La
revancha del hombre blanco/Diego Beas es ensayista político. Autor del libro La reinvención de la política (Península).
El
País, 5 de octubre de 2016..
De
todas las encuestas y números publicados sobre la elección presidencial en
Estados Unidos el mes que viene, hay un grupo de datos que saltan a la vista y
proporcionan una de las pistas clave para entender el fondo de uno de los
ciclos electorales más trascendentes de la historia de ese país (un analista
calificó la elección de “extinction-level event”, es decir, un evento con el
potencial de extinguir lo que conocemos como Estados Unidos). Según cifras de
ABC/Washington Post, entre votantes blancos Donald Trump adelanta a Hillary
Clinton por 12 puntos. Si lo subdividimos en votantes blancos, hombres, el
porcentaje aumenta a casi 30. Y si lo subdividimos aún más, en blancos, hombres
y sin estudios universitarios, el porcentaje a favor de Trump es de 40 puntos.
Si, por el contrario, consideramos las preferencias entre votantes no blancos
(de ambos sexos), la diferencia se invierte dramáticamente: Clinton adelanta a
Trump por casi 60 puntos.
Aunque
el Partido Republicano lleva medio siglo obteniendo buena parte del voto blanco
de las clases medias y medias bajas (sobre todo del sur y de zonas rurales,
donde muchos siguen sin perdonar a los demócratas la aprobación de la ley de
los derechos civiles y del derecho al voto, de 1964 y 1965, respectivamente),
la configuración y motivación detrás del voto en esta elección tiene varias
particularidades sobre las que merece la pena detenerse.
¿Qué
ha cambiado? ¿Qué tiene Donald Trump que no tuvieron ni el “conservadurismo
compasivo” de Bush hijo, el carisma campechano de Reagan o la astucia política
sectaria de Richard Nixon para concentrar a un número tan alto de votantes de
este grupo?
Trump
se ha convertido, en pocas palabras, en el primer candidato a la presidencia
con posibilidades de ganar que flirtea abiertamente con la idea de la
“supremacía blanca” y la coloca en el centro del discurso público (Philip Roth
fabuló con un escenario similar en la elección presidencial de 1940 en su
extraordinaria La conjura contra América de 2004). Una corriente del
pensamiento político estadounidense tan antigua como la propia república que,
sin embargo, no se había utilizado con fines electorales tan directos y en
esferas tan altas como hasta ahora.
Nunca
un candidato a la presidencia de uno de los dos grandes partidos había
articulado una propuesta que girara en torno a unos ideales políticos y
prioridades de un grupo tan delimitado: blanco, anglosajón y protestante (WASP,
por sus siglas en inglés). Y, además, desde esa manipulación mediática tan
particular y eficaz para los intereses de Trump: difama, agrede verbalmente,
incita a la violencia, divide y, dependiendo de las reacciones, ajusta sus
comentarios para hacer control de daños y no responsabilizarse plenamente de
nada de lo que dice. Una dialéctica con la prensa que ha degradado
terriblemente la calidad del debate público en Estados Unidos y ha llevado a que
algunos observadores llamen a este fenómeno “post truth democracies”. Es decir,
democracias en las que la discusión política deja de girar en torno a los
hechos y en las que solo dominan las narrativas ideológicas de las diversas
facciones.
Trump
no solo ha roto estas reglas no escritas de las elecciones presidenciales, ha
situado esa precisa característica en el centro de su estrategia electoral.
Como ya han demostrado análisis rigurosos de sitios como FiveThirtyEight o The
Upshot, de The New York Times, Trump tiene una sola vía para ganar la elección:
que aumente significativamente el número de votos blancos. Y sobre todo, los
votos de hombres blancos sin estudios (un segmento con muy baja participación
electoral). Solo ampliando significativamente el “techo” de esos votantes Trump
podría conseguir desafiar la arquitectura institucional del país —diseñada para
encauzar el voto al centro— y ganar la elección desde la polarización
ideológica.
Una
de las explicaciones más certeras sobre el fondo del fenómeno —y de por qué
trasciende al personaje— la encontramos en un libro publicado durante el verano
cuyo título categórico resume bien la cuestión: The End of White Christian
America, de Robert P. Jones, director del Public Religion Research Institute de
Washington, DC. El texto, que abre con un obituario y cierra con un panegírico,
asume el fin de la predominancia blanca como un hecho consumado; y explica la
pérdida de centralidad —política, demográfica y cultural— de los blancos
protestantes y la rápida transformación en un país con más hispanos, asiáticos
y personas que declaran no pertenecer a ninguna fe religiosa. Mientras en 1993
el 51% de los estadounidensed se identificaban como blancos protestantes, en
2014, solo una generación después, solo lo hacía el 32%. Un cambio estructural
en la composición social del país de dimensiones mayúsculas.
El
perfil general del votante medio de Trump, por tanto, es ese WASP conservador
crispado (no necesariamente de bajos recursos) que ve en el candidato la última
oportunidad para frenar y revertir los cambios que el país ha experimentado en
las últimas décadas. Uno de los más importantes, sin duda, es la rabia que
todavía provoca a muchos la elección del primer presidente negro en 2008; la
baza racista que utilizó Trump para lanzar sus aspiraciones presidenciales.
Dicho
todo esto, sería un error pensar que el fenómeno Trump se engendró en el vacío.
Si alguna virtud ha tenido el candidato ha sido saber aprovechar las casi tres
décadas de paulatino vaciamiento intelectual de un Partido Republicano
petrificado, convertido, en esencia, en estandarte de dos causas: la rebaja de
impuestos a los ricos y hacer valer esa famosa sentencia de Ronald Reagan que
decía que el Gobierno no era la solución a los problemas, era el problema. En
el contexto de ese erial político, Trump tomó por asalto al partido y está en
proceso de convertirlo en un movimiento nacionalista étnico sin precedentes en
la vida política del país.
Una
última cifra que completa el peligroso cuadro de la elección del 8 de noviembre
es la del número de votantes republicanos que dicen confiar en los resultados
en caso de que sean adversos: solo el 11%, según Pew Research. Gane o pierda
Trump, la realidad sociológica que ha impulsado al candidato hasta aquí ha sido
revelada; y ahora cuenta con identidad y fuerza política propia. Ese será su
verdadero legado. Trump ha normalizado la entrada en política y dado voz a
fuerzas reaccionarias que solían ser consideras inaceptables y estaban
relegadas a los márgenes del sistema
Parafraseando
palabras recientes del exministro de Exteriores sueco Carl Bildt, un candidato
a la presidencia de Estados Unidos se ha convertido súbitamente en la mayor
amenaza a la seguridad de Occidente. A cuatro semanas de los comicios, el país
y el sistema internacional impulsado por este después de la Segunda Guerra
Mundial se asoman al precipicio.
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