2 ene 2010

Copenhague

El macabro vodevil de Copenhague/José Vidal-Beneyto, director del Colegio Miguel Servet de París y presidente de la Fundación Amela
Publicado en EL PAÍS, 02/01/10;
A Juan López de Uralde, honor de la sociedad civil
La literatura ha invadido todos los ámbitos de la comunicación, sobre todo de la escrita, y ha impuesto sus valores, sus pautas, sus modos y sus gentes. A la literaturización del pensamiento, hoy ya culminada, ha seguido esta apoteosis literaria de los medios de comunicación, que otorga a los literatos los mayores loores y los mejores espacios y consagra la autocalificación de escritor, que es la que más abunda hoy en los diarios, como signo de demarcación de la excelencia, como razón de pertenencia a la tribu de los elegidos. Los periodistas propiamente dichos quedan reducidos a la condición de curritos, de correveidiles de la noticia, por no hablar de los expertos, sobre todo de los científicos sociales, obstinados mendicantes de un hueco en el que colar sus análisis y reflexiones. Para profundizar esta perspectiva ver: Oskar Negt y Alexander Kluge, Öffentlichkeit und Erfahrung (Suhrkamp, 1972) y Serge Halimi, Les nouveaux chiens de garde (Liber-Raisons d’agir, 1997).
El escritor, en cambio, dispone de todas las oportunidades para que, ignorando el saber acumulado sobre la mayoría de los grandes problemas y cuestiones, se lance a cuerpo limpio a la presentación de sus más banales ocurrencias, eso sí, con la brillantez que le confiere su consabida destreza retórica. Es posible que algún literato nos objete que la casi totalidad del patrimonio de conocimientos sociológicos, políticos, económicos, históricos y psicológicos, en particular los primeros, de que disponemos, se caracterizan por su pretensión cientifista, que en definitiva es mostrenco academicismo, lo que los hace absolutamente irrelevantes (vid Jürgen Ritsert, Inhaltsanalyse und Ideologiekritik, 1972, sobre todo el cap. 4), es decir, inutilizables, para adentrarnos en el conocimiento de la realidad. En lo que quizá no les falte razón, pero frente a ello sólo nos queda el machadiano “hacer camino al andar”.
En cualquier caso, si hubiésemos tenido en cuenta las enseñanzas de la geopolítica -el reader de Le Monde Diplomatique, “Geopolítica del caos”, 1992, con un sabroso prólogo de Ignacio Ramonet, podía haber sido una excelente introducción- así como el saber sobre los siniestros juegos de poder, no habríamos errado tanto, a propósito de Copenhague, ni en cuanto a nuestras esperanzas, ni en cuanto a sus frustraciones. Pues es bien sabido que las dos armas de poder son la fuerza y la violencia, pero adobadas por la manipulación y la mentira. Respecto de ésta, poco se ha dicho más cabal que las reglas de uso que nos proponía Jonathan Swift en 1712 en su panfleto The Art of Political Lying. Por lo que se refiere a la fuerza, el Prof. W. J. M. Mackenzie nos ofrece en Power, Violence, Decision (Penguin, 1975), uno de los más agudos análisis sobre la violencia en los procesos de decisión. Si lo hubiéramos tenido en cuenta no habríamos esperado nada de ese folclórico contubernio de casi 200 jefes de Estado pugnando por ver quién se apuntaba más tantos, diciéndola más gorda.
Hace 17 años que en la Cumbre de la Tierra, en Río de Janeiro, nos comprometimos a reducir los gases de efecto invernadero, responsable principal del aumento de la temperatura en la Tierra. Pero las cosas, con la sola excepción del Protocolo de Kioto, han ido a peor. Por cierto, que se necesitaron cinco años para superar la oposición de los Estados Unidos, el mayor contaminador del mundo, que, empujado por su presidente Bush, se opuso ferozmente a su entrada en vigor. Dado que el primer periodo del Protocolo terminaba en el 2012, se esperaba y se quiso que Copenhague sirviera para darle continuidad y para incorporar a los países emergentes de mayor capacidad