18 may 2014

Los murales de Diego: De Echeverría a Elba Esther


Los murales de Diego: De Echeverría a Elba Esther/MATHIEU TOURLIERE
Revista Proceso # 1959, a 17 de mayo de 2014
Por lo menos cinco de los 21 paneles originales de la obra muralística que Diego Rivera pintó en la New Workers School de Nueva York en 1933 se encuentran en poder de las autoridades. Forman parte del legado artístico que la exlideresa del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, Elba Esther Gordillo, quiso entregar a sus allegados estando ya en la cárcel, en la cual se encuentra desde febrero de 2013 por lavado de dinero. Retrato de Norteamérica, donde el artista plasmó su visión crítica de la historia de Estados Unidos, ha ido desintegrándose a medida que ha pasado de manos: El sindicato trotskista, Luis Echeverría, la maestra…
Si bien la censura busca aniquilar las obras polémicas de los artistas, en el caso de Diego Rivera salvó ocho tesoros de las llamas.
Descolgados de los muros de un edificio decrépito, éstos pasaron de manos entre diferentes coleccionistas privados –destaca el expresidente Luís Echeverría– y ahora reposan en cajas de cartón selladas, como parte de los cuerpos del delito en la investigación por lavado de dinero que lleva a cabo la Procuraduría General de la República contra Elba Esther Gordillo Morales.

 Se trata de cinco murales –Guerra Mundial, La nueva libertad, Industria moderna, Mussolini y Defensa de la tierra de los trabajadores–, fragmentos de Retrato de Norteamérica, obra maestra de 21 paneles movibles que realizó Rivera en Nueva York entre julio y diciembre de 1933.
Tres murales más de Retrato de Norteamérica tomaron otro camino: el que formó parte central de la obra, Unión proletaria, se encuentra en el Museo de Nagoya, Japón. The New Deal está expuesto en el Museo Skisserna de Lund, en Suecia. Fuerzas de resistencia contra el fascismo –hasta donde se pudo rastrear–, pertenece a una colección privada de Nueva York.
 Criticado
 En mayo de 1933, mientras pintaba el mural por el cual le había contratado el banquero Nelson Rockefeller en el Radio City Center de Nueva York, Rivera se encontró en medio del fuego cruzado de la crítica.
 Por un lado, los sectores burgueses estaban furiosos desde que su obra “comunista”, además de presentar la decadencia de la alta sociedad, incluía el retrato de Lenin.
 Por parte de su bando izquierdista, el muralista recibía ataques frecuentes del Partido Comunista estadunidense, que denigraba  al  “artista de los millonarios” – de Morgan, Rockefeller o Ford–, a través de sus periódicos como The New Masses o The Daily Worker.
 Ante la negativa de Rivera de eliminar la figura de Lenin, Rockefeller lo despidió con sus asistentes y cubrió la obra no terminada de largas mantas.
 “Como el contrato implicaba una intermediaria, Rockefeller pagó a Rivera hasta el último centavo del mural”, recordó la especialista Raquel Tibol en entrevista con Proceso.
 Escaldado por las críticas –de ambos frentes–, Rivera decidió utilizar estos fondos para volver a pintar la obra abortada, esta vez en la New Workers School de Nueva York, sede del Partido Comunista de Estados Unidos de oposición (PCO) que fundó su amigo –y futuro biógrafo– Bertram Wolfe junto con otro teórico de izquierda, Jay Lovestone.
 Al igual que Rivera, los miembros del PC(O) fueron expulsados del Partido Comunista en 1929, a raíz de las purgas que llevó a cabo el Komintern desde Moscú. Stalín buscaba eliminar el “peligro derechista” de sus filas, encarnado por las corrientes trotskistas y críticas del “fascismo social” estalinista.
 En la New Workers School, los trabajadores recibían “entrenamiento para la lucha de clases”. Anunciaba un folleto: “Lecciones durante las tardes de historia económica, teoría comunista, estrategia y tácticas de la lucha de clases, etcétera…”
 El “edificio viejo y sucio” de la New Workers School se ubicaba en el número 51 de la calle 14 Oeste de Manhattan. Cuando subió por primera vez “las escaleras de hierro, tan escarpadas como las de las pirámides de Uxmal o de Teotihuacan” y entró en el salón principal, Rivera se dio cuenta de que el espacio reducido no le permitía reproducir el mural del Rockefeller.
 Obra maestra
 Imaginó entonces Retratos de Norteamérica: un proyecto en el que narraría la historia de Estados Unidos a través de figuras simbólicas que ilustrarían el nacimiento, el desarrollo y la madurez del capitalismo. Al mismo tiempo pintaría la reacción al advenimiento del modelo productivo, encarnada por movimientos sociales. Enfocaría resueltamente su visión histórica hacia la lucha de clases.
 Al formar su proyecto, Rivera todavía ignoraba mucho de la historia estadunidense. Betram Wolfe se dedicó a familiarizar al muralista con sus acontecimientos y sus actores principales.
 En la biografía que consagró al muralista, La fabulosa vida de Diego Rivera, Wolfe relata el arduo trabajo de investigación histórica que realizaron ambos para aterrizar la obra.
 Además de visitar bibliotecas y fuentes diversas, Wolfe rememora:
 “Leímos discursos y escritos de cada uno de los personajes representativos seleccionados… los vimos a través de los ojos de sus enemigos, analizando sus odios, y a través de los ojos de sus admiradores, analizando su simpatía.
 “Y más que todo, escarbamos los temperamentos de las masas anónimas a las cuales esos personajes habían inspirado amor y odio, las masas que les habían seguido y que a veces los habían creado.”

