9 ene 2022

Los toros, la fiesta del pueblo/

Los toros, la fiesta del pueblo/ Emiliano García-Page es presidente de Castilla-La Mancha.

El MundoViernes, 07/Ene/2022 

En Castilla-La Mancha la tauromaquia es cultura, es tradición, es participación, es conservación, es ecosistema, es economía y, por supuesto, es pasión. De igual manera que no entendemos que se pueda ignorar lo que significa el vino, el viñedo para nuestra región, desde únicamente la perspectiva de la lucha contra el alcoholismo, es difícil aceptar que un solo vector en el amplio espectro de la evolución social sea determinante para juzgar la Fiesta de los Toros. Respetamos y asumimos los avances más progresistas en materia de protección de los animales, ya sean domésticos, de trabajo o en estado salvaje, y en todo momento legislamos atendiendo a todas las opiniones, buscando el equilibrio entre lo bueno y lo mejor, y apostando, en definitiva, por un progreso sostenible que contemple la herencia de un planeta más respetado, mejor conservado, en el que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos sigan pudiendo respirar aire limpio, contemplar especies hace apenas unos años en peligro de extinción y atentos, como no podía ser de otro modo, a la voluntad popular.

Existe una cierta tendencia a identificar la defensa de la tauromaquia como un posicionamiento conservador, de derechas, y a creer que denostar la Fiesta de los Toros responde a una actitud progresista, en alianza natural con los posicionamientos animalistas, de amplio eco informativo y gran activismo en redes. Pero basta rascar un poco en la Historia de España para ver que la tradición dicta lo contrario. Que es legendaria la posición, por ejemplo, de la Iglesia católica contra los festejos taurinos, llegando incluso a dictarse pena de excomunión en el Siglo de Oro, y que el impulso popular convenció a reyes y papas de la inutilidad de prohibirlos.

No pudo el Papa Pío V convencer a Felipe II con la promulgación de la bula De salutis gregis dominici, en 1567, ni pudieron con ello los Borbones ilustrados. Existe un memorial dirigido al Rey Prudente, redactado a raíz de la mencionada bula, en la que se defiende ya la fiesta de los toros, entre otras cosas, por su antigüedad de 500 años. No eran pocos los clérigos que denostaban estos festejos, pero pudo más en el ánimo del Rey, defensor máximo de la Cristiandad, el conocimiento y respeto al pueblo que las indicaciones de un Papa posiblemente desinformado. Y entonces, como ahora, los defensores de la fiesta hablaban de tradición, orden, regulación, valor y arte... Los toros fueron durante siglos el campo de batalla donde el pueblo se imponía una y otra vez a las clases privilegiadas, y los toreros, casi todos de extracción popular, se convertían en héroes legendarios de cuyas gestas se sabía por el boca a boca. Roma, finalmente, atemperó su amenaza de excomunión limitándola a los curas que se sumaran a ello, también con escasa fortuna.

Un siglo después, cuando el torear a caballo se convierte en afición de nobles, será Quevedo el que critique la fiesta, recomendando al valido de Su Majestad que se forje el espíritu de los príncipes en el campo de batalla y no molestando a un pobre toro que pace tranquilamente en el campo. Y es que, en efecto, se aprecia una fluctuación en la posición de la intelectualidad patria con respecto a la fiesta, según ésta se convierte en escaparate de nobleza y privilegio o va recuperando su carácter popular. Es muy ilustrativo que tanto Felipe V, como Fernando VI, Carlos III y Carlos IV prohibieran total o parcialmente los festejos taurinos, y que todos se vieran forzados a rectificar. La ilustración hispana se ponía ahora del lado de la Iglesia o, mejor, tomaba el relevo, en su afán de erradicar lo que, por desconocimiento y desprecio a las clases populares, entendían como un acto de brutalidad.

A principios del siglo XX, cuando ya se han generalizado los cosos taurinos, la intelectualidad vuelve a dividirse a favor y en contra de los toros, pero quienes leímos a Lorca, a Machado, a Alberti, a Miguel Hernández aprendimos a amar en el festejo lo que de alma del pueblo encerraba y a identificar, tanto en el valor ciego del torero que domina a pecho descubierto la potencia brutal del toro, como en la nobleza y bravura de nuestro animal señero, todo el sentido de la tragedia y la grandeza de España. Y figuras como Joselito, Belmonte, Manolete iban reconciliando a la nación en torno a unos festejos cada vez más seguidos por la prensa y las tertulias. Lo mismo un natural lo apreciaba Miguel Hernández, que una revolera García-Lorca. Leímos como Indalecio Prieto apreciaba un buen par de banderillas, o Alberti o Gerardo Diego lloraron la muerte de Joselito. Cumbre es la elegía de Lorca por Ignacio Sánchez-Mejías e histórica la biografía de Belmonte escrita por Chaves Nogales... Nuestra infancia está marcada por El Cordobés, como fenómeno cultural, y nuestra juventud por opiniones como las de Joaquín Sabina o Andrés Calamaro, por decir algo.

