27 ago 2016

Estados Unidos no es el infierno que usted dice que es, señor Trump

Estados Unidos no es el infierno que usted dice que es, señor Trump/Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2016.
Traducción de News Clips
Donald Trump ha dado últimamente un giro extraño. Vale, él da muchos giros extraños, pero eso es lo que pasa cuando uno nombra candidato a alguien que tiene déficit de atención, que no sabe nada de política y que se niega a quedarse sentado más de tres minutos seguidos. Pero no nos fijemos en lo que pasan por ser ideas políticas trumpianas. Lo raro es el giro en cuanto a lo que se supone que es el problema.
 Cuando empezó la campaña de Trumpo, el problema era, supuestamente al menos, la economía. Los extranjeros nos roban los puestos de trabajo, declaraba el candidato, con el comercio injusto y viniendo como inmigrantes. Y él iba a devolver su grandeza a EE UU con aranceles punitivos y deportaciones en masa.

 Pero la historia cambió en la convención republicana. Hubo muy poquito debate económico y ni siquiera mucha demagogia económica. Por el contrario, se centró en la ley y el orden, en salvar al país de lo que el candidato describía como una aterradora oleada de delincuencia.
 Ese ha seguido siendo el tema a lo largo de las últimas semanas, en las que Trump se ha "abierto" a los votantes de las minorías. Su idea para atraer a este electorado es decirles lo horribles que son sus vidas, que están ante "niveles de delincuencia nunca vistos". Hasta las "zonas de guerra", remacha, son "más seguras que vivir en algunas de nuestras zonas marginales".
 Todo esto es realmente extraño, porque nada de esto está ocurriendo de verdad. Cuando la campaña de Trump se centraba claramente en la pérdida de puestos de trabajo de clase media, al menos pretendía tratar de un problema real: el empleo en la industria realmente está disminuyendo; los salarios reales de los obreros realmente han caído. Se podía decir que el trumpismo no es la respuesta (que no lo es), pero no que el tema fuese producto de la imaginación del candidato.
 ¿Pero de qué diablos habla Trump cuando retrata las ciudades estadounidenses como infiernos de delincuencia organizada y desmoronamiento social? La vida urbana es una de las cosas que van bien en Estados Unidos. De hecho va tan bien que a quienes recordamos los malos tiempos nos resulta difícil creerlo.
 Hablemos de los delitos violentos específicamente. Fijémonos, en concreto, en la tasa de homicidios, supuestamente el indicador más sólido para establecer comparaciones a largo plazo, porque no hay ambigüedad en las definiciones. Los homicidios se dispararon entre principios de la década de 1960 y la década de 1980, y las imágenes de una futura distopía –piensen en Rescate en Nueva York (1981) o Blade Runner (1982)– se convirtieron en elemento básico de la cultura popular. Los escritores conservadores nos aseguraban que el aumento de la criminalidad era una consecuencia inevitable del desplome de los valores tradicionales, y que la situación seguiría empeorando a no ser que se recuperasen dichos valores.
 Pero entonces sucedió algo curioso: la tasa de homicidios empezó a caer, y caer y caer. Hacia 2014 había vuelto a donde estaba medio siglo antes. Se produjo un ligero repunte en 2015, pero por el momento, al menos, es apenas una incidencia pasajera en la imagen a largo plazo.
 Básicamente, las ciudades estadounidenses son tan seguras como lo han sido siempre. Nadie sabe a ciencia cierta por qué el índice de criminalidad ha caído en picado, pero la cuestión es que el panorama de pesadilla que describe la retórica del candidato republicano –¿lo llamamos el infierno de Trump?– no guarda parecido con la realidad.
 Y no hablamos solo de estadísticas; hablamos también de experiencia vivida. El temor a la delincuencia no ha desaparecido de la vida estadounidense; hoy en día Nueva York es increíblemente segura en comparación con otros momentos históricos, pero aun así yo no pasearía por algunas zonas a las tres de la madrugada. Sin embargo, el miedo ha dejado claramente de ocupar un lugar tan importante en nuestra vida cotidiana.
 ¿De qué va todo esto, entonces? De lo mismo de lo que va toda la campaña de Trump: la raza. He utilizado comillas al hablar de la "apertura" racial de Trump porque está claro que el verdadero propósito de esta retórica vagamente conciliadora no es tanto el de atraer votantes no blancos como el de convencer a los blancos escrupulosos de que no es tan racista como parece. Pero la cosa es que aunque intente parecer racialmente incluyente, sus imágenes están impregnadas de una sensibilidad "derechista alternativa" que básicamente contempla a los no blancos como subhumanos.
 De modo que cuando pregunta a los afroamericanos "¿qué tenéis que perder por probar algo nuevo, como Trump?", delata que ignora el hecho de que la mayoría de los afroamericanos trabaja duramente para ganarse la vida y que hay muchos negros de clase media. Ah, y el 86% de los adultos negros no ancianos tienen cobertura sanitaria, frente al 73% en 2010, gracias a la reforma del sistema de salud del presidente Obama. ¿A lo mejor sí tienen algo que perder?
 ¿Pero cómo iba él a saberlo? En el mundo mental en el que habitan él y aquellos a quienes él escucha, los negros y otros no blancos son por definición perezosas cargas para la sociedad.
 Lo que nos devuelve a la idea de que Estados Unidos es una distopía de pesadilla. Tomada literalmente, es una tontería. Pero la sociedad cada vez más multicultural y multirracial de hoy es una pesadilla para quienes quieren una nación blanca y cristiana en la que las razas inferiores sepan cuál es su sitio. Y esa es la clase de gente a la que Trump ha sacado a la luz.

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