Testigo del horror, uno de siete reportajes en El País Semanal
LEILA GUERRIERO
EL País Semanal, 27/06/2010
Zimbabue ha pasado en 20 años de ser un modelo de desarrollo en África a convertirse en el país de los corazones rotos. El régimen de Mugabe y una tasa de incidencia del VIH entre las más altas del mundo están dejando una tierra baldía, con gente sin nada que hacer ni que vivir, a la que viajamos en esta última entrega de 'Testigo del horror'.
Cuando el primero de sus hijos murió, MaNgwengya ya vivía en Nkunzi, cerca de Tsholotsho, en el oeste de Zimbabue, a la vera de un camino de árboles espinosos y bajo un cielo de reptiles. La vida siempre había sido eso que llaman una vida dura: acarrear agua, confiar en las esquivas lluvias, comer maní tostado como toda cena. Por eso, cuando el primero de sus hijos murió, MaNgwengya lloró mucho, pero no vio en eso un tarascón de la desgracia: porque esas cosas pasan en las vidas duras. Lo enterró a metros de su casa, en el mismo sitio en que había enterrado a su marido: bajo un monte de espinos y eucaliptos, bajo la tierra, bajo un túmulo de piedras que los vecinos le ayudaron a acarrear. Cuando el segundo de sus hijos murió, MaNgwengya lloró mucho, pero volvió a pensar que esas cosas pasan en las vidas duras y lo enterró a metros de su casa, bajo el monte de espinos y eucaliptos, bajo la tierra, bajo un túmulo de piedras que los vecinos le ayudaron a acarrear. Cuando el tercero de sus hijos murió, MaNgwengya lloró mucho, lo enterró a metros de su casa, bajo el monte de espinos y eucaliptos, bajo la tierra, bajo un túmulo de piedras que los vecinos le ayudaron a acarrear. Cuando la cuarta de sus hijas murió, en 2010, ManGwenya se dijo que ya no tenía nada que perder porque todos los nacidos de su vientre estaban muertos. Pero después supo que la única sobreviviente a esa masacre, su nieta Nkaniyso, de 17 años, portaba el mismo mal que había aniquilado a su simiente: un virus del género lentivirus que mata, en su país, a 2.500 personas al mes.
Zimbabue es un país cuya historia sería otra si en 1870 un inglés llamado Cecil Rhodes no hubiera enfermado de los pulmones y viajado, para buscar reposo y cura, a la granja algodonera de su hermano, en África del Sur, y no hubiera comenzado, una vez repuesto, a explotar minas de diamantes ni formado el territorio llamado, en honor a sí mismo, Rodesia, una de cuyas regiones -Rodesia del Sur- sería gobernada por Ian Douglas Smith, un africano de ascendencia inglesa que fue, hasta 1979, primer ministro de ese lugar donde blancos y negros no podían ir a los mismos baños ni subir a los mismos ascensores. La independencia llegó en abril de 1980, después de una guerra de guerrillas, y uno de sus líderes, Robert Mugabe, al frente del partido Unión Nacional Africana de Zimbabue-Frente Patriótico (ZANU-PF), asumió el poder en 1982 con un discurso inclusivo, antirracista y conciliatorio, mentó al país Zimbabue y fue, hasta los primeros noventa, líder de una nación que tenía los mejores hospitales, las más asfaltadas carreteras y el más alto grado de alfabetización de toda África. Se exportaba café y tabaco, la esperanza de vida superaba los 60 años y turistas del mundo llegaban para conocer ese lugar de clima perfecto y bellas ciudades donde podían acceder a parques nacionales y a las cataratas Victoria. En 1981, la Universidad Howard, de Washington, le dio a Mugabe el Premio Internacional de Derechos Humanos, y en 1988 la ONU lo premió por su lucha contra el hambre.
