30 may 2020

En coma/Jorge Volpi

En coma/Jorge Volpi
La cultura genera incontables trabajos y recursos para el país, lo que debería bastar a los gobernantes para apoyarla
REFORMA, 30 May. 2020
Teatros sin actores ni bailarines. Salas de concierto sin músicos. Y sin público. Cines y salas de arte sin espectadores. Museos y galerías sin visitantes. Librerías sin lectores. En todo el mundo estos lugares fueron los primeros en cerrarse y serán los últimos en reabrir. El confinamiento ha significado para millones de artistas y trabajadores del arte -técnicos, taquilleros, vigilantes, personal de limpieza, custodios, acomodadores, libreros- no solo la suspensión de sus proyectos, sino la drástica pérdida de sus ingresos. Y, para incontables empresas culturales -espacios independientes, editoriales, distribuidoras, productoras, promotoras de eventos- el riesgo de desaparecer. Las pérdidas no se limitan, además, a sus participantes directos, sino a las sufridas por la hostelería, la restauración y el turismo. La economía cultural ha sufrido una parálisis casi absoluta que ha sido imposible paliar con la apresurada reconversión digital a que nos hemos visto forzados.

Los seres humanos vivimos encerrados en nuestras propias cabezas -la conciencia anida en la remota oscuridad del cerebro-, de nuestras familias y pequeñas comunidades y solo la cultura nos abre a los otros y nos permite imaginar que vivimos experiencias ajenas, sufrimos emociones desconocidas o visitamos sitios inaccesibles. El SARS-CoV-2 ha sido implacable con las actividades culturales: justo allí donde presenciamos una función de teatro, danza u ópera, escuchamos música, apreciamos una obra plástica u hojeamos un libro -y, por supuesto, en los restaurantes y bares donde discutimos su impacto- hay altas posibilidades de contagio. Estos lugares de comunión, nuestros sagrados espacios laicos, se han vuelto peligrosos.
De un día para otro, creadores, técnicos y administrativos de la cultura se vieron obligados, entonces, a traducir sus actividades al mundo virtual. Unos cuantos ya se dedicaban a producir obras pensadas específicamente para los medios digitales, pero la mayoría debió reconvertirse a toda prisa para intentar salvar sus ingresos o su contacto con el público. El esfuerzo sin duda ha ayudado a que incontables personas atraviesen de mejor manera la cuarentena, pero también nos deja un amplio hiato de reflexión sobre cómo utilizar responsable y creativamente la tecnología, cómo no sucumbir a su agenda oculta -las plataformas son privadas y comercian cínicamente nuestros datos- y cómo combinarla con las actividades presenciales que seremos capaces de organizar cuando termine este periodo de incertidumbre.
Ofrecido como servicio altruista, esta avalancha de actividades virtuales ha sido mayormente gratuita, lo cual ha redundado en un claro beneficio para la sociedad pero ha acentuado la crisis económica de sus creadores, quienes en buena parte de los casos han sido mal remunerados por su trabajo o de plano no han recibido ninguna compensación por él. En países avanzados, donde los trabajadores de la cultura cuentan con seguridad social y seguro de desempleo, el problema ha sido menor, pero en lugares como México ha significado un profundo deterioro en sus condiciones de vida.
Si de por sí en los países en desarrollo los artistas están mal pagados, la pandemia los ha colocado en una situación insostenible aun cuando son el motor del que depende no nada más el desarrollo intelectual o emocional del orbe, sino un sinfín de empleos. Quien piense que la cultura no es una actividad esencial en tiempos de pandemia yerra por completo. Se trata de un sector vulnerable, como tantos otros, que necesita del apoyo de todos -es decir, del Estado. Hasta ahora, el gobierno mexicano ha intentado justo lo contrario: desmantelar las instituciones que lo sostienen y reducir bruscamente sus presupuestos. La cultura genera incontables trabajos y recursos para el país, un argumento que debería bastarles a nuestros gobernantes para apoyarla-, pero, por encima de todo, nos torna verdaderamente humanos. Dejarla en coma representa condenarnos a padecer una enfermedad moral de la que tardaremos décadas en recuperarnos.

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