13 ago 2013

Richard Wagner, imaginado por Thomas Mann

Richard Wagner, imaginado por Thomas Mann/ Juan Ángel Juristo, escritor y crítico literario
ABC |10 de agosto de 2013

Con motivo del bicentenario de Richard Wagner han sucedido muchas cosas, algunas previsibles, como lo ocurrido en Dusseldorf con motivo de la representación de un manido y mediocre Tannhäuser, lo que siempre es motivo de escándalo en los medios de comunicación, pero también otros de nula repercusión mediática, como los excelentes conciertos dados por toda Alemania. Ni que decir tiene que para conmemorar tan fastuoso bicentenario se han editado, y reeditado, una serie de libros en torno a la figura del compositor, que abarcan desde la grata aparición de sus memorias hasta el libreto de la tetralogía del anillo, pasando por ensayos sobre su figura, alguna que otra biografía… y, por supuesto, es casi una obligación, los escritos que Thomas Mann, wagneriano confeso y apasionado hasta el paroxismo, dedicó a quién consideró el mejor compositor del siglo XIX. Richard-Wagner y la música (Debolsillo) es un volumen que recopiló Erika Mann para la casa editora S. Fischer Verlag, donde se recogen todas los textos que Mann dedicó a Wagner, incluida la parte menos conocida, que es la correspondencia.

En ella leemos cosas de este jaez: «Hay en el Tristán de Wagner más de Novalis que de Schopenhauer, como probablemente sabe ya todo el mundo. Pero, ¿a mí que más me da?» o, en carta a André Gide, «Crítica wagneriana alemana sólo hubo una, la de Nietzsche», o el modo en que comienza, en 1911, su Polémica con Richard Wagner: «Lo que debo a Richard Wagner en goce y conocimiento artístico es algo que no podré olvidar jamás , por más que me llegase a distanciar de él espiritualmente»… en frases así, podíamos citar decenas de ellas, se recoge la pasión casi infinita, desde luego único por este escritor hacia el creador de Parsifal, pero también la ambivalencia, la ambigüedad con que Mann trató siempre el asunto Wagner, porque de una u otra manera siempre fue un asunto, una cuestión que se le planteaba cada cierto tiempo y que él sintetizó en trabajos como Ensayos sobre el teatro, Reflexiones de un apolítico, Sufrimientos y grandezas de Richard Wagner y Richar dWagner y el anillo de los Nibelungos. Pero, en definitiva, ¿de donde le venía esa fascinación casi tiránica por el compositor? Encontrar la respuesta definitiva sería responder en parte al misterio Thomas Mann, pero hay datos que avalan cierta construcción mental que explicaría en parte las fluctuaciones no exentas de enormes tensiones que Mann, hombre de enormes tensiones, tuvo en vida con la figura y la obra de Richard Wagner.
Por un lado está Goethe, autor con el que Thomas Mann quiso siempre medirse, como enano a hombros de gigante, como en parte le sucedió a otro escritor guillermino, Ernst Jünger, y en esa medición estaba su legado, el del hombre crítico, el poseedor de las Luces, el investigador, el eterno curioso, el que se enamoró de una lechera jovencita cuando él era un anciano, curioso paralelismo con el amor repentino de Mann con aquel camarero de hotel a edad ya muy avanzada, en fin, el cosmopolita que es capaz de erigirse en consejero áulico de un príncipe, el gigante Goethe, semejante en su visión a la del águila, y, por otro, el lado opuesto del espíritu alemán, Wagner, el reivindicador del mito, el mago capaz de fascinar a las masas, el psicólogo que sabe plasmar las pasiones más sofisticadas, el mixtificador de símbolos, el hombre que atrae hacia el abismo porque nadie como él plasmó la vinculación del amor y la muerte.
En esta confrontación, que siempre le preocupó, no hay más que leer Carlota en Weimar o las obras más wagnerianas de Thomas Mann, Tristán y Sangre de Welsas, y en gran parte, también Los Buddenbrook, e incluso la tetralogía de José, entre lo que para él significaban las dos vertientes distintas del espíritu alemán, el equilibrio fue casi siempre su estupenda y feliz resolución del asunto, pero en ese casi se esconden tiempos turbulentos, de enorme truculencia.
Fue el uso que el nacionalsocialismo hizo del compositor, y no sólo ese movimiento, sino cierta vertiente mixtificadora en tiempos en que el ocultismo era moneda común, inflacionaria, hizo que la confianza de Mann comenzase a resquebrajarse respecto a ciertas cuestiones en las que se sentía impotente. Estaba la bazofia mistificadora de revistas wagnerianas como la Bayreuther Blätter, lo que daba la medida de a donde podía llegar cierta perversión de la idea wagneriana, porque por otro lado había otras, como la Revue Wagnérianne que, según Ernst Reynaud, «era la única revista francesa genial que existía por aquel entonces».
El director de la misma fue Edouard Dujardin, el inventor del flujo de conciencia, que inspiró a James Joyce, y entre sus colaboradores se encontraban Jacques Emile Blanche, Stéphane Mallarmé, Villiers de L’Isle Adam, Joris Karl Huysmans y Paul Verlaine. Uno de los miembros del patronato era Houston Stuart Chamberlain, el teórico británico racista, enemigo declarado del legado de Ignacio de Loyola, esposo de Eva Wagner y apocalíptico personaje anunciador del fin de la raza aria a menos que… De estas mezclas se alimentaba la época.
Los peregrinos enardecidos que reptan por el camino trillado del monte sagrado wagneriano no estaba hechos para gentes como Stéphane Mallarmé, por hablar de un wagneriano francés de la última hornada del siglo, salvando así ese primer entusiasmo maravillado de Baudelaire. El poema Réverie d´un poète français, de Mallarmé, está dedicado a Wagner, y en él el poeta aboga por colocarse a «mi côte du temple», lo que es la medida exacta de la distancia que el poeta quiere tener con Wagner. A Thomas Mann le ocurre lo mismo, salvo que siempre aboga por su hechizo porque el compositor, al fin y al cabo, fue el mago que a través de su música mejor supo transmitir el afán de superación del propio yo.
Mann siempre admiró las dotes psicológicas de Wagner, su talento dramático, al que llega a comparar con el monstruo de la escena en aquellos años, Henrik Ibsen, y ve en ellos un gesto predominantemente nórdico en ese don. Thomas Mann, en carta a Kart Martens, estamos en 1902, escribe que se siente indefenso frente a Wagner y que después de escuchar Parsifal no pudo escribir en dos semanas. Suponemos exageración exacerbada lo que a todas luces es imposible en un hombre que si no cogía la pluma no sabía donde se encontraba el mundo. El libro es apasionante, como apasionante son los dos personajes en cuestión, Thomas Mann y Richard Wagner. Aquí hablamos del compositor pero se nos desvela el escritor. Dos gigantes. Merece la pena.
 
 

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