En 2010, el aeropuerto internacional de Bulawayo, la segunda ciudad de Zimbabue después de Harare, la capital, es un galpón de chapa, dos oficiales de inmigración y una ventana donde se paga la visa: 70 si se es ciudadano de la Commonwealth -de la que Zimbabue se desvinculó en protesta por las sanciones que le impusieron los países que lo forman- y 30 si se es ciudadano del resto del mundo. Por lo demás, no hay mucho: un bar que nadie atiende; un retrato de Robert Mugabe con sonrisa y traje oscuro. Una placa asegura que el aeropuerto se construyó en 1959 y es probable que no haya cambiado mucho desde entonces. Pero otras cosas sí cambiaron. Hoy el 90% de los 12 millones de habitantes de Zimbabue no tiene empleo, el 80% no tiene qué comer y el 20% lleva en la sangre ese virus que mata, en el país, a 2.500 personas al mes: el VIH.
Robert Mugabe -un hombre de la etnia shona en un sitio donde todo se divide entre shonas y ndebeles- lanzó en 1993 una reforma agraria para que las tierras fértiles, que pertenecían a unos 4.500 granjeros blancos, se redistribuyeran entre el campesinado pobre. La expropiación quedó a cargo de veteranos de guerra, fue tan delicada como el apodo de uno de ellos -Hitler-, y las propiedades no terminaron en manos de campesinos pobres, sino en las de ministros del Gobierno. Con la producción del agro en caída libre, en 1998 Mugabe envió tropas para apoyar a Laurent Kabila en el Congo. El envío le costó un millón de dólares al mes y algunas otras cosas: protestas sociales y el brote de una oposición fuerte, el Movimiento por el Cambio Democrático (MDC), liderado por el sindicalista Morgan Tsvangirai. La historia es enredada, pero siguieron a eso elecciones fraudulentas, secuestros de partidarios del MDC, y Zimbabue devino en un infierno para opositores, líderes sindicales o periodistas. La expectativa de vida, que era de 62 años en 1990, bajó a 37 en 2007. La mortalidad materna, que era de 136 por 100.000 en 1992, subió a 725 por 100.000 en 2007. En 2008, la inflación era del 98% al día, y la desocupación, del 90%. En medio de eso, Mugabe aceptó formar un gobierno de unidad con el hombre al que había perseguido tanto, Morgan Tsvangirai. Así, desde principios de 2009, él es presidente, y Tsvangirai, primer ministro. En febrero del año pasado, Mugabe hizo dos cosas: celebró su cumpleaños número 85 -con una fiesta en la que, según The Times, se consumieron 3.000 patos, 7.500 langostas y 2.000 botellas de champán- y adoptó una política de moneda múltiple. El dólar de Zimbabue desapareció, y desde entonces sólo se aceptan el rand, el dólar americano y las pulas de Botsuana. Así, uno de los lugares más pobres de la Tierra es también un lugar carísimo: el ingreso anual por cabeza es de 340 dólares, aunque la cesta básica de alimentos para una familia de seis tiene un coste de 500 dólares. Al mes.
La ruta desde el aeropuerto hasta Bulawayo tiene pozos, pocas casas, menos autos y un cartel gigante: "Circuncisión masculina: una de las protecciones más efectivas contra el VIH". Después del cartel está la ciudad. Es baja, descascarada, extrañamente silenciosa. A veces hay agua, a veces hay electricidad, a veces los teléfonos funcionan y hay dos tipos de tiendas: cerradas y abandonadas, o abiertas pero vacías.
Médicos Sin Fronteras tiene oficinas lejos del centro, en una zona perfectamente resguardada con perfectos rollos de alambres de púas y perfectas alarmas. Allí, Carlos Carbonell, ecuatoriano e integrante de la misión de MSF en Bulawayo, donde la ONG trabaja en un proyecto de VIH, dice que Zimbabue es uno de los países con más alta prevalencia del mundo y que los hospitales de la ciudad están colapsados: que solo en el Mpilo Oi atienden a más de 3.500 chicos infectados -y 4.000 adultos- y llegan cinco chicos nuevos al día. Que en una población de 734.000 personas hay 32.000 con VIH, y que en algunas clínicas la lista de espera para el acceso al tratamiento con antirretrovirales -la terapia que desde 1996 permite hablar de cronificación de la enfermedad- es de un año. Y que, así y todo, ahora están mejor porque la prevalencia en los noventa era del 33%.
