14 mar 2018

Cinco años con el Papa Francisco y ese discurso sobre el “Misterio de la Luna”

Cinco años con el Papa Francisco y ese discurso sobre el “Misterio de la Luna”
Mientras Jorge Mario Bergoglio comienza su sexto año como Sucesor de Pedro, el breve discurso que pronunció en las congregaciones generales ante los cardenales que lo eligieron Papa sigue ofreciendo las coordenadas objetivas para poder evaluar cómo ha sido hasta ahora. Y cómo será o podrá ser en el futuro
REUTERS

El Papa Francisco rezando
Vatican Insider 14/03/2018;
GIANNI VALENTE
CIUDAD DEL VATICANO
«Pensando en el próximo Papa: un hombre que, desde la contemplación de Jesucristo y de la adoración hacia Cristo, ayude a la Iglesia a salir de sí misma hacia las periferias existenciales, que le ayude a ser madre fecunda que vive de la “dulce y consoladora alegría de evangelizar”». Antes de entrar al Cónclave que lo habría elegido obispo de Roma, Jorge Mario Bergoglio delineó con estas pocas pero sugerentes palabras el perfil del hombre que esperaba ver sentado en la cátedra de Pedro, por el bien de la Iglesia y del mundo entero. A cinco años de Pontificado bergogliano, en la vorágine de balances, evaluaciones y previsiones que se percibe por todas partes, el breve discurso pronunciado antes del Cónclave por el futuro Papa ofrece las coordinadas objetivas para ver cómo ha sido hasta ahora. Y sobre cómo podrá ser en el porvenir. 
El discurso del “Mysterium lunae”   En la paginita de apuntes a mano que leyó Bergoglio ante sus colegas cardenales no había ningún proyecto de Pontificado. No se hablaba de la Curia romana, de la pederastia clerical, ni del IOR. No contenía la agenda de los “retos” que afrontar. En pocos puntos, se expresaba simplemente una mirada sobre la Iglesia, que reconocía en términos elementales su punto de origen, su naturaleza y cómo conviene que actúe. 
  Bergoglio dijo que la Iglesia «está llamada a salir de sí misma», no por esfuerzo o proyecto proprio, sino contemplando y siguiendo a Cristo. Dijo que solamente Cristo puede llevar a la Iglesia a salir de sí misma, y que Cristo mismo «toca desde dentro para que lo dejemos salir», mientras «la Iglesia auto-referencial pretende mantener a Cristo dentro de sí y no deja que salga». Identificó la raíz de las patologías eclesiales en la auto-referencialidad, en la presunción de auto-suficiencia de la Iglesia que conduce a la «mundanidad espiritual», que definió «vivir para glorificarse los unos a los otros». Esa «forma de narcisismo teológico», dijo el futuro Papa, «hace que la Iglesia, sin darse cuenta, crea tener luz propia» y «deja de ser el “Mysterium Lunae”» del que hablaban los Padres griegos y latinos de los primeros siglos cristianos. Para ellos era evidente que la Iglesia, como la luna, tuviera solamente luz reflejada, cuando su cuerpo opaco es iluminado por la gracia luminosa de Cristo. 
  En el breve discurso antes del Cónclave, Bergoglio sugirió que solamente contemplando y confesando el “Mysterium Lunae” de la Iglesia, su no auto-suficiencia, su permanente dependencia de la gracia, se podía intentar llevar a cabo «los posibles cambios y reformas que hay que hacer por la salvación de las almas». No prefiguró ninguna ingeniería de los aparatos. Ningún plan para “cambiar” a la Iglesia. Solamente aludió a esos únicos cambios necesarios e interesantes, es decir los que quitan pesos y obstáculos para la obra de la gracia en el dinamismo histórico real de la Iglesia. Los cambios necesarios para que sea más fácil comunicar la salvación que ha traído Cristo.  
El alcance del Evangelio y las auto-congestiones eclesiales 
  La primera predicación y los primeros gestos públicos del Papa Bergoglio desplegaron ante el pueblo de Dios la misma mirada sobre la Iglesia y sobre el mundo que el Pontífice había expresado en el breve discurso antes del Cónclave. «Nosotros podemos caminar lo que queramos, podemos edificar tantas cosas», dijo el Papa Francisco un día después de su elección pontificia, en la homilía para la misa con los cardenales, «pero, si confesamos a Jesucristo, la cosa no funciona. Nos convertiremos en una ong pía, pero no la Iglesia, esposa del Señor». 
  En esos primeros pasos del Pontificado, se difundió la percepción grata de un nuevo alcance evangélico que abrazaba muchas esperanzas y expectativas que habían ido madurando en el cuerpo eclesial durante los lustros anteriores. Al final del Pontificado de Juan Pablo II, el carácter maratónico de aquel inmenso papado seguía reverberando en los que itentificaban (e identifican) el horizonte crucial de la misión cristiana con el de la “movilización cultural” para frenar las tendencias espirituales de la modernidad. Pero precisamente la grandeza del Pontificado combativo de Wojtyla, el protagonismo que impulsaba a identificar a todo el cuerpo eclesial como un producto del liderazgo papal, dejó a la Iglesia en un estado de desorientación, de auto-congestión. 
