4 jul 2021

El retorno del mandarinato/Josep Piqué

El retorno del mandarinato/Josep Piqué, es presidente del Foro La Toja-Vínculo Atlántico.

El Mundo, Sábado, 03/Jul/2021


Aunque hay precedentes históricos desde hace 30 siglos (la historia del Imperio Chino es muy larga), la gobernanza de China se confió, a partir del primer emperador Song, Taizu, en el siglo VII, a altos funcionarios que llegaban a su puesto mediante rigurosos exámenes, en los que no cabía ni el origen ni la clase social, sino los conocimientos. Eran los mandarines, cuya imagen se asocia a la última dinastía -Quing- de origen manchú, por su indumentaria y su gorro típico de esa región, en el noreste de China.

Una auténtica meritocracia que, en teoría, garantizaba una buena gobernanza administrativa (la política se la reservaban los emperadores, con un poder absoluto y omnímodo), pero que, como toda casta privilegiada, también protegía y ampliaba sus propios intereses. El sistema se consolida definitivamente desde entonces, a lo largo de las siguientes dinastías, hasta su extinción poco antes del advenimiento de la república, a principios del siglo XX.

Pero la tradición, tan longeva, ha quedado en el subconsciente colectivo. Y ha retornado con todas sus fuerzas. China tiene un nuevo emperador, Xi Xingping, con un poder enorme (se anularon todos los frenos y restricciones implantados por Deng Xiaoping para evitar la vuelta al periodo catastrófico de Mao y el culto a la personalidad) y de carácter casi vitalicio (o sin casi). Con el nuevo emperador ha vuelto también el mandarinato. Es el Partido Comunista, fundado ahora hace 100 años. Toda la gobernanza del gigante asiático se articula a través del mismo, por encima de las estructuras tradicionales del Estado. Y no sólo en el ámbito público, sino a través de una influencia determinante sobre el tejido empresarial. Son los articuladores de un auténtico capitalismo de Estado.

Suman unos 90 millones de miembros. Son muchísimos, pero apenas algo más del 6% de la población total. Una minoría selecta a la que se accede también a través de una singular meritocracia. Sin embargo, como en el mandarinato, la defensa de sus propios intereses cobra vida propia, muchas veces asociada a una corrupción rampante y que, al menos formalmente, la dirigencia china se esfuerza en erradicar. Hasta ahora, con escaso éxito, aunque las purgas sirven asimismo para eliminar cualquier vestigio de disidencia política.

El sistema, que bebe del "centralismo democrático" de origen leninista (el régimen tiene cada vez menos de marxista pero cada vez más de leninista y stalinista) permite un control crecientemente totalitario de la sociedad, utilizando de forma masiva las nuevas tecnologías (desde el acceso desde el poder político a los teléfonos móviles, la censura de las redes sociales y a la libre circulación de información a través de internet, pasando por las nuevas técnicas de reconocimiento facial, que harían palidecer de envidia a los poderosos dirigentes descritos magistralmente por Orwell en 1984.

China, bajo la égida del Partido Comunista, no sólo no avanza hacia una democratización de sus estructuras económicas y políticas, sino que consolida cada vez más un sistema basado en el autoritarismo político (utilizando sin ambages la represión más brutal), el dirigismo económico y la negación de la sociedad abierta. Una negación que lamina la libertad individual y las garantías frente a un uso abusivo por parte del poder. A cambio, se ofrece seguridad (siempre que no se pretenda cuestionar lo existente) y, en su caso, prosperidad económica, después de que el maoísmo dejara arrasado el país. La jerarquía y el orden por encima de la libertad y la justicia. Lo colectivo, interpretado desde el poder, por encima del libre albedrío individual.

Se han desvanecido, pues, las esperanzas occidentales de que, con una progresiva integración de China en una globalización basada en reglas y principios multilaterales, y el crecimiento de clases medias y su movilidad internacional (desde turistas a estudiantes universitarios), la asunción de los principios de la Ilustración sería inevitable. Craso error. Los chinos no vivieron nuestro Renacimiento ni nuestro Siglo de las Luces, ni las experiencias europeas y norteamericanas revolucionarias, en paralelo a la Revolución Industrial. Y lo pagaron muy duramente. Durante un siglo -el "siglo de la humillación"- su inferioridad tecnológica y, por ende, militar, llevaron no sólo a la pérdida de su hegemonía económica, cultural y científica, sino a la subordinación de su soberanía a las potencias europeas y a la invasión del país, que culmina con las infames "guerras del opio" y la invasión japonesa de Manchuria antes y durante la II Guerra Mundial.