"De todos modos, la prevalencia es altísima, entre el 18% y 20%. Hay niños criados por personas que no son sus padres, y esos niños no van a la escuela, no tienen alimentos, y el contexto sexual es complejo. Está arraigada la idea de que un hombre infectado de VIH se cura teniendo sexo con una virgen o con un niño. Es una conducta usual. Por otra parte, la prevalencia en las embarazadas es muy alta, del 30%, y el contagio de madres a hijos, también".
La explicación es simple: según la Unicef, los recién nacidos amamantados por madres infectadas tienen entre un 10% y un 20% de probabilidades de contraer el virus, de modo que una forma eficaz de prevenir sería no amamantar. Pero en Zimbabue no se desaconseja -no puede desaconsejarse- la lactancia materna.
"No hay ningún plan que sustituya a la leche materna. Entonces, si no lo amamantan, quizá el niño no adquiere el VIH, pero se muere por desnutrición".
Claro que, si la epidemia mató a muchos, también dejó su rastro en los que quedan: en el país hay 1,3 millones de huérfanos cuya orfandad es gentileza del VIH.
En el Unity Village de Bulawayo hay poca gente, y los pocos que hay son vendedores: nadie compra. El Unity Village es un predio cerrado, con varios puestos que venden zapatos y ropa. Los vestidos cuestan 50 dólares; las botas, 40: el ingreso mensual de una familia afortunada. El Unity Village es el resultado de algo que en 2005 llevó a cabo el presidente Mugabe bajo el nombre de Operación Murambatsvina, una palabra shona que significa "sacar la basura" y que consistió en derrumbar las casas y los puestos de ventas de 700.000 negros pobres en todo el país. La excusa fue ordenar el comercio informal y la promesa de construir 1,2 millones de viviendas. Se construyeron sólo 3.325, y Amnistía Internacional denunció en mayo pasado que la gente desplazada continúa viviendo en campamentos sin agua, cloacas ni electricidad. Pero a algunos comerciantes les fue bien y los encerraron en sitios como el Unity Village, donde los pobres venden cosas para pobres que los pobres no pueden comprar.
La cama ocupa casi toda la casa, y la casa es una habitación de tres metros por tres, con un televisor, una radio reloj, un potus, una repisa con cacerolas. Lesley Moyo tiene 44 años y vive ahí con tres hijos y una cuñada que tose. Sentada al borde de la cama en la que duermen todos -ella, los tres hijos, la cuñada-, acaricia la cabeza de Nkulumane, su hija de 12 años.
"Mi marido murió hace seis años, de VIH. En 2008 yo me hice el test y dio positivo. Y mis dos hijos chicos también dieron positivo. Ahora estamos tomando antirretrovirales. Los dan gratis, en el hospital, pero el día que tengo que ir a buscar los medicamentos es un día de trabajo perdido. Igual ahora lo que más me preocupa son las enfermedades oportunistas. Ahora ella tiene un hongo, ¿ve?".
En la cabeza de Nkulumane se ve un hongo grande y saludable.
-El médico me hace una receta, pero yo no puedo comprar el medicamento.
-¿Y qué haces?
-Nada. Espero que se le pase.
Nkulumane tiene un hermano de 16 años que, desde que sabe que ella y su otro hermano están infectados, les dice "Sidosos, tendrían que estar muertos". Nkulumane parece estar de acuerdo porque escribió en su cuaderno del colegio: "Mejor me muero como mi papá".
La cuñada, ahora, tose. Acaba de enterarse de que tiene VIH, pero la tos, dice, es por la tuberculosis.
"Humutso es muy disciplinada, toma su medicación por la mañana y por la tarde. Y tiene tantos muñecos... ¿No quieres mostrar tus muñecos a nuestros invitados?".
