metonimia, lo que contiene. Un caldo riquísimo, en todos los sentidos de la palabra. Se utilizan, en principio, las cuatro carnes: res, puerco, gallina y cordero. Cada una representando a uno de los evangelistas.
La Mercè, mi hermana, que cada Navidad la prepara, y tiene la humorada de lanzarse al mercado de San Juan a conseguir los mejores ingredientes, no le pone cordero. Quesque porque no le gusta. Como si eso tuviera alguna importancia. Creo que al que se chinga es a San Lucas. A pesar de su herejía, su escudella no tiene madre. Este año fue mejor que nunca.
La escudella lleva además un titipuchal de verduras: zanahoria, garbanzos, col, apio, poro... Qué sé yo. Se sirve separado. Primero el puro caldo, con “galets”, unos canelones huecos, digamos, y harto queso parmesano. Y después se sirve la “carn d’olla”, es decir, todos los ingredientes que sirvieron para hacer el caldo. Carnes y legumbres. Bien regadas con aceite de oliva. Un lugar especial lo ocupa la “pilota”, un albondigón, de res y gallina, que es la madre de la escudella. Una buena pilota es la garantía de una buena escudella.
La escudella, sostiene mi querido y sabio Rafael Pérez Pascual, es el único gran platillo, vigente en el mundo, en el que no se utilizan ingredientes americanos o asiáticos. Se prepara hoy exactamente como se hacía en la Edad Media.
Después, cuando ya no tiene uno el menor asomo de hambre (pero ya quedamos que eso no tiene ninguna importancia) se sirve el capón relleno de ciruelas, piñones y salchichas. Y que, cuando se instala en el centro de la mesa, uno mira con tristeza. El capón se goza sólo al día siguiente, en el recalentado. Pero lo tiene uno que probar. Es a güevo. A los catalanes no les gusta mucho el guajolote, que ellos llaman, con toda precisión, gall d’indi, gallo de indio.
Y, para terminar, cuando ya hace rato que uno está pidiendo paz, vienen los postres, igualmente canónicos: turrones, abanicos y barquillos, regados con un buen moscatel. Evidentemente, en el curso de este festín de Babette, no habrán faltado los vinos, tintos y blancos, y el champangne.
Finalmente, al cabo de unas cuatro o seis horas de haber estado sentado a la mesa, se autoriza levantarse. Pero no siempre puede uno inmediatamente. El ágape suele terminar con un par de mejorales. Es un auténtico suplicio. Pero qué se le va hacer. Es el rito. Y con el rito no se juega. Se cumple y basta.
Comer es un rito. Cuando la mamá insiste en zambutirle la papilla asquerosa en la boca cerrada a cal y canto del pequeño, está cumpliendo un ritual. Toca comer. Podría perfectamente esperar a que el bodoque llorara de hambre, y entonces se tragaría goloso y voraz lo que le pusieran enfrente. Pero no. Toca comer y vas a comer. El aprendizaje del rito.
No es la salud lo que está en juego. Es la cultura. Si es necesario, la señora le hará el avioncito al chilpayate rejego, con tal de tomarle el pelo y obligarlo a tragarse el menjurge infernal. Y yo me pregunto: si no quiere engullir la papilla, ¿cómo pretende la buena mujer que se coma un avión? Pero de lo que se trata es precisamente eso: aprende que hay que comer cuando hay que comer. El apetito es lo de menos.
Ese carácter mítico, ritual, de la comida permanecerá incrustado en la conciencia, y sobre todo en el inconsciente del hombre “civilizado”, durante toda la vida, hasta el último suspiro. Excepto para los muy enfermos y para los teporochos. Que tal vez se verán obligados a comer por la vena, unos, y cuando haya modo, los otros. Cuando el reloj dicta, vamos a sentarnos a la mesa. No se trata de ingerir, se trata precisamente de eso: sentarse a la mesa. Con la familia, los amigos e incluso solo. A veces, incluso, se sienta uno de pie, en la taquería de la esquina. Junto a desconocidos, igualmente sentados de pie, que lo ven a uno chorrear la salsa con afecto y complicidad. El que el comer sea necesario para la sobrevivencia es sólo un pretexto. El goce está en otra parte, en el cumplimiento del rito.
