17 mar 2012

Mundos extintos. A. Munthe


Mundos extintos. A. Munthe (y 2)/ Gregorio Morán
Publicada en LA VANGUARDIA, 17/03/12;
Lo confieso, yo también quería ser médico como Axel Munthe. Los mitos de mi adolescencia estuvieron vinculados a los médicos. Lo de los curas y monjes me dejaba frío; incluso los misioneros me parecían algo exótico y lejano. (Por cierto que Asturias suministró media docena de curas guerrilleros en América, que empezaron su andadura haciendo misiones. Lo cuento porque en general se olvida esta insólita faceta que se gestó en los primeros años sesenta). Lo mío, lo confieso ahora que uno ha perdido los rubores, era ser médico.

No tenía nada que ver con el prestigio social que gozaban entonces los galenos, que era mucho y que hoy apenas entendería la gente. La cosa era más inocente, incluso más cándida. Yo admiraba a dos médicos. Uno se llamaba Albert Schweitzer, un señor de pelo blanco del que sabía poco pero que había conseguido todo lo que un chaval podía ambicionar: interpretar al órgano a Juan Sebastián Bach y fundar un hospital en Lambaréné, África. Desconocía que también ejercía de pastor protestante y otras cosas que, con el tiempo, me irían descubriendo a un personaje bastante más contradictorio de lo que yo hubiera podido imaginarme. (Hace años vi en París un filme demoledor sobre el viejo Schweitzer). Pero en aquella edad Albert Schweitzer unía dos sueños en uno; la música y la medicina.


El otro era Axel Munthe. Sus brillantísimas memorias, tituladas La historia de San Michele, que ahora se acaban de reeditar en castellano (Libros de Vanguardia), fue uno de esos libros que dejaron tal huella que aún hoy, al releerlo por enésima vez, después de tantos años, no pude menos que sentirme orgulloso. Merecía la pena. Volver a los libros que nos marcaron en la adolescencia es un riesgo que conviene evitar; ellos han envejecido y nosotros mucho más. Cuenta Elías Canetti, en uno de sus deslumbrantes libros de memorias, que el primer relato que afectó a su conciencia fue el Viaje sentimental de Laurence Sterne; lo leí como homenaje al gran Canetti pero me quedé sin saber qué había encontrado en él además de un buen libro. Quizá porque ese tipo de lecturas son intransferibles; pertenecen a la intimidad y si tratamos de explicarlos podremos hacer literatura pero se nos van las claves de la sentimentalidad, de la edad, del momento en que los leemos

 Tengo una vaga idea de una película que apareció por entonces (1962), una coproducción germano-italiana, que en Alemania se tituló El médico de San Michele y entre nosotros igual que el texto de Axel Munthe. Es verdad que sirvió como acicate para el libro pero apenas si guardo memoria de escenas, actores y situaciones. ¿Cómo explicar hoy quién fue Munthe, cuando ejercer la medicina es oficio tan deteriorado por recortes y humillaciones, que la gente le ha perdido el respeto? El halo de antaño, desengañémonos, ha ido desapareciendo hasta convertirse en un oficio donde unos se limitan a cumplir y otros a sufrir porque aún sienten ese hormiguillo que antes se denominaba vocación. Quizá fue la última vocación laica del siglo XX, pero me temo que eso se acabó.

 La historia de San Michele no es otra cosa que la historia de un médico sueco contada por él mismo. Su período de formación en París y su descubrimiento de Italia, primero, y de Nápoles y la isla de Capri, después. Allí donde construirá una mansión, “San Michele”, que se convertirá en legendaria. Pero los médicos tienen una característica poco vinculada a la ciencia pero sumamente importante en el ejercicio de su profesión, la personalidad. “¿Cuál es el secreto del éxito?”, escribe Munthe. “Inspirar confianza”.