Mariam Pita usa falda celeste, camisa blanca. Su nieta Humutso, de nueve años, lleva un vestido a cuadros verdes y va al rape. Viven en un barrio de casas con jardines al frente y buzones para la correspondencia, y cuyas calles de tierra parecen bombardeadas. Mariam Pita fue maestra toda su vida y vino desde Qwanda, una zona rural, a esta casa donde vivió con su único hijo, Thabani Nkada.
"Mi marido peleó en la guerra de la liberación. Cuando dos elefantes se embisten, siempre hay alguien que sale lastimado y los civiles estábamos entre dos fuegos. Él se fue, hizo su vida, y yo decidí venir a Bulawayo con mi hijo. Ahora tengo 74 años, y vivo de mi jubilación. Son 56 dólares, y sólo de electricidad pago 48. De todos modos cortan la luz ocho horas al día".
Hace muchos años, el hijo de Mariam se mudó a Harare, donde conoció a una mujer y tuvo un empleo -técnico en un estudio de radio- y una hija: Humutso.
"Pero Humutso tenía dos años cuando su madre murió. Apenas un año después enfermó mi hijo. No sé si él creía que se iba a morir, porque les decía a sus amigos: 'Recen por mí, para que tenga una vida larga'. Yo lo cuidé mucho. Cuando murió le cerré los ojos, le puse las manos a los lados del cuerpo. Después vino alguien. Un doctor. O una enfermera, no recuerdo. Y dijo la hora de la muerte".
Mariam tuvo que esperar cuatro días para enterrarlo, porque eso no cuesta menos de 100 o 200 dólares y hay que tener paciencia hasta juntar la plata.
"Nos ayudamos entre los vecinos. Nos hacemos donaciones. ¿Quiere ver el certificado de defunción?".
El certificado dice: Thabani Nkada. Cédula de identidad: 63432292S28. Sexo: masculino. Edad: 42 años. Nacido en: Zimbabue. Fecha de la muerte: 19 de julio de 2003. Lugar de cremación: Ezigodine. Causa de la muerte: diabetes melitus. Duración de la última enfermedad conocida: dos meses.
En todas las casas, en todas las historias, solo hay mujeres. Los hombres están en los relatos, o en las fotos que a veces los recuerdan. Todos los hombres que hubo alguna vez han muerto.
Margaritte Moyo cría a ocho nietos: siete de una hija que se los dejó para casarse con alguien que no quería tanta cría, y uno de otra que murió de VIH. Ese chico se llama Ayanda Moyo, tiene cuatro años, VIH, parálisis, retraso del crecimiento y está sentado en una silla a la entrada del rancho sin luz en el que viven. Es el atardecer, medio del campo, y el chico grita de felicidad intentando cazar un rayo de sol con las manos deformadas por nudos de carne en los nudillos.
"Es que camina con las manos", dice Margaritte Moyo.
Alleta Mhalansa, de 21 años, es una de sus nietas mayores: "Yo quiero estudiar trabajo social en la universidad. Primero tengo que terminar el colegio. Es difícil, porque tardo una hora caminando para ir y volver. Y como no tenemos electricidad, no se puede estudiar más allá de la caída del sol.
-¿A tu madre la ves?
-No. No sé dónde está. Mi abuela me dice que no cometa los errores de mi madre, que no me case joven, que primero viene la educación y después todo lo demás. Aquí en Zimbabue todo es duro. No tenemos ninguna fuente de ingresos. La única que traía dinero era mi tía, Rose Mayo. Se murió acá, en esta casa. Yo la adoraba. Hasta el último momento, ella iba a la frontera con Sudáfrica, compraba cosas y las vendía. Por eso quiero irme a Inglaterra. No es que yo odie este país. Pero aquí puedes buscar trabajo durante años y no conseguirlo nunca.
-¿Ustedes de qué viven?
-Mi abuela vende tomates y trae unos 30 rands a la semana. Si a ella le pasa algo, tendré que trabajar yo. No es justo, porque no podría ir a la universidad, pero jamás abandonaría a mi familia. Por eso yo odio el VIH. Por lo que nos hizo.
