27 ago 2012

Cuando el narco entra a casa*/Jo Tuckman

Cuando el narco entra a casa*/Jo Tuckman
Revista Proceso # 1869, 25 de agosto de 2012
Construye tumbas para ganarse la vida… y se la gana bastante bien. No son tumbas ordinarias, sino extravagancias de dos pisos en mármol que hacen que el cementerio Jardines de Humaya, en la afueras de Culiacán, la capital de Sinaloa, parezca un suburbio acomodado para los muertos; los muertos del narco. “Pagan bien y a tiempo, y son buenos clientes en tanto entregues lo que prometiste”, me dijo mientras hacía una pausa en su proyecto en turno. “Si no lo haces, ya no están tan contentos”, agregó colocando su mano en la cabeza como si fuera una pistola y tirando del gatillo. Esto es exactamente lo que le pasó a un amigo suyo hace unos meses, porque rebasó el presupuesto.
Este lujo mortuorio no es barato. El constructor me señaló un mausoleo de cinco metros de alto con columnas dóricas y una aparatosa escalera curva que conduce al segundo piso. Dijo que la construcción costó 1.2 millones de pesos, aunque no especificó si éstos incluían los paneles solares del techo (que dan energía al aire acondicionado y al entretenimiento dentro de la tumba) o al vidrio a prueba de balas que cubre la imagen de la vitrina. “Están hechas de modo que la familia pueda reunirse y relajarse. Tienen que ser muy cuidadosos en estos tiempos”.
La vista desde donde platicamos sugiere que las cúpulas son prácticamente obligatorias, los balcones comunes y que el estilo arquitectónico más popular puede ser definido sin mucho rigor como neoclásico. El barroco recargado también es uno de los favoritos y hay algunos atisbos de modernismo minimalista, que dijo empezaba a ponerse de moda.
El tráfico de drogas tiene una larga tradición en muchas partes del país, pero en ninguna está tan orgánicamente integrado a los cimientos políticos, económicos, sociales y culturales como en Sinaloa. El estado tiene muchas facetas: tiene una agricultura industrializada y es uno de los últimos reductos de los tradicionales juegos de pelota precolombinos; pero el negocio de la droga acecha prácticamente por todas partes.
Pese a ser el bastión del Cártel de Sinaloa, la organización de tráfico de drogas más poderosa de la actual coyuntura, y de Joaquín El Chapo Guzmán, su capo más famoso, el estado es también la patria sentimental de muchos otros líderes de organizaciones rivales. Aunque tengan sus centros de operación en otras partes, no es infrecuente que cuando llega su hora sean traídos de regreso a casa para ser enterrados en el cementerio Humaya. La anciana madre de los hermanos Carrillo Fuentes, del Cártel de Juárez, siguió viviendo en el estado por lo menos hasta 2011. Ocasionalmente permitía a los periodistas entrar a su casa, donde tenía un altar dedicado a sus varios hijos muertos.
Sinaloa se encontraba relativamente en paz al inicio de la ofensiva de Calderón, hasta que una escisión en el núcleo de la Federación de Sinaloa lo convirtió a principios de 2008 en un frente de primer orden, casi al mismo tiempo en que se desató el conflicto en Ciudad Juárez. La chispa se encendió con el arresto en enero de Alfredo Beltrán Leyva, uno de los cuatro hermanos cuya organización había llegado a ser una de las más poderosas del país dentro de la Federación.
Rápidamente se extendió el rumor de que Alfredo, detenido por militares en una casa de seguridad en Culiacán, había sido “entregado” a las autoridades por El Chapo. Otros dijeron que El Chapo no hizo lo suficiente para apoyar un plan de escape inmediatamente después de la detención de Alfredo. La creciente tensión estalló en un enfrentamiento armado cuando uno de los hijos del Chapo fue baleado en mayo a las afueras de un centro comercial de Culiacán, supuestamente por órdenes de los hermanos Beltrán Leyva que todavía estaban libres. En el conflicto que sobrevino, Ismael El Mayo Zambada y los otros principales líderes de Sinaloa se alinearon con El Chapo. Los Beltrán Leyva consolidaron su incipiente alianza con Los Zetas, que pueden haber sido la causa más importante de la ruptura original.
La batalla se extendió a todos los estados donde los grupos coincidían, pero fue más intensa en el propio Sinaloa. El Chapo y la familia Beltrán Leyva habían nacido en la misma parte de la sierra, estaban lejanamente emparentados y habían crecido juntos en el negocio, al tanto de los secretos de unos y otros. Conocían la ubicación de las casas de seguridad de cada uno y qué policías y políticos estaban en las nóminas respectivas. Sabían qué compañías lavaban el dinero de quién, qué restaurantes gustaban de frecuentar sus antiguos aliados y a qué escuelas asistían sus hijos. La guerra de las drogas había llegado a casa.
Ambivalencia
Durante un viaje que hice a Culiacán en enero de 2009 platiqué con un taxista que se había topado con siete diferentes batallas a tiros en el transcurso de dos meses. Una joven madre recuerda haber presenciado cómo hombres armados secuestraron a otro progenitor cuando fueron a recoger a sus respectivos hijos de una guardería. Un pequeñín trota detrás de su madre mientras ésta cuenta cómo la reciente fiesta de cumpleaños de su otra hija terminó cuando no lejos de ahí se desató una balacera entre varios vehículos cargados de pistoleros; dos de los pequeños invitados acabaron con metralla en las piernas. Un comerciante confesó su preocupación de convertirse en un blanco, porque tenía amigos que sabía eran narcos. Otra familia describió cómo cambiaron de lugar su recámara para no tener que dormir junto a la pared que compartían con sus vecinos, a quienes habían visto portando armas. El dueño de una vulcanizadora contó cómo instruyó a sus empleados a trabajar a toda velocidad cuando evidentes traficantes se detuvieran a adquirir nuevas llantas… por miedo a que atrajeran a sus rivales. Una mujer afirmó que nunca se recuperaría de la muerte de su hijo adolescente, abatido cuando pistoleros atacaron el taller mecánico donde se encontraba. El médico de una clínica privada hizo un recuento de las veces que ha sido obligado a ponerle suero intravenoso a un cadáver, por parte de familiares armados con rifles de asalto que se niegan a aceptar que su ser querido está muerto, a pesar de estar viendo que tiene derramados los sesos.