Tal infausto período dura desde mediados del siglo XIX, hasta la constitución de la República Popular en 1949, después de la guerra civil que confina al Kuomingtang (Partido Nacionalista) en la isla de Taiwán. Hasta hoy.

Una durísima lección que no han olvidado. El primer objetivo fue, pues, recuperar la soberanía. No sólo frente a las potencias "capitalistas", sino también frente a la Unión Soviética, que deseaba tutelar al nuevo régimen y subordinarlo a los intereses geopolíticos de la URSS. Mao jamás se dejó, y odiaba la actitud paternalista y despótica de Stalin o de los dirigentes soviéticos posteriores. La confrontación llevó incluso al enfrentamiento militar en las fronteras siberianas y a la gran maniobra que cambió las reglas del juego: el acercamiento a Estados Unidos con Nixon y Kissinger frente a un adversario común. El movimiento comunista se partió en dos y Mao condenaba tanto al "imperialismo" occidental como al "revisionismo" soviético.

En paralelo, Mao intentó, hasta el paroxismo, eliminar cualquier traza que recordara el antiguo régimen, al que culpaba de la decadencia y la sumisión. El coste fue la devastación del país y la eliminación de sus mejores élites. Después de su muerte, los nuevos dirigentes, encabezados por Deng, reformularon completamente su política, aunque respetando la figura histórica de Mao, como icono de la nueva China soberana.

Pero su objetivo era recuperar la vitalidad económica y la prosperidad de los ciudadanos como palanca para, paulatina y sibilinamente (para no generar inquietud ni reacción), asentar de nuevo a China como una gran potencia.

Primero tenían que resolver sus problemas internos y ganarse la adhesión ciudadana para luego plantear la batalla en todos los campos, económico, comercial, estratégico (la nueva Ruta de la Seda), militar y de proyección global. Pero el énfasis se ha situado allí donde estuvo el origen del declive: la tecnología. China busca recuperar la superioridad tecnológica que perdió en el siglo XIX. Y, por lo tanto, la superioridad militar.

Hoy, China, abiertamente, no oculta su ambición de ser la potencia hegemónica a mediados de siglo (en 2049 se cumplirán 100 años de la fundación de la República Popular), sustituyendo en ese papel a los propios Estados Unidos.

China ha recuperado plenamente su autoestima, lo que es utilizado por el régimen para fortalecer la cohesión interna y la adhesión ciudadana. Vuelve el pasado glorioso. Vuelve la concepción dinástica del poder y el mandarinato. Vuelve Confucio frente a la Ilustración. En realidad, nunca se fue del todo... Mao es un paréntesis en su milenaria historia.

Estados Unidos está recogiendo el envite y con Biden lo hace de la mano de sus aliados occidentales, tanto revitalizando el vínculo atlántico como reforzando sus lazos en el Indo-pacífico. El objetivo compartido es contener el cada vez más agresivo expansionismo chino.

La pugna es, pues, sistémica. Porque es una pugna por los valores y principios que deben informar el funcionamiento de la política, la economía y la sociedad. Lo que está en juego es la democracia representativa, la economía de libre mercado, la sociedad abierta y un orden internacional basado en normas asumidas por todos. Ciertamente, hay espacios para la cooperación en temas globales como el medio ambiente o la lucha contra las pandemias o el ordenado uso del espacio y del ciberespacio (estos últimos no precisamente fáciles, ya que su uso forma parte de esa nueva estrategia hegemónica). Pero no podemos equivocarnos.

Occidente no puede repetir el tan habitual error de pensar que los demás piensan como nosotros y que nos ha llevado a sonoros fracasos. No es así. Y en el caso de China, menos. Lo importante es interpretar qué piensa el nuevo emperador y los nuevos mandarines.

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