Afuera el sol cae con toda pompa y deja una estela de luz tierna y sucia. El camino de regreso a Bulawayo es lento. No hay electricidad y la ruta está inundada por un ejército de gente que camina, mansa, como si no hubiera rumbo, o como si no importara.
-Querida, ya estoy vieja. Solo salir de la cama me toma diez minutos cada mañana.
Katherine Carter se ríe y se tapa la cara con las manos como si tuviera 15, pero tiene 67. En la sala de su casa, una lámina reza "Jesucristo, el Pacificador", y otra dice "Stop al sida".
-Mi marido murió en 1985. De cáncer. Y nunca más pensé en estar con un hombre. Por un lado es mejor estar sola. No es bueno decirlo, pero si yo hubiera estado con mi marido, mucha de la ayuda que recibí no la habría tenido. Y además, él tuvo la suerte de no ver morir a nuestros hijos. Todos mis hijos están muertos por VIH. Eran tres. El último murió en 2009, y yo crío a mis tres nietos. El único que está infectado es él, Tatenda, que tiene 11.
Tatenda, a su lado, mastica maníes, y no dice nada.
-Yo me despierto a las cuatro y media, rezo y me voy a vender maníes, a un rand la bolsa, hasta las cinco de la tarde. Camino tres horas, todos los días, para ir y venir del mercado.
-¿Cuántas bolsas vende?
-Poco, muy poco. A veces viene la policía, porque no se puede vender en la calle, y nos llevan detenidos hasta que uno les da el dinero y lo dejan ir.
-¿Qué dice cuando reza?
-Le hablo a Dios, le digo que todo mi sustento viene de Él. Pero me preocupa el futuro de Tatenda. Si yo falto, quién lo va a llevar a buscar su tratamiento. Pero Dios sabe por qué hace las cosas. Ojalá Tatenda pueda ser piloto de avión. Y vuele alto, y se vaya lejos.
-¿Dónde?
-Lejos de Zimbabue. A cualquier lugar elegido por Dios.
La mujer tiene una camisa blanca, un suéter rosa y uno de esos postizos de pelo de plástico que son el lujo imperial de las cabezas africanas. Se llama Simdiso P. Dube y es la coordinadora del área urbana del Simbabene AIDS Programme, un programa de la archidiócesis de Bulawayo que da apoyo psicológico y educación a los niños y adolescentes huérfanos, con hincapié en los cambios necesarios en la conducta sexual para prevenir el contagio de VIH.
-Hay anuncios que promueven la circuncisión como método de prevención. ¿No sería más efectiva la promoción del uso de condones?
La mujer dice que ellos son cristianos, y que por tanto están agresivamente en contra de los condones. No dice nada acerca de estar agresivamente a favor de la circuncisión.
-Nuestro plan es ABC, que sería abstente, be faithful (sé fiel), condón. Si fallas en las dos primeras, usa condón.
-Entonces, ¿qué métodos de prevención les enseñan a los adolescentes?
-Promovemos A y B: abstenerse y ser fieles. En realidad, tratamos de promover sobre todo A, hasta que se casen.
El programa se ocupa, sólo en Bulawayo, de 18.000 huérfanos niños y adolescentes. En la pared de la sala hay una lámina que dice: "La comida saludable es una combinación de todos estos grupos: aceite de cocina, manteca, miel, espinacas, zanahorias, bananas, lechugas, mango, maíz, batata, pan, carne, pescado". No usen condones. Coman saludable. Dos formas del sarcasmo, o una falta absoluta de fe en las evidencias.
En el orfanato de Bulawayo hay 52 huérfanos. Ocho tienen VIH. Había nueve, pero uno se murió en abril. Los cuartos tienen piso de cemento, camas marineras, rejas en las ventanas, armarios con pocas cosas. El comedor está vacío, excepto por un varón de 15: "Llegué aquí a los 10 años. Mi padre murió y mi madre no sé dónde está. No tengo a nadie que se ocupe de mí. Aquí al menos me mandan al colegio y me dan de comer".