Tras seis meses de intensa labor –a razón de un panel cada diez días– el resultado rebasó las mayores expectativas de Wolfe y del propio Rivera.

“Estos frescos son los mejores que he pintado –sentenció el muralista en febrero de 1934 en el prólogo del libro que presenta la obra–, los mejor construidos, los más correctos en dialéctica histórica, los más ricos en síntesis material y, además, informados con el mayor entusiasmo y amor que soy capaz de sentir.”

Retrato de Norteamérica dibujó la historia violenta y simbólica de un país belicoso, en el cual los pujantes –colonos y esclavistas, industriales y financieros–, explotan a los más débiles; asfaltan de muertos el camino del progreso y la ciencia, dirigidos por el lucro. En la historia de Diego Rivera, los líderes de luchas sociales terminan colgados, fusilados o electrocutados.

En contraste, pintó movimientos progresistas luchando por la independencia, la abolición del esclavismo, el mejoramiento de las condiciones laborales; fuerzas de resistencia operando una marcha hacia el comunismo.

“Cualesquiera que hayan sido sus limitaciones por tratarse de propaganda unilateral, no existe ningún ejemplo por parte de nuestros propios pintores que siquiera se acerque a una tan conmovedora representación de nuestro pueblo, nuestra historia, nuestra patria”, escribió Wolfe en la biografía.

Dada la vetustez del edificio, Rivera imaginó que tarde o temprano la New Workers School tendría que cambiar de lugar. Por lo tanto enganchó sus murales de mármol molido y hormigón en paneles movibles.

Cada mural traía marcos de madera con esquinas de metal; mientras que en el respaldo unas tiras de madera cruzadas bloqueaban una tabla enmallada de alambre y cubierta por varias capas de escayola.

“Uno solo de dichos paneles pesa alrededor de ciento cincuenta kilos”, estimó Wolfe.

Relató Rivera:

 “Los pinté para los trabajadores de Nueva York, y por primera vez en mi vida trabajé por mí mismo; por primera vez pinté en un muro que pertenecía a los trabajadores, no porque son dueños del edificio en el que instalaron su escuela, sino porque los frescos están hechos sobre paneles movibles que pueden ser trasladados con ellos a cualquier lugar donde mudarán su escuela.”

