Volvemos en seis minutos/Francesc Escribano, periodista
Publicado en EL PERIÓDICO, 20/02/09;
Producir una hora de televisión o de cine requiere tiempo y gente. A veces, mucho tiempo; y casi siempre, mucha gente. Lo comprobamos cada vez que acaba un programa o una película y empiezan a salir créditos y créditos de nombres y más nombres de los profesionales que han intervenido en ellos. Sé que exagero, pero a veces lograr captar la atención del público es más complejo y casi tan caro como mandar un cohete al espacio. La inversión y el esfuerzo que requiere la producción audiovisual se justifica en la ambición de sus peculiares objetivos. En lugar de llegar a la Luna se pretende cada día llenar de sueños y de realidad la imaginación de millones de espectadores.
La industria audiovisual es la máquina más potente de creación de referentes colectivos. Si hacemos un repaso a nuestras paredes mentales buscando los pósteres que teníamos colgados, descubriremos que están llenos de rostros y de historias que proceden de la televisión, del cine… y, no lo olvidemos, también de la publicidad. Más allá de ser la principal fuente de financiación de esta actividad, la publicidad es el medio que mejor destila y condensa las virtudes y los defectos de esta industria. Por eso, a veces, con toda la gente necesaria para hacer una hora de televisión no basta para lograr 20 segundos de un buen anuncio. En definitiva, no se puede entender la televisión sin la aportación del imaginario procedente de la publicidad, porque la publicidad es televisión al cuadrado. Crea modelos, aporta referentes y, ante la pasividad, la ineficacia o la obsolescencia de instituciones clásicas, es uno de los mayores creadores de discurso moral en la sociedad de nuestros días.
PESE A que, como he dicho, me cuesta imaginar la televisión sin la publicidad y su dinero, en algunos países europeos, como Gran Bretaña, las cadenas públicas nunca han emitido anuncios. Ahora, con los vientos de la crisis soplando con fuerza y con la inversión publicitaria congelándose se reactiva el debate sobre la conveniencia de que los medios públicos lleven anuncios o no. Las televisiones privada se enfrentan a la temporada más dura de los últimos años, sabiendo que, aunque difícilmente perderán dinero, tendrán muchos menos recursos para volcar en la parrilla porque la publicidad va a medio gas. Los nervios están a flor de piel, la contraprogramación es más salvaje que nunca y estrenar una serie o un programa se ha convertido en una operación de alto riesgo. Se dedican más esfuerzos a procurar que fracase un estreno de la competencia que a acertar con la propia oferta. Si se consigue, por ejemplo, torpedear una nueva serie de ficción, las pérdidas serán millonarias y, lo que es más determinante en tiempos de crisis, la cadena afectada no tendrá capacidad económica para encontrar una alternativa de programación que sea suficientemente competitiva.Ante esta situación, los responsables de las televisiones privadas, que siempre habían envidiado la doble vía de financiación de las teles públicas, reclaman que acabe este privilegio, que consideran intolerable, y piden una solución radical. Si les faltaban argumentos y ejemplos, las nuevas medidas que Nicolas Sarkozy ha puesto en marcha en Francia les dan, además, un nuevo ídolo que les gustaría que fuera imitado. Desde el 5 de enero, la TV pública francesa ha eliminado la publicidad en el prime time como paso previo a hacerla desaparecer del todo a partir del 2011. La decisión de Sarkozy se fundamente en una vieja reivindicación de la izquierda que reclamaba más libertad creativa y menos ataduras y condicionantes comerciales en la oferta pública.No parece que estas sean las razones que hayan justificado la medida. No sé si es lo que se buscaba, pero lo que han logrado es favorecer los intereses de las cadenas privadas y, de paso, un control gubernamental más directo de los medios públicos. La disminución de ingresos que tendrán las televisiones será compensada por una mayor aportación económica por parte del Gobierno que, de paso, decidirá los nombres de los máximos responsables de los medios, unos nombramientos que antes de este cambio eran prerrogativa del CSA, el consejo regulador del audiovisual en Francia. La primera semana tras la nueva medida, la audiencia de las televisiones públicas aumentó de forma notable. Ahora, pasada la novedad, los ingresos publicitarios se han redistribuido y el equilibrio entre cadenas ha vuelto, más o menos, donde estaba.
