2 dic 2012

Movimiento y política/ Manuel Castells

Movimiento y política/ Manuel Castells
La Vanguardia | 1 de diciembre de 2012
La peor crisis que estamos viviendo es la crisis del instrumento de gestión de las crisis: la política. Las protestas de los ciudadanos golpeados por la crisis económica chocan con la indiferencia y arrogancia de la clase política que sólo se agita para ganar cuota de poder dentro de un sistema político que ni sabe ni contesta. Al clamor popular en favor del derecho a decidir las formas de autogobierno en Catalunya se responde desde el Estado blandiendo la Inmaculada Constitución y remitiendo al Parlamento elegido en el 2011 como única fuente legítima de ejercicio del poder.

 O sea, cualquier movimiento de afirmación de proyectos alternativos en lo institucional, en lo económico, en lo social pareciera condenado al fracaso por agotamiento y esterilidad de su acción. El mecanismo clave de control político es canalizar toda ansia de cambio en la sociedad a través de la representación indirecta de la voluntad popular. Las leyes electorales aseguran un control de los grandes partidos sobre los resultados de las elecciones porque ellos las promulgaron a su imagen y semejanza. El principio democrático de “un ciudadano un voto” no tiene vigencia en la mayoría de países y ninguna en España. Circunscripciones electorales que favorecen territorios conservadores. Una regla D’Hondt que asegura ventaja a los partidos más votados. El tiempo de televisión y la financiación pública de los partidos depende de los resultados de la anterior elección, asegurando la reproducción del sistema. Cualquier intento de modificar la ley electoral es desechado por los parlamentos beneficiarios de ese sistema sesgado. Añádase la influencia decisiva de los grandes partidos y grupos empresariales sobre los medios de comunicación, y se puede entender la autocomplacencia de una clase política que cree tener todo atado y bien atado. Contra ese estado de cosas se moviliza la sociedad civil y los ciudadanos de modo cada vez más espontáneo ya que muchas organizaciones tradicionales también están controladas por una ramificación de los partidos y sus padrinos en el tejido organizativo. La partitocracia bloquea todo cambio social que no cuente con el beneplácito de la burocracia política. Y esa burocracia oscila entre la indiferencia a la presión popular y la manipulación de voluntades para llevar agua a su molino.

Y aun así, la historia nos enseña que las instituciones y las políticas cambian bajo la presión de los movimientos sociales, agentes primordiales de innovación política que, con su influencia sobre las mentes de las personas, acaban filtrándose por las paredes de la política y propician cambios que parecían impensables. Es cuestión de aumentar cuantitativa y cualitativamente el nivel de presión popular.

Consideremos el movimiento independentista en Catalunya. Fue un movimiento iniciado desde la sociedad civil, con un gran nivel de autonomía con respecto a los partidos, incluso con respecto a partidos independentistas como ERC. Se gestó en los referéndums municipales sobre la independencia y en centenares de asociaciones cívicas que se fueron articulando, con formas de organización en red, en la Assemblea Nacional Catalana. Por la actitud intransigente y humillante de los gobiernos españoles respecto a la conciencia nacional catalana, el enfado de muchos ciudadanos se fue acentuando y la afirmación del derecho a decidir se convirtió en opinión ampliamente mayoritaria en Catalunya. La convocatoria de la manifestación de la Diada de 2012 fue hecha con plena autonomía con respecto a los partidos y contó con la hostilidad del PS(C), del PP y, obviamente, del partido antinacionalista Ciutadans, creado precisamente como reacción al independentismo. Tanto CiU como el presidente Mas estuvieron ausentes de la convocatoria hasta días antes de la manifestación. La conversión de última hora de Mas parece sincera, según testigos, aunque también influyó la expectativa de obtención de réditos electorales. El fracaso de la apuesta política personal de Mas se ha interpretado como la derrota del independentismo. En realidad, los datos muestran lo contrario: los escaños soberanistas representan el 64% del Parlament, mientras que los votos a partidos y coaliciones que se pronunciaron por el derecho a decidir sumaron 2.140.317 frente a 1.334.149 de PSC, PP y Ciutadans.

Pero lo verdaderamente decisivo es que el hecho de que el origen de la movilización fuese autónomo con respecto a los grandes partidos radicalizó la expresión independentista en el sistema político, como indica el éxito de la CUP, que representan la articulación del independentismo más militante con la movilización sociopolítica en contra de la gestión de la crisis. La resurgimiento espectacular de ERC y el ascenso de Iniciativa indican un claro giro a la izquierda del movimiento independentista además de un proyecto de convicción más firme en la propuesta de una consulta popular en el 2013. En la medida en que el Estado español se siente fortalecido por el retroceso de Mas, la movilización nacionalista catalana tenderá a radicalizarse para avanzar en su objetivo, y esa radicalización cuenta ahora con una presencia mucho más amplia en las instituciones catalanas. Y además, une la reivindicación nacional con la social, ganando fuerza y legitimidad en una sociedad catalana que se apresta a choques muy duros con el nacionalismo español. Es así como políticas que nacen de los movimientos prefiguran el cambio institucional con mayor eficacia que las reformas iniciadas desde los partidos. Por otro lado, también se demuestra que el cambio se gesta en la interacción entre movimiento social y presencia política en las instituciones a condición de que esta presencia se enraíce en el movimiento y no lo instrumentalice.

La experiencia del independentismo catalán ofrece importantes lecciones para el movimiento del 15-M, para el que ha llegado el momento de plantearse la intervención política institucional sin diluirse en formas partidarias que no son las suyas. Así se va configurando un proceso que podría llamarse revolucionario, aunque pacífico, en la medida en que la superación de la crisis y el proyecto nacional catalán parecieran exigir una transformación del Estado.

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