  Los años del Papa Ratzinger concluyeron con las difíciles luchas entre grupitos que crecieron y se reforzaron a la sombra del común horizonte “ratzingeriano”, revelado por los escándalos de “Vatileaks”. Para algunos de ellos, precisamente el Pontificado ratzingeiano habría debido servir como trampolín para un gran proyecto cultural-ideológico. Una “revolución papal”, concebida como «vastos programas», para volver a promover el protagonismo social y cultural de la Iglesia, empezando por el Occidente, en neto antagonismo con las presuntas tendencias «secularizantes» del catolicismo post-conciliar. Pero después, precisamente el manso Papa teólogo, con el paso del tiempo, eligió una manera de gobernar que algunos agudos y libres teólogos post-conciliares habrían podido definir como «profético». 
  Como dijo sobre él el sociólogo católico Giuseppe De Rita: «Benedicto XVI escribe libros y da la idea de haber decidido no mandar». Mientras el alto clero se mordía y se devoraba (lo dijo una vez el Papa mismo dirigiéndose a los seminaristas de Roma), él no se ocupaba de ello. Hablaba de otras cosas. En sus conmovedoras catequesis, el Papa “anti-divo” hablaba de San Francisco, de Santa Teresa de Lisieux, de Santa Josefina Bakhita, con palabras que eran fuente de consuelo para millones y millones de pobres cristos. Sin decirlo, sugería a todos que es el Señor mismo quien guía Su Iglesia, y esto le permite atravesar incluso las situaciones provocadas por los desastres de los hombres de Iglesia. 
  Pero su aparente indecisión desilusionaba principalmente a los teóricos del «Papa condottiero», ese que habría debido homologar los organigramas eclesiales a la ideología «muscular» de las batallas culturales. Y, efectivamente, los primeros que se refirieron a la posible renuncia del Papa Benedicto XVI fueron medios de comunicación y personajes «ultra-ratzingerianos» que ya estaban listos para liquidar como manifestación de debilidad los tonos «penitenciales» que asumió Ratzinger ante los escándalos de la pederastia clerical. El Papa bávaro, utilizado primero como estandarte identitario, perdía fuerza, según ciertos ex-seguidores para quienes habría sido oportuno comenzar a pensar en alguien más «enérgico», en vista del Cónclave que habría necesariamente llegado. 
  Estratagemas baratos 
  En cambio, llegó el Papa Francisco, pescado «casi desde el fin del mundo». Inmediatamente, con sus palabras y gestos, tomó el camino que parecía ser el más apropiado para el presente, pensando en una Iglesia no replegada en sí misma, lista para seguir a Cristo por las calles del mundo: aligerar las estructuras, concentrar la mirada en lo esencial que nutre la ordinariedad de la vida cristiana: la oración, los sacramentos, la predilección por los pobres, las obras de caridad como signo de la misericordia de Dios por todos los hombres. Tal vez, reduciendo documentos, pronunciamientos y esas que Ratzinger llamaba «estructuras celebrativas permanentes». Porque el Papa no es el administrador único de una organización cultural de asistencia. Sino simplemente el custodio de la fe de los apóstoles. 
  El pueblo de Dios reconoció inmediatamente a su pastor, y se alegró al instante. La «conversión pastoral» sugerida por el nuevo Obispo de Roma, con su alcance misionero, repetía constantemente que Cristo hace a la Iglesia, y la vivifica a cada instante. Era consecuente también reconocer la propia pobreza, ese «dejar que Cristo haga», mediante el Espíritu, liberarse de la pretensión de empezar solo, a partir de las propias ideas, de los propios cálculos. 
  Pero el sendero que comenzó con el “Mysterium Lunae” era tan vertiginoso para las bandas, los grupúsculos y los partidos clericales de diferentes naturalezas que en el gran «juego de rol» de la estructura eclesiástica siguieron manteniéndose ocupados, pensando en nuevos puestos y encargos, imaginando nuevas «competencias a la altura de los tiempos», para repartírselas entre clérigos y laicos “profesionalizados”. Para calmar el vértigo ante una posible y nueva aventura, tan alegremente alejada de cualquier nomenclatura clerical vieja y nueva, había estratagemas baratos, con efecto casi garantizado: concentrar los reflectores y también los humores y las batallas en él, en su persona y en la figura del Papa que ha “osado” llamarse Francisco. Ocultar el horizonte que sugieren sus palabras y sus gestos, confiando siempre en ese viejo proverbio chino: “cuando el dedo indica la luna, el tonto mira el dedo”. 
  1/continúa 


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