TAL VEZ EL debate entre el sector público y privado, visto desde la perspectiva de los espectadores, de los ciudadanos, no es tanto “anuncios, sí o no” como la calidad de la programación. El problema es que los programas se parecen tanto entre ellos que podrían saltar de una cadena a otra sin que importe demasiado si la titularidad es pública o privada. Por más goloso que pueda parecer el ejemplo francés a los emisores privados, la situación de España es singular y se parece poco a la del resto de Europa. La mayoría de televisiones públicas europeas se financian con un canon, que es un impuesto directo, y algunas también con publicidad. En nuestro país, un impuesto directo para la televisión sería tan inviable que ni tan solo es planteable. Además, la televisión sin publicidad es menos televisión. Porque, aparte de la calidad y el atractivo de los que nos vende, ¿qué haríamos sin aquel aviso que nos advierte de que volverán en seis minutos? ¡Con la de cosas que hacemos en esos seis minutos!
PESE A que, como he dicho, me cuesta imaginar la televisión sin la publicidad y su dinero, en algunos países europeos, como Gran Bretaña, las cadenas públicas nunca han emitido anuncios. Ahora, con los vientos de la crisis soplando con fuerza y con la inversión publicitaria congelándose se reactiva el debate sobre la conveniencia de que los medios públicos lleven anuncios o no. Las televisiones privada se enfrentan a la temporada más dura de los últimos años, sabiendo que, aunque difícilmente perderán dinero, tendrán muchos menos recursos para volcar en la parrilla porque la publicidad va a medio gas. Los nervios están a flor de piel, la contraprogramación es más salvaje que nunca y estrenar una serie o un programa se ha convertido en una operación de alto riesgo. Se dedican más esfuerzos a procurar que fracase un estreno de la competencia que a acertar con la propia oferta. Si se consigue, por ejemplo, torpedear una nueva serie de ficción, las pérdidas serán millonarias y, lo que es más determinante en tiempos de crisis, la cadena afectada no tendrá capacidad económica para encontrar una alternativa de programación que sea suficientemente competitiva.Ante esta situación, los responsables de las televisiones privadas, que siempre habían envidiado la doble vía de financiación de las teles públicas, reclaman que acabe este privilegio, que consideran intolerable, y piden una solución radical. Si les faltaban argumentos y ejemplos, las nuevas medidas que Nicolas Sarkozy ha puesto en marcha en Francia les dan, además, un nuevo ídolo que les gustaría que fuera imitado. Desde el 5 de enero, la TV pública francesa ha eliminado la publicidad en el prime time como paso previo a hacerla desaparecer del todo a partir del 2011. La decisión de Sarkozy se fundamente en una vieja reivindicación de la izquierda que reclamaba más libertad creativa y menos ataduras y condicionantes comerciales en la oferta pública.No parece que estas sean las razones que hayan justificado la medida. No sé si es lo que se buscaba, pero lo que han logrado es favorecer los intereses de las cadenas privadas y, de paso, un control gubernamental más directo de los medios públicos. La disminución de ingresos que tendrán las televisiones será compensada por una mayor aportación económica por parte del Gobierno que, de paso, decidirá los nombres de los máximos responsables de los medios, unos nombramientos que antes de este cambio eran prerrogativa del CSA, el consejo regulador del audiovisual en Francia. La primera semana tras la nueva medida, la audiencia de las televisiones públicas aumentó de forma notable. Ahora, pasada la novedad, los ingresos publicitarios se han redistribuido y el equilibrio entre cadenas ha vuelto, más o menos, donde estaba.
TAL VEZ EL debate entre el sector público y privado, visto desde la perspectiva de los espectadores, de los ciudadanos, no es tanto “anuncios, sí o no” como la calidad de la programación. El problema es que los programas se parecen tanto entre ellos que podrían saltar de una cadena a otra sin que importe demasiado si la titularidad es pública o privada. Por más goloso que pueda parecer el ejemplo francés a los emisores privados, la situación de España es singular y se parece poco a la del resto de Europa. La mayoría de televisiones públicas europeas se financian con un canon, que es un impuesto directo, y algunas también con publicidad. En nuestro país, un impuesto directo para la televisión sería tan inviable que ni tan solo es planteable. Además, la televisión sin publicidad es menos televisión. Porque, aparte de la calidad y el atractivo de los que nos vende, ¿qué haríamos sin aquel aviso que nos advierte de que volverán en seis minutos? ¡Con la de cosas que hacemos en esos seis minutos!
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