Después de Twitter, no tropecemos en la misma piedra/Marta G. Franco , es consultora de comunicación y estrategias digitales. Ha publicado el libro Las redes son nuestras. Una historia popular de internet y un mapa para volver a habitarla (Consonni).
Elon Musk compró Twitter para ponerlo al servicio de su agenda personal, que ahora se centra en que Donald Trump gane las próximas elecciones. Ha quedado claro con su política de moderación de contenidos y en los mensajes que comparte en su cuenta, cuyo alcance ha crecido porque mandó alterar el algoritmo para que se muestren con más frecuencia. Muchas personas se están preguntando si vale la pena seguir en la red social renombrada X, pero su debilidad es la misma que tienen todas las redes sociales comerciales: pertenecen a empresas y se rigen según intereses privados, que no tienen por qué coincidir con los valores democráticos.
Si tenemos que extraer una conclusión, es que no se puede sustituir Twitter por cualquier otra plataforma y volver a dejar que el debate público quede a expensas del magnate de turno. Para pensar otra salida, podemos recordar cómo nació internet: la agencia norteamericana DARPA, con financiación pública, creó una red para conectar ordenadores que creció hasta convertirse en global gracias a su arquitectura descentralizada —sin ningún nodo imprescindible— y al uso de protocolos que permitían operar entre máquinas diferentes. Estos protocolos son estándares abiertos y a día de hoy siguen siendo la base de internet.
La centralización de las redes sociales lleva años siendo preocupante. Por eso, el W3C, un organismo internacional sin ánimo de lucro que vela por los estándares de la red, creó un protocolo abierto para ellas. Se llama ActivityPub y se publicó en 2018. Desde entonces han nacido numerosas aplicaciones para redes sociales descentralizadas e interoperables, es decir, que están instaladas en múltiples servidores y se comunican entre sí gracias a un protocolo común. Es lo que se conoce como fediverso, el conjunto de redes sociales federadas. La más exitosa es Mastodon, que comenzó como proyecto personal de un desarrollador alemán llamado Eugen Rochko. Toda persona que tenga una cuenta en algún servidor de Mastodon puede interactuar con cualquier cuenta del fediverso.
Tanto ActivityPub como Mastodon se comparten bajo los principios del software libre: se publica su código fuente y se permite su uso, estudio y modificación con total libertad. Es un marco beneficioso para la seguridad y la personalización, porque cualquiera puede detectar fallos o configurarlo según sus necesidades, y también para el crecimiento del proyecto: permite la colaboración entre empresas, investigadores, instituciones públicas y sociedad civil.
El fediverso está compuesto ya por cerca de 30.000 servidores. Algunos los gestionan colectivos ciudadanos y otros pertenecen a empresas o entidades públicas. La Comisión Europea tiene su propio servidor de Mastodon y, a partir de 2025, todos los organismos públicos de Países Bajos podrán solicitar su cuenta en el servidor de Mastodon de su Gobierno. ActivityPub está comenzando a ser adoptado por Threads, la nueva red social con la que Meta compite con X, y también funciona ya en WordPress, el software de gestión de páginas web más usado en el mundo.
Al fediverso le ha salido un competidor: Bluesky, otro sistema federado que utiliza su propio protocolo. Lo impulsa una empresa con ánimo de lucro, con sede en Delaware (un ‘refugio fiscal’ dentro de EE UU), que ha recibido 21 millones de dólares para desarrollar un código que también es abierto. El dinero proviene de Twitter, de donde salieron sus creadores y directivos, y de una sociedad de inversiones de Silicon Valley.
Que un sector ligado a las big tech esté experimentando con la descentralización es buena noticia, pero, de nuevo, debemos recordar lo aprendido en cuatro décadas de historia de internet. Desde los años noventa del siglo pasado, Microsoft ha aplicado una estrategia que consiste en desarrollar software basado en estándares abiertos, añadirle funcionalidades que causan problemas de interoperabilidad y acabar barriendo a sus competidores más pequeños. Así quedó probado por una investigación llevada a cabo por las autoridades antimonopolio de Estados Unidos, donde ahora también se está procesando a Google por abusar de su poder a través de Android, el sistema operativo de código abierto que creó para móviles.
Por ahora, quienes usan Bluesky dependen de infraestructura controlada por la empresa. La descentralización es técnicamente posible, pero es demasiado compleja para que otras entidades tengan incentivos para tomar papeles relevantes. No podemos saber qué harán los responsables de Bluesky en el futuro, pero el presente de Mastodon lo conocemos: está creciendo gracias a pequeñas empresas —entre ellas, una sin ánimo de lucro fundada por Rochko— y a una comunidad de colaboradores voluntarios de todo el mundo.
Durante muchos años, las instituciones públicas han desatendido su deber de construir espacio público online. Nuestras vidas digitales se han desarrollado en plataformas corporativas, con consecuencias ya conocidas para la opinión pública y la democracia. La Unión Europea lleva años hablando de soberanía tecnológica y trata de poner límites a los monopolios digitales. En lo que respecta a las redes sociales, con el fediverso Europa tiene una segunda oportunidad. Puede contribuir a impulsarlo de dos maneras: trasladando todas sus cuentas oficiales al fediverso e invirtiendo en financiar la mejora del software libre que lo hace posible. Al paso que avanza la vorágine expansiva de las big tech, más nos vale que nuestros representantes políticos no la desaprovechen.
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