Ese carácter mítico del comer se acentúa, por supuesto, en los días especiales. En los días míticos. Uno de los cuales, sin duda, tal vez el principal, es, en los cristianos, la Navidad. La cena de Nochebuena no tiene nada que ver con la necesidad corporal de calorías y proteínas. Tiene que ver con otras cosas, mucho más complejas. Y que remiten más a la antropología que a la biología.
Incluso el menú de la cena de Navidad es más o menos fijo, canónico. En México, romeritos con camarones pacotilla —a los que detesto, dicho sea de paso; tanto a las hierbas como a los escuálidos crustáceos—, bacalao con aceitunas y guajolote relleno.
Ya no decimos “guajolote”, decimos “pavo”. Ha de ser eso que llamamos globalidad. La cosa no deja de ser curiosa. Si está vivo, los mexicanos seguimos llamándolos guajolotes. Nadie diría, por ejemplo, “se atravesó un pavo por la carretera”. El que se atreviesa es un guajolote. Pero una vez atropellado, o congelado en los estantes de la Cómer, se convierte automáticamente en pavo.
Los catalanes también tienen, y tal vez más que nadie, un rito navideño. Muy especial. Celebran la Navidad no la noche del 24, sino al mediodía del 25. Y la comida siempre es exactamente la misma: escudella y carn d’olla. “Escudella” quiere decir, literalmente, caldero. Y, por metonimia, lo que contiene. Un caldo riquísimo, en todos los sentidos de la palabra. Se utilizan, en principio, las cuatro carnes: res, puerco, gallina y cordero. Cada una representando a uno de los evangelistas.
La Mercè, mi hermana, que cada Navidad la prepara, y tiene la humorada de lanzarse al mercado de San Juan a conseguir los mejores ingredientes, no le pone cordero. Quesque porque no le gusta. Como si eso tuviera alguna importancia. Creo que al que se chinga es a San Lucas. A pesar de su herejía, su escudella no tiene madre. Este año fue mejor que nunca.
La escudella lleva además un titipuchal de verduras: zanahoria, garbanzos, col, apio, poro... Qué sé yo. Se sirve separado. Primero el puro caldo, con “galets”, unos canelones huecos, digamos, y harto queso parmesano. Y después se sirve la “carn d’olla”, es decir, todos los ingredientes que sirvieron para hacer el caldo. Carnes y legumbres. Bien regadas con aceite de oliva. Un lugar especial lo ocupa la “pilota”, un albondigón, de res y gallina, que es la madre de la escudella. Una buena pilota es la garantía de una buena escudella.
La escudella, sostiene mi querido y sabio Rafael Pérez Pascual, es el único gran platillo, vigente en el mundo, en el que no se utilizan ingredientes americanos o asiáticos. Se prepara hoy exactamente como se hacía en la Edad Media.
Después, cuando ya no tiene uno el menor asomo de hambre (pero ya quedamos que eso no tiene ninguna importancia) se sirve el capón relleno de ciruelas, piñones y salchichas. Y que, cuando se instala en el centro de la mesa, uno mira con tristeza. El capón se goza sólo al día siguiente, en el recalentado. Pero lo tiene uno que probar. Es a güevo. A los catalanes no les gusta mucho el guajolote, que ellos llaman, con toda precisión, gall d’indi, gallo de indio.
Y, para terminar, cuando ya hace rato que uno está pidiendo paz, vienen los postres, igualmente canónicos: turrones, abanicos y barquillos, regados con un buen moscatel. Evidentemente, en el curso de este festín de Babette, no habrán faltado los vinos, tintos y blancos, y el champangne.
Finalmente, al cabo de unas cuatro o seis horas de haber estado sentado a la mesa, se autoriza levantarse. Pero no siempre puede uno inmediatamente. El ágape suele terminar con un par de mejorales. Es un auténtico suplicio. Pero qué se le va hacer. Es el rito. Y con el rito no se juega. Se cumple y basta.
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