 Lo más valioso de la historia de Axel Munthe contada por él mismo son los reflejos de su personalidad. Médico de la alta sociedad y de la ínfima, profesional sin prejuicios de clase ni de prestigio. Seguro de sí mismo y de sus convicciones, precisas y nada grandilocuentes. Su pasión por los animales en general y por los perros en particular. “El perro no puede fingir, no puede engañar, no puede mentir, porque no puede hablar”. Una lección de escaso atractivo social, tanto, que uno de los aspectos más llamativos de esa fuerte personalidad es su desprecio por las convenciones sociales, lo que unido a una esmerada educación y un considerable sentido del humor, le convierten en un espécimen fascinante.

 La sinceridad para juzgar la taimada incompetencia de sus colegas –un tabú en la profesión médica, y en casi todas, para qué negarlo, ¡estamos los periodistas como para exhibirnos de ejemplo!–, y para decir que se emborracha cuando lo hace, y que fuma y que disfruta con esos placeres de la cocina y la charla que caracterizaron a una generación de galenos hoy extinta, entre tanto aburridísimo científico de gimnasio y dietas, aspirante a la eternidad. Y la humildad del error. Un médico humilde es tan insólito como un periodista discreto.

 Hubo un tiempo en el que los médicos escribían algo más que recetas. Entre la mejor literatura española del XX hay dos médicos, uno a regañadientes y más bien torpe, Pío Baroja, y otro brillante y arrollador hasta la provocación, el psiquiatra Luis Martín Santos. Hay otros que prometían y no continuaron, pero es verdad que pocas profesiones han tenido a mano tal cantidad de material humano como los galenos de antaño. Felipe Trigo, un personaje hoy olvidado y exitoso novelista de su tiempo, gozaba de un conocimiento que surtió su obra. Es posible que la tradición del médico escritor se esté perdiendo y constituya hoy día una rareza. La vida del profesional de la medicina no consiente libertades de horarios, tranquilidad, ni distanciamiento, amarrados al duro banco de guardias, urgencias y limitaciones presupuestarias.

 Axel Munthe escribió poco y vivió intensamente. Su Historia de San Michele es un concentrado de vida en el que los enfermos desempeñan un papel protagonista, siempre, lo cual da a su prosa una cercanía que lo hace entrañable. Parece que está escrito para disfrutar y eso tiene un valor que no disimula ni el dolor ni la presencia constante de la muerte. No se escamotea nada, ni la satisfacción por una buena cura ni el fracaso ante un diagnóstico equivocado. Y está la perplejidad del galeno ilustrado ante el peso de la superstición, irresistible en el Nápoles de los santos milagreros en medio de la miseria irredenta. Luego publicó otro libro, precioso en su sencillez, Lo que no conté en la historia de San Michele, que se editó en España con brillante traducción de Alfonso Nadal. Sus dificultades económicas le llevaron a dictar cartas y relatos en inglés que lamentablemente no se tradujeron entre nosotros.
 Si nos preguntáramos cuál es realmente el mundo extinguido que se nos aparece en esta Historia de San Michele habría que empezar por el propio ejercicio de la medicina, sobre el cambio experimentado –para bien de la sociedad, en muchos casos–, que ha supuesto la familiaridad con la asistencia médica. Pero también la imposibilidad de hacer de Axel Munthe, de médico y de humanista, y sobrevivir en un mundo como el nuestro. Seamos sarcásticos. No es lo mismo construirse una casa en la Cerdanya o en Sitges o en Marbella, que proponerse resucitar los restos que dejó Tiberio en Capri.

Hay en La historia de San Michele muchos homenajes, auténticos monumentos a la sentimentalidad humana. El respeto a los animales, no es el menor, pero hay uno que refleja más que ningún otro la personalidad de Axel Munthe. Es el que dedica a Schubert, el músico, feo y fracasado. El reproche que hace Munthe por el desprecio que manifiesta Goethe, el caballero ennoblecido y soberbio, que prefiere la música vulgar de un lacayo frente a la grandeza de ese muchacho que se presenta ante el poeta y es tratado con el desdén que otorgan los inmortales cuando han perdido ya la razón de su grandeza. Son páginas que convierten este relato de un mundo extinto en pedagogía permanente. Lo que hace que Axel Munthe haya escrito un libro antiguo y que, sin embargo, podamos decir que es un contemporáneo.

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