A 20 kilómetros de la ciudad hay un orfanato de animales. Se llama Chipangali y es una reserva privada. Los carteles advierten de que no es un zoológico, sino un santuario para huérfanos que no pueden ser devueltos a la naturaleza. En las jaulas, espaciosas, limpias, hay jabalíes, chacales, hienas, monos. El área de carnívoros está auspiciada por The Cattleman, un restaurante que, dice, basa su reputación en estupendos bifes. Sobre la foto de un cachorro de león, esta leyenda: "Querido visitante: ¿por qué no adoptar a uno de nuestros huerfanitos? Ellos necesitan nuestra ayuda". La adopción se basa en un aporte económico a distancia. Desde una placa de bronce, el Rotary Club se enorgullece de prestar apoyo al orfanato animal.
Marilyn Gibonda y Nozipho Mukabeta son amigas. Marilyn tiene 19 años, y Nozhipo, 17. Están sentadas en el patio del hospital Mpilo Oi. Es sábado, poco después del mediodía.
"Mi madre murió de VIH en 1999", dice Marilyn. "Vivo con mi abuela, mi tía y dos primas, y estoy bien porque estoy tomando el tratamiento, pero cuando llegué al hospital, en 2005, me estaba muriendo. Yo creo que no vamos a ver en muchos años una generación libre de VIH. Este país es muy difícil. La gente que tiene el virus necesita más comida. Y aquí no hay comida. La gente se muere de hambre".
Nozipho tiene tres hermanos, y uno de ellos vive en Inglaterra. Su padre también, pero no lo conoce.
-Vivo con mi madre, mi tía, mi abuela y dos primos. Estoy terminando el colegio secundario y después quisiera estudiar periodismo.
-Acá puede ser difícil ser periodista.
-Sí, pero, perdóname, yo de política no puedo hablar. Te puedo hablar de mi infancia. No disfruté mucho porque mi mamá enfermó cuando yo iba a tercer grado. Ella es seropositiva, y yo tenía que limpiar la casa, cuidarla. A los 11 años me hicieron el test. Me dio positivo, pero sólo a los 13 empecé a preguntarme si me iba a poder casar, tener hijos. Y traté de matarme. La primera vez tomé tres paquetes de tabletas de mi tratamiento. La segunda me arrojé bajo un auto, pero el auto frenó. El chófer se quedó como paralizado. Me miró y dijo: "Nena, la vida sigue, no se detiene". Y puso el auto en marcha y se fue. Fue tan increíble. Desde entonces no lo intenté más. Sé que Dios no quiere que me muera, por ahora. Yo tengo VIH por una muy buena razón. Algún día sabré por qué. Por eso, para mí lo peor del mundo no sería morirme. Sería perder a Dios. Sin Dios, esta sería una tierra de corazones rotos.
Nadie habla del presidente Mugabe, de la crisis de 2008, del porqué de la ausencia de blancos en las ciudades, de la toma de granjas, de la falta de luz y de alimentos. Un día, uno, generoso, anónimo, dice una cosa que podría ser también mentira: "Aquí nadie te va a hablar de eso. Cualquier desconocido, incluso un blanco, puede ser informante del Gobierno. Y si la policía se entera de que dijiste algo, te dispara sin preguntar".
La ruta a Tsholotsho, un poblado a tres horas de Bulawayo, es un hilo de cemento de dos metros de ancho, y eso quiere decir que es una ruta buena. Lo demás: monte, tierra roja, el cielo azul como si hiciera alarde. El pueblo tiene cuatro calles y algo que llaman ampulosamente el centro: tres supermercados, una tienda que vende frazadas, zapatillas.
La noche, aquí, cae hasta el centro de la Tierra. A un kilómetro del pueblo hay un bar de cervezas donde suelen juntarse los que pueden pagar una Lion más o menos fría. No son muchos. Hay olor a nafta, a sudor encebollado, a asfalto. El bar tiene un adentro impenetrable por el rugido de la música y un afuera de luz floja y bancos de madera. Un hombre tambaleante dice: disculpe, ¿le puedo hacer una pregunta?