Nadie se llame a engaño. Oponerse a la fiesta de los toros, no solo a las corridas, sino también a los encierros, a la suelta de vaquillas, al toro de cuerda, no es novedad en nuestro tiempo. Y siempre se ha impuesto el corazón del pueblo, que ha encontrado en el toro bravo, y en lo que su crianza, manejo y sacrificio significa, su propio albero donde reclamar su sitio, su derecho y su sentido.

Puede que esto solo sea entendible desde la perspectiva de generaciones forjadas en contacto directo con la naturaleza, con la agricultura, con el pueblo. En mi caso, como en el de muchos españoles nacidos y criados en contacto con el campo, con el medio rural, es el de un chico de provincias que aprendió la afición de su padre, humilde, acomodador, en la plaza de Toledo. Y de su madre, del pueblo de su madre, taurino y talaverano, en San Román de los Montes, que aún retiene el recuerdo de ese olor cuando llevaba pantalones vaqueros cortos y soltaban la vaquilla; ese aroma a serrín y a madera, cuando era un crío, es el olor de mi infancia. Porque en el manejo del ganado, en el uso de las caballerías, en la convivencia directa con la cultura de nuestros padres y abuelos, se forja el conocimiento, respeto y disfrute de todo lo que conlleva la tauromaquia. Y desde entonces no he tenido complejo. Me gusta lo que gusta, y por eso me gusta la feria de mayo en Las Ventas, la feria de Albacete, San Mateo en Cuenca, o cualquier encierro en Guadalajara o en la Sierra de Alcaraz… Todo ello forma parte de lo que soy, porque es mi tierra, que sabe a ganadería y a sudor, al esfuerzo de los esforzados. Me gusta cómo soy, porque provengo de ellos, de mi gente: gentes duras que sacan un duro de debajo de una piedra, que miran al presente con valor y al futuro con determinación. Que aceptan el envite de la naturaleza, de la vida y de la muerte, con serenidad y persistencia. Es la historia de mi tierra, la historia de mi madre, la historia de mi familia.

Pero es que además, en estos momentos de emergencia climática, de necesidad de recuperar las virtudes de esa España rural que hoy añoramos, emerge la crianza del toro bravo, que precisa de grandes espacios naturales, de inmensas dehesas, como uno de los mejores aliados del medio ambiente, de la conservación del medio rural y natural, de la protección de numerosas especies silvestres, y así es reconocido por numerosos ecologistas que, aun no siendo partidarios de los festejos, entienden como un privilegio el modo en que España preserva enormes espacios naturales para esta actividad ganadera.

Como persona que cree en la libertad, además, entiendo que quienes defienden que es una actividad a extinguir, como fruto imparable de la globalización que uniformiza hábitos y culturas, avanzarán más convenciendo que prohibiendo. Nadie olvide que la prohibición de los toros en Cataluña, por ejemplo, responde más a una posición de derecha nacionalista que a un postulado progresista. Y como en los ejemplos de reyes y papas antes citados, tampoco han sido capaces de acabar con los festejos populares en muchas comarcas, donde el toro es tradición inmemorial.

Por ello, aunque fuera yo un hombre criado en el medio urbano, alejado de todo conocimiento acerca del campo, de la tradición, del toro bravo. Aunque fuera yo un presidente al que se niega la memoria de aquellos olores, de aquellos colores, de aquel brillo en los ojos cuando llegaba la fiesta y el encierro, seguiría defendiendo la necesidad de contemplar y difundir la tauromaquia como objeto de primordial interés cultural, económico y social. Porque no puede legislar sobre el vino quien jamás ha pisado un viñedo, quien jamás ha disfrutado de un buen vaso de vino en una taberna de pueblo con familiares y amigos, quien confunde el alcoholismo con el buen gusto, tampoco es posible juzgar aquello que se desconoce cuando a tanta gente importa, cuando durante siglos ha se integrado en el ADN de un pueblo. Lo sabe hasta el Papa.


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