Las historias no sólo eran notables por ser tan íntimas y tan fáciles de encontrar, sino también revelaban una profunda ambivalencia entre la población sobre la condición de su ciudad como centro del crimen organizado.
El taxista dijo que una vez que las cosas se calmaran, consideraría traficar un poco con drogas para elevar sus ingresos. La joven madre dijo comprender a sus amigas que buscaban los lujos que sus novios narcos podían proporcionarles (aunque ella personalmente preferiría un político… era menos riesgoso). La madre de la niña cuya fiesta de cumpleaños fue arruinada por una balacera sólo expresó su deseo de que los pistoleros tuvieran más cuidado de enfrentarse en lugares menos vulnerables. El dueño de la vulcanizadora reconoció que su negocio se iría a pique si no fuera por el insaciable apetito de los traficantes por tener llantas nuevas en sus vehículos. La madre del adolescente muerto estaba enojada con los cárteles, pero dirigió la mayor parte de su ira contra las autoridades, por no atrapar a sus asesinos. Únicamente el médico achacó la violencia totalmente a los narcos, consideró que la solución era expulsarlos de la ciudad y saludó la llegada de los 2 mil soldados que entonces la patrullaban como un primer paso positivo hacia ese fin.
Aunque difícilmente representa una muestra científica, esto sugiere que aun aquéllos directamente afectados por la violencia encuentran difícil imaginarse a un Culiacán sin traficantes de drogas que jueguen un papel significativo. La ciudad está también repleta de gente ordinaria que expresa abiertamente su afinidad con los criminales.
Un ama de casa, que vive junto a una pared cacariza de balas, se balanceaba en una mecedora con su bebé en brazos y se quejaba de que la economía se ha visto severamente afectada desde que la ofensiva obligó a los traficantes a mantener un bajo perfil cuando no se estaban matando los unos a los otros. Un mesero de mi hotel me dijo, con evidente orgullo, que su hermano cocinaba para un capo. Un grupo de niños de siete años que acababa de participar entusiastamente en un taller contra la violencia, organizado por las autoridades estatales en su escuela, alardeó que sabía cómo disparar rifles Kalashnikov. Un voceador de 12 años que ofrecía periódicos a los automovilistas dijo que quería ser narco. Acabábamos de ver pasar una pick up nueva, lo que lo llevó a soñar que un día tendría una exactamente igual.
La ciudad también se mueve al ritmo de los narcocorridos que emanan de los estéreos de los coches (…) Las pocas líneas de una canción cantada por una banda conocida sólo como El Cártel, tienen un tono casi existencial: “Un sicario llegó al infierno para inspeccionar un trabajo que había hecho. No sabía que sus víctimas ya lo estaban esperando”.
Los narcocorridos más conocidos embellecen las biografías de destacadas figuras del narco y cumplen una función similar a los cantos que entonaban los juglares sobre los caballeros medievales. Jóvenes traficantes ambiciosos pagan miles de dólares por un corrido sobre ellos, pero a los capos establecidos probablemente se les pide permiso, antes que una cuota.
“Los narcocorridos son como películas de acción; permiten a la gente sentirse parte de algo excitante, aunque no lo sean y en realidad tampoco quieran serlo”, me dijo el productor de discos Conrado Lugo.
Una noche Lugo me llevó a visitar algunos de los lugares de interés en Culiacán. Me mostró la casa donde Alfredo Beltrán Leyva fue arrestado. Había sido garabateada con las palabras “Te amamos, Mochomo”, refiriéndose a su apodo que alude a un tipo de hormiga roja. Circulamos despacio alrededor de una cruz de metal bien cuidada y rodeada de flores frescas y globos de helio, ubicada en el lugar donde fue asesinado el hijo de El Chapo Guzmán. Pasamos frente a la agencia de modelos donde solía trabajar Miss Sinaloa, antes de ser arrrestada junto con un traficante y quedar detenida durante 40 días. Mientras caminábamos, el jovial Lugo hablaba sobre sus planes de enseñar a sus tres hijas a disparar para que no se sintieran intimidadas por la violencia. Estaba preocupado de que ya fuera demasiado tarde para la mayor: tenía 12 años.
(…) “El narco aquí no es un problema militar; ni siquiera un problema policiaco”, me dijo Javier Valdez Cárdenas, un reportero del semanario local de investigación Ríodoce, quien también ha escrito tres extraordinarios libros que respaldan su afirmación: Malayerba, Miss Narco y Los morros del narco. “Le hemos permitido que entre a nuestras casas, a nuestras cocinas, a nuestros comedores, a nuestros baños, a nuestras recámaras y que se meta debajo de nuestras sábanas. Soy pesimista de que podamos volverlo a sacar”. (Traducción: Lucía Luna)

*  Fragmentos del libro de Jo Tuckman, Mexico democracy interrupted (Yale University Press, 2012).

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