-Claro.
-Mi mujer tiene VIH y tenemos un hijo de un año y cinco meses también infectado, pero yo no, y quiero tener otro hijo. ¿Cómo hago para que mi hijo no nazca con VIH?
El hombre está borracho hasta las muelas, pero pregunta como quien de verdad quiere saber. Su mundo es esto: el bar, una letrina de aromas incendiarios, su cerveza, su mujer, su niño enfermo. Y esas ganas, nada vulgares, de seguir.
Angeline Sibanda, de 33 años, vive en Jimila, cerca de Tsholotsho. Angeline, como casi todos, sólo habla ndebele y el traductor dice que Angeline dice que vivió en una familia poligámica y compartió marido con dos o tres mujeres, pero que un día el marido se murió y ella decidió cargar a sus cinco hijos y regresar a casa de su madre: a esta casa. Angeline tiene VIH, y Fortunate, su hija de 16, también, y nadie tiene en esta casa ningún ingreso, nadie va al colegio y nadie, excepto Angeline, sabe leer o escribir. Y sin embargo, si se le pregunta qué cosas la desvelan, el traductor dice que Angeline dice que no la desvela nada porque así está bien: tranquila. Y si se le pregunta si pensó alguna vez en buscar otro marido, el traductor dice que Angeline dice que no pensó porque así está bien: tranquila. Y si se le pregunta cómo se siente ahora que está tomando los antirretrovirales, el traductor dice que Angeline dice que ahora se siente bien: tranquila. Y cuando se le pregunta qué come, Angeline levanta el brazo con ostentación, despliega una sonrisa que es toda sarcasmo, y señala una parihuela de un metro por un metro donde una parva rubia y modesta de maíz se seca al sol y el traductor dice que Angeline dice esto: "Esa es la comida que tenemos para todo el año".
Y esa chispa de sarcasmo, ese gesto de finísima ironía, dejan claro que uno no entiende. Que uno no está entendiendo nada de todo esto.
Se acumulan: los kilómetros y los muertos. Jeannette Sibanda, viuda, sin ingresos, a cargo de su nieto Mandla, de cinco años, huérfano de ambos padres, seropositivo, en tratamiento. Enfari Makaza, de 79 años, viuda, pensionada, a cargo de su nieto Kowledge Tshuma, de 11 años, huérfano de madre, de padre desconocido, en tratamiento. Editha Phiri, de 45 años, viuda dos veces, vendedora de leña, seropositiva, en lista de espera por el tratamiento desde hace un año, a cargo de un sobrino huérfano y de dos hijos, uno de ellos -Robert, de siete años- seropositivo, en tratamiento. MaMoyo, viuda, sin ingresos, de edad desconocida, ocho hijos muertos, a cargo de tres nietos, uno de ellos -Mxolishi, de seis años- seropositivo, en tratamiento. Milandra Sithole, de 17 años, huérfana de madre, de padre desconocido, seropositiva, vive en un orfanato, en tratamiento. Dexter Tshawe, de 20 años, huérfano de madre, seropositivo, en tratamiento. Brian Nkomo, de 20 años, huérfano de padre, seropositivo, en tratamiento. Focus D. Dube, de 19 años, huérfano de madre, seropositivo, en tratamiento. Se acumulan: los kilómetros, los vivos y los muertos.
En el poblado de Nkunzi, a una hora y media de Tsholotsho, a la vera de un camino de árboles espinosos, bajo un cielo de reptiles, viven MaNgwengya y su nieta Nkaniyso, de 17 años que parecen nueve. Están sentadas sobre una estera, bajo un árbol. MaNgwenya mira la tierra yerma y dice que este año la cosecha fue mala porque no llovió y que habrá menos comida de la que usualmente hay. Por ahora comen tres veces al día, dos de ellas maní tostado. Nkaniyso vivía en Harare, pero cuando su madre enfermó vinieron aquí, a este sitio, donde no hay agua ni electricidad, pero donde al menos está la abuela.