contaminadora, en especial China, que es hoy, después de EE UU, el principal productor de gases contaminantes. Pero, una vez más, esta prometedora esperanza se ha quedado en pura exultación retórica, y después del fracaso total de la última Cumbre, en 2011 habremos superado los 550 ppm, con lo que el aumento de la temperatura media del planeta será ineluctable. Muchos esperábamos que Copenhague, dada la extraordinaria importancia de la apuesta, produjera un compromiso de reducción de las emisiones y fijara las medidas para lograrlo. Pero Estados Unidos, dominado por consideraciones políticas internas, por motivaciones económicas a corto plazo y por penosas ambiciones de poder global, de las que su rivalidad actual con China es sólo una significativa muestra, ha decidido que no fuese así. Su penosa espantada después de haber anunciado una victoria pírrica antes de que concluyera la Cumbre, ha sido una de las más lamentables en este tipo de reuniones y oscurece la brillante ejecutoria de Obama en la política mundial. Ahora sólo le queda la inevitable remisión a lo que determine el Senado de los Estados Unidos, cuya decisión, después de haber mirado hacia otro lado durante 15 años cuando se ha tratado de ratificar la Convención del Cambio Climático, no puede ser más inquietante. Ni más humillante para los 191 Estados de Copenhague, sometidos al humor de los congresistas norteamericanos y a los cálculos políticos de dicho país.
Con todo, lo más repugnante son las “generosidades” de la Cumbre al ofrecer 10.000 millones de dólares, como ayuda total y, por una vez, para resolver el problema del calentamiento, frente a los 3.000 millones diarios en gastos de defensa y los 820.000 millones de rescue que Norteamérica destina cada año para rescatar la deuda bancaria. Por no hablar del ignominioso tratamiento que Copenhague reservó a la sociedad civil mundial, al acreditar en un primer momento a 46.000 personas, que se redujeron después a 21.000, de las cuales sólo se permitió que apenas 300 entrasen en la Conferencia. Ni los entusiastas militantes de base, ni siquiera los líderes de las grandes organizaciones ecologistas -Greenpeace, WWF International, Amigos de la Tierra, Intermón Oxfam, etc.- pudieron acceder al Bella Center. Todos, acreditados o no, a la calle, a sufrir nieve, lluvia y frío y, sobre todo, “a no perturbar”. De lo contrario, atenerse a las consecuencias. Juan López de Uralde, presidente de Greenpeace-España, y que es hoy emblema de nuestra dignidad, a quien se dedica este artículo, sigue encerrado en su prisión de Copenhague, desde el inicio del conclave. Las autoridades danesas, incluyendo su Familia Real, han considerado extraordinariamente peligrosa el arma de que se sirvió para llamar la atención de los jefes de Estado: una pancarta, desplegada sobre la alfombra roja del salón en que estaban reunidos, en la que se podía leer: “Los políticos hablan, los líderes actúan”. No hacía falta más para que se considerase a quien la exhibía como un peligroso perturbador, un terrorista.
Y ahora, comprobada la desidia y la impotencia de los Estados, la venalidad de los políticos y la incapacidad de sus partidos, nuestra única fuerza son los militantes de la sociedad civil. En ellos hemos de apoyarnos, pues para construir un poder mundial en el marco de Naciones Unidas o en otro contexto menos adulterado -ver a este propósito Jean-Claude Guillebaud, La refondation du monde- y dotarlo de un marco jurídico-judicial que, en línea con los trabajos de Mireille Delmas Marty -Trois Défis pour un Droit Mondial (Seuil, 1998) y Vers un Droit Commun de l’Humanité (Textuel, 1996)- lo provea de legitimidad y le confiera vigencia indiscutida con capacidad de obligar. Objetivo de difícil logro, quizás utópico, pero siempre las cosas más importantes han sido del orden de las utopías necesarias.

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