21 mar 2011

Matar al mensajero /Denise Dresser

Matar al mensajero /Denise Dresser
Reforma, 21 Mar. 11
Felipe Calderón finalmente logró lo que quería. Matar al mensajero. Exiliar al embajador. Descabezar al diplomático. Obtener la renuncia de Carlos Pascual por incomodar al Presidente y señalar las consecuencias negativas de la guerra que desató. Por molestar al Ejército y evidenciar que -en ocasiones- no actúa con la eficacia o la rapidez necesarias. Por señalar las fisuras internas del Estado mexicano y las agencias de seguridad confrontadas que cobija. Por informar sobre la grisura de los precandidatos del PAN a la Presidencia y cómo Calderón no siempre sabe qué hacer para fortalecer su propia posición y la de su partido. Por decir la verdad aunque duela reconocerlo. Verdad que el Presidente no quiere encarar, el Ejército no quiere oír, la Secretaría de Seguridad Pública prefiere maquillar, Acción Nacional quisiera que no fuera cierta.
Verdad recalcitrante que se asoma día tras día a pesar del número de capos arrestados, el número de armas consignadas, la cantidad de cocaína confiscada. México no está ganando la guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado. Ni más ni menos. La renuncia obligada del embajador estadounidense no puede ocultar los 36 mil muertos, el ascenso en la adicciones, la escalada de las ejecuciones, el incremento de los secuestros, el aumento de los asesinatos, la intransigencia de la impunidad. Y se nos repite que la violencia es una consecuencia inevitable cuando -como lo señala Eduardo Guerrero en sus magníficos artículos en la revista Nexos- no tendría que haber sido así. Y se nos recuerda que se trata tan sólo de capos destazándose entre sí, cuando en realidad las ejecuciones rebasan el mundo del narcotráfico. Y se nos exhorta a denunciar a los malosos, cuando 98.5 por ciento de los crímenes en el país jamás son resueltos.
Como advierte Sun Tzu en El Arte de la Guerra, toda guerra entraña la decepción, y vaya que México es víctima de ella. El gobierno mexicano no ha sido honesto con la población del país sobre la enormidad de los retos que enfrenta. Los errores contraproducentes que ha cometido. Lo arrinconado que se encuentra. El tipo de ayuda estadounidense que ha solicitado. El grado de colaboración que ha exigido. El número de agentes norteamericanos que ha permitido. Y de allí las contradicciones, las evasiones, las incongruencias que demuestran tanto el Presidente como Patricia Espinosa como la Secretaría de la Defensa Nacional. Todos demandan que Estados Unidos asigne más recursos, más atención, más importancia a la guerra de Felipe Calderón, pero reculan cuando esa ayuda se hace pública. Cuando esa colaboración es revelada. Cuando iniciativas como "Rápido y Furioso" y los sobrevuelos en territorio nacional -por parte de aviones estadounidenses encargados de llevar a cabo labores de inteligencia- ocupan las primeras planas de los periódicos. Cuando las fallas tanto tácticas como estratégicas del gobierno calderonista son ventiladas en WikiLeaks.
Y entonces comienza la tan conocida costumbre de buscar refugio bajo el paraguas del patriotismo. Entre los pliegues de la bandera nacional. Detrás de las diatribas pronunciadas en nombre de la soberanía. Se acusa a Estados Unidos de intromisión, después de que ha sido asiduamente pedida por Felipe Calderón. Se critica a Estados Unidos de intervención, después de que ha sido solicitada por el propio gobierno mexicano. Se acusa a Carlos Pascual de ser "procónsul", después de que las autoridades mexicanas -por incompetencia o irresponsabilidad- le han asignado ese papel. Se destaza al embajador por su "ignorancia", después de que envía cables que contienen diagnósticos acertados. Certeros. Realistas. Duros de leer pero difíciles de contradecir.
Más que matar al mensajero, Felipe Calderón debería reflexionar sobre el mensaje que envió. Contiene todo aquello que debería llevarlo a repensar la guerra y los términos en los cuales la está librando. A rectificar la estrategia que hasta el momento ha aumentado la violencia sin disminuir el narcotráfico. A replantear la relación con Estados Unidos sobre bases más honestas, consigo mismo y con sus compatriotas. A redefinir el "éxito" de su ofensiva para que la prioridad sea la reducción de las ejecuciones. Porque si no hace eso, poco importará si Calderón consiguió la cabeza de Carlos Pascual, si obtuvo aplausos cortoplacistas, si impuso su voluntad.
Mañana, cuando el embajador estadounidense haya empacado sus maletas, Ciudad Juárez seguirá siendo la ciudad más insegura del mundo. La tasa de homicidios seguirá creciendo de manera alarmante. Las instituciones de seguridad pública seguirán siendo incapaces de prevenir, detectar, investigar o sancionar la gran mayoría de los hechos violentos que atemorizan al país. El gobierno mexicano seguirá pidiendo la ayuda del gobierno estadounidense de manera subrepticia, y negándolo cuando salga a la luz. El mensaje es claro: si no acabamos con esta guerra -mal concebida, mal librada, mal explicada-, ella acabará con nosotros. Y no se necesita leer los cables de Carlos Pascual para saberlo.

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