-Mi madre murió el año pasado. Murió allí, en esa casita donde yo duermo ahora. Ella no quería que yo fuera a hacerme el test. Tenía miedo. Pero después, cuando dio positivo, no dijo nada. Antes de morirse me pidió que no deje de estudiar.
-¿Y estás estudiando?
-No. No tengo cómo pagar las cuotas. Quisiera estudiar y después irme a Sudáfrica, pero no quiero estar lejos de mi abuela. Soy su única nieta, su única ayuda. Todos los hijos de mi abuela están muertos. Eran cuatro. Todos se murieron de VIH y están enterrados acá.
MaNgwenya hace un gesto, dice algo. Se pone de pie, se interna por un sendero que avanza entre eucaliptos. Camina cien, doscientos metros. En un recodo se detiene y señala los túmulos sombríos. Los cuatro túmulos donde -bajo los árboles, bajo la tierra, bajo las piedras- yacen los huesos de aquellos que alguna vez parió.
Y eso es todo.
Todo lo demás es sol.
Conflictos olvidados
Con este reportaje concluye la serie Testigo del horror, un proyecto de Médicos Sin Fronteras y El País Semanal que retoma conflictos que corren el peligro de ser olvidados. Viajes de autor a los infiernos en la Tierra. Para dar voz a las víctimas de la violencia o el hambre. Recordamos las anteriores entregas.
MARIO VARGAS LLOSA
El autor de La ciudad y los perros viajó al corazón de las tinieblas de Joseph Conrad: el Congo. Un país rico en minas de zinc y de oro al que han despedazado las guerras étnicas, la corrupción de los Gobiernos, la malaria. Y las violaciones: "Matan a más mujeres que el cólera y la fiebre amarilla", le cuenta un médico.
SERGIO RAMÍREZ
Haití, antes del devastador terremoto del pasado enero, ya era el país más pobre de América. El premio Alfaguara de 1998 se sumerge en una población que en su mayoría se apaña con menos de un dólar diario. "Parece que se han olvidado de la basura, de los agujeros en que viven, y que el Gobierno se ha olvidado de ellos", reflexiona el escritor nicaragüense.
LAURA RESTREPO
La autora colombiana se trasladó a los campos de refugiados en la costa sur de Yemen. Allí llegan desde Somalia y Etiopía, huyendo de la guerra y el hambre, miles de mujeres y niños: "El Cuerno de África entero parece estar subiendo. En pateras, por el desierto a pie, mendigando a través de las antiguas ciudades".
JUAN JOSÉ MILLÁS
Desde hace 60 años, India y Pakistán se disputan el Estado de Cachemira. "Resulta imposible dar dos pasos sin sentir el aliento de un fusil en la nuca", escribe el periodista, premio Nacional de Narrativa de 2008. En este paisaje idílico se impone la brutalidad militar. Sus consecuencias: desaparecidos, torturados y cientos de miles de enfermos mentales.
JOHN CARLIN
Cruelmente perseguidos por la Junta Militar birmana, los rohingyas, una minoría musulmana, se refugian en Malaisia y Bangladesh. El reportero, autor de El factor humano, describe la aldea: "Tan ardiente, abarrotada y plagada de enfermedades, que, por contraste, los miserables pueblos vecinos de pescadores parecen la Costa del Sol".
LAURA ESQUIVEL
Guatemala, un pueblo amable y delicado. Donde los asesinos y los violadores son una plaga. La escritora de Como agua para chocolate descubre la realidad de un país en el que las agresiones sexuales quedan impunes; en el que se contabilizaron, en 2009, más de 6.000 muertes violentas. Eso quiere decir 16 al día.
MANUEL VICENT
El novelista y columnista de EL PAÍS se adentra en la selva colombiana. Cientos de miles de indígenas y campesinos han tenido que dejar sus hogares. Viven en chabolas de madera. Con el miedo permanente de los chantajes de paramilitares, narcotraficantes y guerrilleros, y la discriminación del Gobierno y la sociedad.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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