3 jul 2010

La brújula perdida

La brújula perdida/Ana Laura Magaloni
Reforma, 3 julio 2010.- ¿Cuáles son nuestros valores compartidos? ¿Qué creemos en común? ¿Cuáles son las premisas axiológicas desde las cuales se debería articular el debate público y la acción de gobierno? ¿Cuál es el tamaño y de qué está hecha la cancha del juego en un régimen democrático? Sin estas definiciones no hay brújula posible ni ruta de navegación. Tampoco pueden existir diálogo ni puntos de acuerdo. Cualquiera puede decir, proponer o hacer una ocurrencia y salirse con la suya.
Se puede afirmar públicamente que la decisión de la Corte que libera a los acusados de Atenco promueve la impunidad, que las muertes de civiles en la lucha contra el crimen son "daños colaterales", que no importa y hasta está bien que los delincuentes se maten unos a otros o que los derechos humanos son para las víctimas y no para los acusados. Asimismo se puede sostener sin pudor que la difusión de las grabaciones de conversaciones telefónicas de los gobernadores está protegida por el artículo 6 constitucional, pues se trata de funcionarios públicos. Se pude pensar que es legítimo y estratégico en términos electorales denunciar una ilegalidad con otra ilegalidad o que se justifica cobrar más impuestos sin que ello lleve aparejado una mayor rendición de cuentas y un escrupuloso ejercicio de los recursos.

En nuestra transición democrática, a diferencia de muchas otras, no existió un pacto político fundacional que plasmara los ideales, valores y propósitos del nuevo régimen político. ¿Para qué un régimen democrático? ¿Qué lo diferencia de uno autoritario? ¿Qué deberíamos ganar los ciudadanos con el cambio político además del voto?
En la teoría constitucional contemporánea nadie discute que la democracia es un régimen político que se estructura en torno a determinados valores y que tiene objetivos que lo caracterizan. La Constitución española de 1978 sintetiza magistralmente las ideas más aceptadas en este ámbito. Así, por ejemplo, establece que los valores superiores del orden estatal son: "la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político" (artículo 1), de modo que "la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social" (art. 10,1). "Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas" (art. 9,2).
Para que exista un orden estatal que promueva estos fines, las constituciones configuran y ordenan los poderes del Estado a partir de determinados principios: división de poderes, elecciones periódicas, principio de legalidad, transparencia, rendición de cuentas, responsabilidad patrimonial del Estado, entre otros. Todos estos principios son instrumentales y deben estar al servicio de los valores superiores que definen a una democracia constitucional. En este sentido, los procesos electorales no son un fin en sí mismo. Ellos son un instrumento, entre muchos otros, que permiten configurar un orden estatal al servicio de la libertad y la igualdad de los ciudadanos.
Nuestros valores son la brújula. Éstos definen la ruta de navegación. También definen el tamaño de la cancha del debate público, pues permiten detectar y dejar fuera de la discusión posiciones autoritarias o visiones dictatoriales. Además, un compromiso generalizado con tales valores facilita la existencia de pactos de unidad política y social, como el que propone el presidente Calderón frente a la violencia del crimen organizado.
La pregunta central es cómo lograr construir este conjunto de referentes compartidos básicos que nuestra transición no logró definir a cabalidad.
Es difícil imaginar que exista un equivalente en México a los Pactos de la Moncloa. Más difícil aún es siquiera imaginar una asamblea constituyente que genere un nuevo pacto social. Quizá, por tanto, sea momento de preguntarnos cómo lograr que la Suprema Corte mexicana pueda ir articulando un debate amplio y persuasivo en torno a los valores que definen a una democracia constitucional.
Marian Ahumada, en su espléndido libro La Jurisdicción constitucional en Europa, sostiene que la contribución más importante de los tribunales constitucionales en Europa y de la Corte Suprema de Estados Unidos ha sido la generación de un foro privilegiado para que exista un debate permanente "acerca de los valores que la Constitución protege y la forma más adecuada de protegerlos". Según Ahumada "la vigencia de la Constitución...necesita de la continuidad de este debate, que hace posible la renovación a lo largo del tiempo del compromiso de la comunidad política con los valores que la Constitución consagra". ¿Por qué nuestra Corte no ha logrado ocupar ese lugar privilegiado que han tenido otros tribunales de su tipo? Ésta es una pregunta que deberíamos debatir con seriedad si queremos construir algunos referentes compartidos que nos permitan siquiera imaginar una ruta de navegación.

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