17 sept 2018

Un silencio de tumba en Garibaldi

 En Tercera Persona/Héctor De Mauleón...
El Universal, 17 de septiembre de 2018..
Un silencio de tumba en Garibaldi
El reporte llegó desde el Sector Centro a las 22:42 horas. Tres hombres vestidos de mariachi habían dejado once cuerpos tendidos frente a una “chelería” de República de Honduras.
Era el viernes previo al Grito de Independencia. La Plaza Garibaldi estaba a reventar. Los locales estaban llenos de movimiento. Se registraba la presencia de turistas.
La “chelería” donde ocurrieron los hechos era propiedad de una de las mujeres que murieron: Araceli Ramírez García, de 25 años de edad.

Araceli, como la conocían en la plaza, era la viuda de Víctor Jesús Barajas, líder de la Fuerza Anti-Unión, “encargado” de la venta de drogas en la Plaza Garibaldi. Barajas fue asesinado en marzo durante un partido de futbol rápido que estaba por jugarse en San Simón Tolnáhuac, en las cercanías del Metro Tlatelolco.

La plaza quedó entonces en manos de su viuda, y de su brazo derecho, un sujeto al que en Garibaldi conocen como “Chucho”.
El 24 de julio narré en este espacio que, de acuerdo con vecinos y comerciantes, dos grupos, uno dirigido por deudos de Barajas, y otro a cuyo frente se hallaba “Chucho”, controlaban la venta de drogas en Garibaldi, en turnos de doce horas: el de Araceli operaba de siete de la mañana a siete de la noche; el de “Chucho” tomaba posesión de la plaza en las horas “más calientes” de la noche.
Hace unos meses Araceli abrió una “chelería” en Honduras y el Callejón de la Amargura, a unos metros de La Flor de Garibaldi. El local, en el que se vendían también alitas, está catalogado como uno de los 135 puntos de venta de droga que han sido detectados por las autoridades en la delegación Cuauhtémoc.
El viernes pasado, Araceli y “Chucho” sacaron una bocina con música y se sentaron a beber a las afueras del establecimiento. De acuerdo con varios testigos, los rodeaban varios jóvenes, “recién reclutados para cubrir a los que renunciaron o se fueron después de lo de El Manchas” (el halcón que fue descuartizado y cuyos restos fueron arrojados en el Puente de Nonoalco).
Fue entonces cuando se acercaron tres sujetos vestidos de mariachi. Según una versión, llevaban estuches de instrumentos musicales y de ellos sacaron las armas largas con que barrieron a las víctimas.
Cuando se oyó la ráfaga, la gente corrió. Se escucharon gritos, súplicas. Un testigo oyó a uno de los asesinos gritar: “¡Por todo lo que debes, hijo de la chingada!”.
Hubo más gritos y luego un silencio de tumba. “Un silencio de tumba en Garibaldi que nunca calla”, me informa un vecino.
Los sicarios corrieron por Perú hacia el callejón de Montero. Ahí los esperaban tres sujetos a bordo de motocicletas. Las cámaras del C5 registraron su huida por las calles de Perú. El rastro de los asesinos se perdió, sin embargo, en la colonia Guerrero, a la altura de la calle de Luna.
Frente a la “chelería”, mientras tanto, había un charco de sangre, más de 60 casquillos y once cuerpos, algunos de los cuales “todavía se quejaban”. Araceli presentaba lesiones en el abdomen. “Chucho”, según uno de los dependientes de los establecimientos cercanos, tenía un impacto en el cráneo. A los demás los habían herido en el pecho, el abdomen, los brazos, la espalda.
Los negocios aledaños comenzaron a cerrar. Un patrullero pidió vasos desechables a un dependiente y marcó con ellos la zona donde estaban los cuerpos y los casquillos.
Desde hora y media antes de los hechos hubo reportes de que un gran número de halcones se estaba congregando. La plaza llevaba semanas con las luminarias apagadas. Las había mandado oscurecer la Fuerza Anti-Unión, como una forma de protegerse, y no hubo en la ciudad de México autoridad alguna que acudiera a encenderlas.
Según la Secretaría de Seguridad Pública, existen indicios de que el líder de la Fuerza Anti-Unión, Sergio (o Jorge) Flores Concha, El Tortas, pudo estar también en la “chelería”: de acuerdo con esa versión, El Tortas se metió a un inmueble, “salió por dentro hacia la calle” y abordó un vehículo.
Desde hace dos meses era posible advertir lo que iba a ocurrir en Garibaldi —a solo siete calles del sitio en que despacha el jefe de gobierno. La tensión criminal, en ese tiempo, no hizo sino crecer. “Quienes vivimos aquí sabemos que esto apenas empieza”, me dice un vecino.
Ahora, a la galería delirante de nuestros horrores urbanos debemos agregar otra figura: los mariachis asesinos.

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