Los invisibles/ Mercedes Monmany,
escritora
Publicado
en ABC,
04/03/12:
En
su reciente libro o macroreportaje sobre un tema y palabra muchas veces tabú («Los pobres», Debate), tabú sobre todo
durante los felices años de bonanza global, el escritor americano William T. Vollmann, autor igualmente
de una monumental crítica a la violencia en siete volúmenes («Rising Up and
Rising Down») y de otra no menos gigantesca novela, «Europa Central», traducida
a numerosas lenguas, narraba una chocante escena en la que los invisibles de
repente están junto a nosotros y se hacen obscenamente —nunca mejor dicho—
visibles. Vollmann recorrería, de Tailandia, Afganistán o India hasta Kenia y
los Estados Unidos, un cruel y tenebroso planeta de los desheredados, con una
sobrecarga a duras penas soportable de miseria feroz y milenaria resignación
ante el destino, ante Alá o, simplemente, ante lo que no se entiende.
Un
día, se encuentra caminando por casualidad junto a las vías de tren de Salinas,
California, ciudad natal del premio Nobel de Literatura John Steinbeck, autor de un clásico precisamente del tema de los
desheredados, en este caso de la Gran Depresión, la novela «Las uvas de la ira»(1939).
Apenas disimulada por unos setos, ante la vista de los pasajeros, empieza una
zona de trapicheo de drogas y prostitución. Vollmann va acompañado de dos
hombres de negocios en esos momentos y no pueden evitar pasar justo por delante
de una profesional que le estaba haciendo un específico servicio a un cliente,
a la luz del día. Si «lo más mundano», dice Vollmann, hubiera sido pasar como
si nada por delante, sus dos acompañantes, por el contrario, comentaron
apesadumbrados que de vez en cuando resultaba «útil» que se les recordara este
triste lado de la existencia.
De
repente, para ellos, los «invisibles», la miseria de un planeta que casi nunca
sale a la superficie, habían saltado ante sus propios ojos, como si se tratara
de un oscuro callejón de la Edad Media o de una escena vislumbrada en cualquier
rincón maloliente de la zona de los muelles del Londres del XIX de Dickens.
Antes —sigue comentando este autor— la marginación social se hallaba encerrada
en líneas rojas, impracticables por las clases pudientes o, si se prefiere, por
observadores «sensibles» susceptibles de escandalizarse. Y lo hacía con nombres
variados, dependiendo de la ocasión: «barrio de las luces rojas», «Niggertown»,
«barrio chino», «zona de combate», «zona de tolerancia», «guetos judíos», «lado
malo de la ciudad», o bien, «lado equivocado de la vía». Con lo cual, los
pobres, o los diversos y laberínticos eufemismos actualmente utilizados para
maquillarlos levemente ante la agresividad de las estadísticas —«población bajo
el umbral de la pobreza», «desempleados de larga duración», «excluidos al
amparo de las prestaciones sociales o de cualquier sistema de solidaridad
nacional»— se mantenían física e invariablemente fuera de la vista.
Cuando no existían los reporteros, ni las
guerras ni las hambrunas en directo, vistas, hora por hora, a través de la
televisión, grandes escritores como Dickens y antes de él, el descarnado y
sarcástico Swift, se encargaron de sacar a la luz aquel planeta invisible.
Fieramente crítico con la sociedad de enormes injusticias y desigualdades, así
como con la hipocresía de la época, el período victoriano que le había tocado
en suerte, Dickens, del que este año se celebra el 200 aniversario de su
nacimiento, hablaba en sus célebres novelas de un mundo en el que el trabajo
infantil o la utilización de los niños para cometer delitos eran el pan de cada
día. Niños explotados en las minas, desde los 8 o 10 años, doce horas diarias,
o niños a menudo en prisión, por el solo crimen de su pobreza. Así sucede con
el personaje de «Grandes esperanzas»,
el exconvicto Abel Magwitch, niño huérfano, abandonado y permanentemente
hambriento. Con cinco años robó unos nabos en un campo, fue arrestado y llevado
a prisión. Inmediatamente la ley le creó una nueva identidad, colgándole una
etiqueta, la de pequeño delincuente, endurecido y crecido a patadas en la
cárcel, siempre con los mismos harapos.
Por
su parte, el no menos genial y en ocasiones salvaje escritor satírico, deán a
su vez de la catedral de Saint Patrick en Dublín, Jonathan Swift, publicó en
1729 un provocador panfleto con el fin de sacudir las conciencias cínicamente
adormiladas y despreocupadamente impasibles de su época. Titulada «Una humilde
propuesta» (ahora reeditada en la editorial Nórdica), el proyecto tenía por objeto
—según declaraba su autor— aliviar el «sentimiento de melancolía» de los que
pasean por ciudades y pueblos contemplando el lamentable espectáculo de ver
caminos, calles y puertas de posadas «plagadas de mendigos del sexo femenino,
con tres, cuatro o seis hijos vestidos con harapos e importunando a cada
viajero para conseguir una limosna». Con el fin de «evitar que los hijos de los
pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o su país y que se conviertan
en algo de provecho para el pueblo», Swift proponía nada más y nada menos que
el canibalismo de clase. Es decir, niños («rara vez fruto del matrimonio, una
circunstancia no muy contemplada por nuestros salvajes»), cebados y sumamente
tiernos que servirían de manjar para terratenientes y caballeros de alta
alcurnia que sabrían apreciar tan delicioso manjar, al tiempo que, tras pagar
por el producto consumido, «despojaban a la nación de una penosa e insostenible
carga».
Hoy,
nuestros invisibles posdickensianos o poswiftianos, nuestros olvidados de Buñuel,
se hacen visibles a través de despiadadas y periódicas estadísticas y de los
informes de Cáritas. Esos informes,
sobre una pobreza nada africana, sino local y nacional, que dicen que «las
clases medias se suman al carro de la pobreza» de forma alarmante, que España
es el país —junto a Rumanía y Bulgaria— donde más ha crecido el porcentaje de
la población que se encuentra «en riesgo de caer en la pobreza extrema» y que
de 400.000 personas atendidas hace tres años se había pasado a cerca de un
millón, siendo hoy día más de 9 millones de españoles los que viven en
situación de pobreza. Cifras y datos directamente devastadores que acaban de
repente con toda la blandenguería de los obsesivos teorizantes del laicismo
radical y programático que, curiosamente, pocas veces da de comer cuando llegan
las épocas duras. Una sofisticación ideológica que puede quedar muy bien para
los salones de los boomseconómicos, pero que es directamente bochornosa, y
cercana a lo obsceno, en épocas de exclusión social, de ayudas urgentes y muy
primarias y de catástrofes generalizadas, muy poco selectivas, que poco a poco
afectan a todo el conjunto, sin excepción, de un país.
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