Traslados

En diciembre de 1936, la New Workers School se mudó al número 131 de la  Calle 33 Oeste. Gracias a la estructura móvil descrita, ninguno de los paneles se dañó en la mudanza. Pero la Liga Laboral Independiente de América, nueva apelación del PC(O) desde 1938, no sobrevivió a sus divisiones: se disolvió en 1941.

Otra vez las obras tuvieron que ser trasladadas. El fundador del PC(O) Lovestone, las entregó al Sindicato Internacional de las Mujeres y los Trabajadores del Textil (ILGWU, por sus siglas en inglés), con el que tenía fuertes lazos y del que se volvería director de asuntos internacionales en 1943.

Sin embargo el sindicato rechazó exponer Unión proletaria, así como dos murales más pequeños y sin títulos que la rodeaban.

En la New Workers School, los dos muros laterales estaban cubiertos por ocho murales. Seguían una lógica cronológica: entre más se acercaban a la pared central, ubicada atrás de la tribuna, más avanzaban en la historia. En el centro de esta pared se encontraba Unión proletaria, flanqueada de dos murales: uno escenificaba a Benito Mussolini, otro a Adolfo Hitler. Ambos personajes siniestros miraban hacia el mural principal.

Este reúne, alrededor de Carlos Marx, Engels y Lenin, a todas las figuras del comunismo de entonces, desde los soviéticos Stalin, Bujarin y Trotsky hasta los estadunidenses William Foster, James Cannon, Charles Ruthenberg, Lovestone y Wolfe.

En la idea de Rivera, esta unión sagrada de todos los comunistas representaba la última muralla para salvar a Estados Unidos y gran parte del mundo de las amenazas fascista y nazi. Para ilustrar esta muralla, colocó al lado de Unión proletaria los dos pequeños paneles.

En el primero –que más tarde se conocería cómo Defensa de la tierra de los trabajadores–, dos obreros tuercen el cuello de un águila, y en el segundo –que se titulará Fuerzas de resistencia ante el fascismo–, un joven retiene un brazo armado de una daga.

Pero a inicios de los años 40, tiempos de guerra fratricida dentro del comunismo, estos tres paneles fueron juzgados “demasiado comunistas”, por lo que el sindicato los censuró, según Wolfe.

En 1942, el mismo sindicato trasladó los paneles de nuevo, que exhibió en el Centro de Administración de la Casa de la Unidad, ubicado en el bosque de Forest Park, estado de Pennsilvania.

“Aquí, en las orillas de un manantial alimentado por un lago, rodeado de miles de hectáreas de bosque y césped en las frescas montañas de Pocono, en Pennsilvania se suman todos los elementos del conforte, la relajación y el deporte. Rivera dibujó las luchas, la Casa de la Unidad es uno de sus resultados”, presenta un folleto del ILGWU publicado en 1942.

Pero, otra vez, los dirigentes del sindicato se negaron en colocar otros cinco paneles, los que estimaban más controversiales en esos tiempos de guerra mundial.

Así, la tibieza de los integrantes del ILGWU permitió a los ocho murales censurados escapar del desastre. El 28 de febrero de 2009 un incendio terrible redujo a cenizas el edén recreativo.

El director ejecutivo del sindicato, Charles Zimmerman, en una carta que mandó el 10 de junio de 1969 a Juliette  Bloch y Steve Dimitroff, los asistentes de Rivera que participaron en la obra, narró:

“Se parece a una zona bombardeada. Casi no quedó nada del edificio, excepto unas vigas de hierro torcidas. Me rompió el corazón. Sobre todo me devastó que los murales fueron totalmente destruidos. No queda absolutamente nada de ellos.”

Los ocho restantes

Ante el rechazo del ILGWU de colocar Unión proletaria en sus oficinas, Lovestone buscó entregar la obra a varios museos de Nueva York, pero fue rechazada. La regaló entonces a Joseph Willen, un filántropo judío con el que estudió en el colegio. Los dos hombres no se hablaban desde los años 20 debido a divergencias políticas.

