20 abr 2016

El inmenso profesor Alejandro Avilés

El inmenso profesor Alejandro Avilés/JUAN BOLÍVAR DÍAZ
Tomado de Hoy, 23 de septiembre de 2005 
(Hoy es una web de la República Dominicana)
Llegué a su redil una fría tarde al comienzo de febrero de 1966 remitido por el decano de Humanidades de la Universidad Iberoamericana, donde un estudiante pobre no podía mantenerse. No estaba diseñada para permitir el picoteo, ni siquiera de medio tiempo.
 Cuando supo que yo procedía del Santo Domingo ocupado por el ejército de Estados Unidos, toda su inmensa anatomía pareció abrirse en un abrazo de recepción y casi sin dejarme hablar me dijo que tendría la misma media beca de la Ibero más el trabajo que precisaba para sobrevivir, como me había ocurrido desde los 13 años cuando entré al bachillerato.
 A las dos semanas ya estaba empleado en el departamento de prensa del Centro Nacional de Comunicación Social que él dirigía. Me abrió no sólo los brazos y la escuela y un medio de sustento y crecimiento, sino también su propia casa, donde fui tantas veces invitado y terminé acompañando a su hija Lupita y la sobrina que dos años después me haría comprar todas las versiones que había en el mercado de Adiós Mariquita Linda.

 El, como muchos otros mexicanos que hacían honor a la solidaridad latinoamericanista, me adoptó como forma de rendir tributo a los dominicanos que se habían batido en desigual enfrentamiento con el ejército de Estados Unidos. Confió tanto en mi que unos meses después ya me enviaba en su lugar a dictar charlas a estudiantes universitarios que lo solicitaban desde cualquier ciudad del extenso México.
 Ya entonces Alejandro Avilés era periodista y poeta reconocido. Cruzaba apenas el medio siglo y se le rendía tributo en los medios periodísticos. El 30 de mayo de 1949 había dictado la primera cátedra de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, donde sería forjador de cientos de periodistas a lo largo de 35 años, de los cuales 21 fue su director. Fue responsable del desarrollo de la que fuera primera academia mexicana de periodismo y de las primeras de América Latina.
 Avilés fue ante todo maestro desde los 14 años. Dirigió revistas y escribió artículos y editoriales para los diarios El Universal y Excelsior, presidió durante años la Unión Católica Latinoamericana de Prensa. Y recibió el Premio Latinoamericano de Prensa.
 Como poeta formó parte del llamado Grupo de los Ocho, junto a figuras como Rosario Castellanos, Dolores Castro y Efrén Hernández. Fue Premio Nacional de Letras Ramón López Velarde.
 Alejandro Avilés descansó plácidamente el sábado pasado en su último refugio de Morelia, Michoacán, el jardín de su compañera e inspiración de toda la vida Eva, a quien dijo, en su segundo libro, Entre las manos llevas el don de dar, hecho de nuevo.
 Una buena parte del periodismo mexicano se ha sentido apenado con su partida, aunque hay muchas razones para celebrar su paso de 90 años por la vida. Su compañera de letras Dolores Castro lo había descrito así: La dignidad define su persona, la luminosidad, la ternura, la emoción son distintivas de sus poemas. Lo subjetivo, lo personal da calidad al cuerpo de cada uno de sus poemas, pero lo individual en ellos desaparece con frecuencia ante lo social, lo particular ante lo universal.
 Para valorar su poesía, el profesor Miguel Angel Granados Chapa ha citado el Diccionario de Escritores Mexicanos del Centro de Estudios Literarios de la Universidad Nacional Autónoma de México: Por un lado, hay en ella un canto a la vida, a la esperanza, a una realidad diáfana y luminosa, y, por el otro, el poeta imprime en sus versos una voz reflexiva, íntima y confesional que lo conduce a una serena meditación del universo.
 Los que tuvimos la suerte de trabajar a su lado podemos decir que Avilés fue un don de la vida. Un ser humano inmenso, no sólo de estatura física, que lo era, sino de humanidad y generosidad, un dechado de humildad y serenidad aún en momentos de turbulencias. Tanto que algunos nos rebelábamos ante su paciencia y calma.
 En mis frecuentes viajes a México siempre busqué rebautizarme en su cariño.
 En 1996 ya se había retirado a Morelia y cuando le hablé por teléfono desde ciudad México, fue capaz de recriminarme porque no le había avisado para ir a reunirse conmigo, cuando era yo quien tenía que viajar a Michoacán.
 Le prometí volver pronto para verlo. Y lo hice en 1999, con la suerte de que en esos días estaba en la capital y pude invitarlo, junto con doña Eva, a comer en el Café Tacuba, el primer restaurante que visitó cuando llegó a la megalópolis medio siglo antes. Físicamente comenzaba a arrastrar sus 84 años. Intelectual y emocionalmente seguía siendo el inmenso profesor Avilés.
 Supe entonces que nos despedíamos y cuando pasé por México hace tres semanas, no respondieron sus teléfonos. Doña Eva había partido dos años antes y él erraba por los rincones existenciales, hasta extinguirse tan suavemente como su discurrir por la vida.

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