“Durante los años cuarenta Lovestone visitaba frecuentemente la casa de mis padres, ya que sus puntos de vista políticos se fueron volviendo más compatibles”, explicó su hijo Paul Willen, contactado por Proceso.

“Me acuerdo de Lovestone como un hombre de gran inteligencia, calor y encanto.”

A su vez, Deborah Meier, hija también de Joseph Willen, rememoró:

“Una vez, el mural se cayó y se rompió. Solicitemos a Rivera la autorización de restaurarlo pero nunca nos la dio explícitamente, por lo que nuestros abogados adoptaron una estrategia para restaurarla legalmente.”

Tras el fallecimiento de Joseph Willen en 1985, sus hijos heredaron el mural, que pronto pasó a manos de su primo, Jeremy Larner. En 1989 éste lo vendió al Museo de Arte de la Ciudad de Nagoya, en Japón, ciudad gemela de la capital de México.

Lovestone se quedó con uno de los dos pequeños paneles, Fuerzas de resistencia ante el fascismo. En su libro Diego Rivera –Obra Mural Completa (2007)–, Juan Rafael Coronel Rivera –el nieto del muralista– y Luis Martin Lozano informan:

“En 1985 este tablero fue ofrecido en subasta por Sotheby’s en Nueva York y adquirido por un latinoamericano, quien a su vez lo entregó para su venta a Mary-Anne Martin/Fine Art en Nueva York y actualmente se encuentra en una colección privada en Estados Unidos.”

En cuanto a los cinco murales que el ILGWU no quiso exponer en su centro recreativo, el sindicato los entregó al Comité Internacional de Rescate (IRC, por sus siglas en inglés) en 1946.

20 años más tarde, el IRC empezó los trámites para vender los murales gracias a lo cual financiaría la “rehabilitación de los refugiados”, muchos de ellos cubanos.

El IRC contrató a Anton Rudert para evaluar el precio de los paneles. A pesar de “algunas imperfecciones menores, incluso pequeñas fisuras, abrasiones superficiales, daños a las esquinas y moho”, estimó el 21 de agosto de 1964 que cada mural costaba 15 mil dólares.

Los cinco murales fueron expuestos a la venta en la Galería de Arte Greer, ubicada en el número 35 de la calle 53 Oeste, en Nueva York.

En 1966, el sueco Gunnar Brahammar visitó la galería y se emocionó ante The New Deal. Regresó un año después con el mural en sus maletas, que había comprado por 12 mil 500 dólares –bajándole su precio inicial de 2 mil 500–, y lo colocó en su museo de Skissernas, en Lund.

“Brahammar quiso comprar otro mural, Guerra Mundial, pero los miembros del comité se lo negaron”, informó a Proceso Annie Lindberg, archivista del museo.

Después del regreso de Brahammar a Suecia, la Galería Greer publicó su catálogo en el que proponía a la venta cinco murales: Industria moderna, Guerra Mundial, La nueva libertad, The New Deal, Mussolini, y otro sin título.

Éste era el segundo pequeño panel, Defensa de la tierra de los trabajadores, que el IRC “recibió más tarde”, según comuicó Charles Sternberg, su director en este entonces, al director ejecutivo de la ILGWU Charles Zimmerman en una carta fechada del 5 de marzo de 1969 –apenas unas semanas después del incendio del centro recreativo.

Entre dos falsos de Echeverría

El 25 de abril de 1969, dos meses después de la destrucción de los 13 murales en ese incendio, un colaborador de Diego Rivera, Oswaldo Barra Cuningham, escribió al director del IRC para calcular una nueva estimación de los paneles. Estimó que “en relación a la pérdida material, se puede considerar que cada uno de los frescos representa un valor de 28 mil dólares”.

En 1974, Raquel Tibol se presentó a la casa del entonces presidente mexicano Luis Echeverría Álvarez, ubicada en la calle de Santiago en San Jerónimo Lídice. Había pedido al mandatario que le prestara obras de otro muralista, David Alfaro Sequeiros, para una exposición prevista en 1975.

Al entrar en la vivienda, la mirada de Tibol se cautivó por cuatro murales pegados a la pared, los cuatro grandes que pintó Rivera en 1933.

“Me quedé largísimo rato, porque son cuatro de los tableros más preciosos”, rememoró.

La investigadora regañó al presidente:

 “Ay licenciado, ¿Qué le pasa?, ¿no que usted es un gran coleccionista?”

Y explicó a Proceso:

“Tenía los auténticos detrás de un sillón y muchos retratos falsos los tenía colgados.”

Agregó que “a Echeverría no hay que verlo como un coleccionista que apreciaba el arte sino como un funcionario que usaba el arte para prestigiarse”.

El historiador del arte Laurance P. Hurlburt, publicó en 1989 Los muralistas mexicanos en Estados Unidos, donde escribió que Luís Echeverría tenía en su posesión cinco murales de Retrato de Norteamérica. El quinto, que Tibol no vio durante su visita en 1974, era el pequeño sin título, defensa de la tierra de los trabajadores.

Tibol trató de saber cómo los había conseguido, pero éste se mostró evasivo.

María del Carmen Echeverría, hija del expresidente, informó a este semanario durante una breve llamada realizada a finales de año:

“Lo único que puedo decir es que fueron regalados a mi padre por un amigo judío. Ya no pertenecen a la familia.”

No se sabe cuándo Elba Esther Gordillo, la exlideresa del Sindicato Nacional de los Trabajadores de la Educación (SNTE) compró los murales, y si se los compró a Echeverría. Una fuente cercana aseveró que durante una visita al exmandatario en 2006, éste todavía los tenía.

En 2007, para celebrar los 50 años del fallecimiento de Diego Rivera, se organizó la exposición Diego Rivera. Epopeya Mural en el Palacio de Bellas Artes. Los mismos cinco murales fueron exhibidos durante los dos meses que duró el evento.

Éstos volvieron a salir a la luz durante el VI Congreso Nacional Extraordinario del SNTE, que se llevó a cabo el 19 de octubre de 2012, cuando Elba Esther Gordillo presentó un megaproyecto para Cuajimalpa, que incluía, además de una Universidad de la Educación, un hotel, un teatro, un museo, un helipuerto y una galería dedicada a Diego Rivera, donde se alojarían seis páneles.

Según informó La Jornada el pasado lunes 12, el arquitecto encargado del proyecto de la inicialmente llamada Ciudad de la Innovación, Enrique Norten, aseveró en una conferencia de prensa el 21 de octubre de 2012 que Elba Esther Gordillo “había recuperado estos seis murales y los había traído a México”. La mención de seis paneles implica que la exlideresa adquirió el otro mural pequeño que “protegía” a la Unión proletaria de Hitler.

Según Juan Coronel Rivera, nieto del muralista, este panel se encontraba en manos de un coleccionista de Nueva York en 2007.

Pero la Ciudad de la Innovación, quedó paralizada a raíz de la detención de la maestra, el 26 de febrero de 2013, por el delito de lavado de dinero.

De acuerdo con el diario citado, los murales de la maestra se encuentran cateados en los almacenes del Servicio de Administración y Enajenación de Bienes (SAE). Esta confiscación se suma a la de su jet privado, de su casa de San Diego y del cateo del Penthouse que poseía en Polanco, entre otros.

En agosto pasado –seis meses después del arresto de Elba Esther Gordillo–, los abogados de la exlideresa contactaron a los dirigentes del SNTE con el fin de entregarles las cajas que contenían las obras de arte que había acumulado la maestra. Pero estos se negaron a recibirlas.

Ese mismo mes, el reportero solicitó a la extitular del Museo del Palacio de Bellas Artes, Roxana Velásquez, el nombre del coleccionista que le había prestado los murales durante la exposición de 2007.

La respuesta de la ayudante de Velásquez fue:

“El coleccionista que tenía estas obras me comenta que ya no tiene los tableros y no sabe en dónde se encuentran en este momento.”

¿En cajas de cartón?


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