La próxima revolución de México/ Jorge Castañeda
Si bien pueden pasar días o incluso semanas antes de que se consolide oficialmente la melodramática elección presidencial de México, parece casi seguro que el candidato liberal de centroderecha Felipe Calderón será el próximo presidente del país. Tal vez sólo haya ganado por un punto de porcentaje y su 36% de los votos apenas es un mandato. Sus opositores pondrán en tela de juicio los resultados en las calles, las cortes y la arena política y enfrentará una oposición fuerte, aunque dividida, en el Congreso. Aún así, ganar es mejor que perder y México está mucho mejor hoy que ayer, cuando muchos pensaban que el contendiente populista de centroizquierda, Andrés Manuel López Obrador, recibiría un apoyo colosal de parte del electorado.
Calderón significa continuidad; tal vez ésa sea la razón por la cual ganó y eso es lo que México necesita. Al final, los votantes de México no quedaron cautivados por la estratagema de López Obrador. Su causa era simple: México hoy es un caso perdido, saquemos a los truhanes responsables de esto y reemplacémoslos por líderes que representen y ayuden a los pobres –todavía la mitad de la población de México.
Sin considerar el hecho de que esta descripción es ampliamente, si no enteramente, imprecisa, los votantes decidieron que los últimos que ellos querían para arreglar el embrollo eran… los que lo habían creado por empezar. López Obrador se rodeó de ex funcionarios de alto rango de los gobiernos de Echeverría (1970-1976), López Portillo (1976-1982), De la Madrid (1982-1988) y Salinas de Gortari. Al electorado la ecuación simplemente no le cerró.
El argumento de Calderón, en cambio, sí. En reglas generales, él sostenía que en los últimos diez años México, si bien distaba de ser un paraíso, de alguna manera había avanzado: se logró controlar la inflación, el crecimiento empezó a remontar, se redujo la pobreza y las tasas más bajas de interés permitieron que la clase media baja accediera al crédito. Y todo esto se produjo sin represión, violaciones a los derechos humanos, levantamientos, asesinatos políticos o corrupción galopante.
Según las encuestas a boca de urna, el 60% de los votantes de México que pensaban que las cosas habían mejorado en el último año votaron por Calderón; el 60% de los que aprueban la gestión del presidente Vicente Fox (que a su vez cuenta con un índice de aprobación del 65%) también eligieron a Calderón. Calderón se benefició de los logros de Fox, pero no contó con el entorno de Fox y aún así ganó… con éxito.
No obstante, los desafíos a los que se enfrenta son enormes. México hoy es víctima de una creciente división ideológica que la mayoría de los otros países de América latina dejaron atrás. La elección no giraba alrededor de políticas, simplistas o no, como la guerra o la paz, mayores o menores impuestos, más o menos gasto público, cómo combatir la pobreza o crear empleos, permitir o prohibir la pena de muerte, el aborto, los casamientos homosexuales o lo que fuera. La campaña tenía que ver con el alma de México, con los amplios temas ideológicos inmensamente abstractos y parcialmente imaginarios como el nacionalismo, la separación de la iglesia y el Estado, mercado vs. Estado, aplicación de la ley vs. erradicación del privilegio y la pobreza, pertenecer a América latina o a Norteamérica, pobres vs. ricos.
Vistos desde lejos, estos temas de campaña tal vez no hayan sido algo malo: después de todo, los países necesitan este tipo de discusión cada tanto. Pero, en realidad, la discusión prácticamente no tuvo sentido, ya que las políticas que teóricamente habrían surgido del apoyo del electorado de una visión del mundo o la otra eran inviables o ya estaban vigentes. Calderón no puede entregarle la educación a la Iglesia, privatizar Pemex (la compañía petrolera estatal) o abolir los programas sociales de lucha contra la pobreza, que fue lo que sus adversarios, erróneamente, dijeron que haría. Y López Obrador no habría podido alejar a México de Estados Unidos, revisar el NAFTA, reorientar masivamente y de la noche a la mañana el gasto público, eliminar la pobreza y crear millones de empleos a través de programas de infraestructura no consolidados, como dijo que haría, tal vez con verdadera convicción.
Como en la mayoría de los casos, este tipo de debates ideológicos bizantinos no conducen a ninguna parte, pero sí impiden las discusiones significativas de políticas. Dado que los debates sobre estas políticas no se produjeron, tendrán que empezar ahora e, inevitablemente, polarizarán aún más a una sociedad que ya está profundamente dividida.
Calderón no sólo se verá afectado por esta división ideológica artificial; también tendrá que confrontar la misma parálisis con la que Fox y su antecesor, Ernesto Zedillo, se toparon desde 1997.
Calderón no sólo se verá afectado por esta división ideológica artificial; también tendrá que confrontar la misma parálisis con la que Fox y su antecesor, Ernesto Zedillo, se toparon desde 1997.
Las instituciones actuales de México fueron diseñadas y construidas para un régimen autoritario, no para la democracia, y funcionaron mientras México era gobernado por un solo partido, el PRI. Cuando llegó la democracia, todos –Zedillo, Fox, quien escribe y muchos más- pensaron que seguirían funcionando las mismas instituciones, a pesar de un contexto radicalmente diferente.
Nos equivocamos y el nuevo presidente debe enfrentar el mismo desafío: no respecto de cómo gobernar con estas instituciones disfuncionales, sino cómo reemplazarlas con algo que funcione. Este es el desafío más importante al que se enfrenta Calderón: diseñar y construir nuevas instituciones debería ser su principal prioridad.
Lograr, después de mucho tiempo, una reelección de representantes parlamentarios; llamar a un referéndum para enmendar la Constitución; crear un sistema híbrido, semi-presidencial, semi-parlamentario que aliente la formación de mayorías legislativas en un entorno de tres partidos; permitir que se postulen candidatos independientes, forzando así una realineación partidaria; y abolir el financiamiento de campaña al estilo norteamericano, donde el tiempo de aire se compra y no se adjudica, y que llevó a que la elección del domingo probablemente fuera, en términos de dólar por voto, la más cara del mundo. Estas son las reformas más importantes y urgentes.
Con estas reformas, México finalmente puede empezar a cosechar los frutos de diez años de estabilidad y continuidad –no una hazaña menor para un país que anteriormente había sufrido crisis importantes en cada década desde los años 60-. Con las reformas, se pueden tomar las decisiones sustanciales que tan urgentemente se necesitan y que afectarán directamente la vida de los mexicanos –energía, impuestos y reforma laboral, el mejoramiento de la educación y la reducción de la pobreza-. Sin las reformas, el país seguirá avanzando laboriosamente y, no importa cuán intensa sea la postura de la gente en este sentido, el verdadero cambio seguirá siendo imposible.
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La necesidad de reformas que abran puertas/Jorge G. Castañeda.
Publicado en El País, 16/07/06:
Calderón ganó; López Obrador perdió; y el PRI se desplomó. Quizá pasen más de mil años, muchos más, como dice la canción, pero al final Calderón se instalará en los Pinos (y afortunadamente no en el Palacio Nacional, como quería Obrador).
Tendremos que escudriñar las encuestas de salida para determinar por qué exactamente la gente votó como votó, pero algunos datos preliminares de la encuesta de salida del diario mexicano Reforma y de reflexiones propias permiten aventurar algunas hipótesis.
En primer lugar, aunque López Obrador sí se llevó el mayor número de votantes independientes y un número nada despreciable de votantes de Fox en 2000, su ardid conceptual no caminó. Al final de cuentas, AMLO le dijo a México: el país es un desastre, para arreglarlo echemos a los que están, y pongamos a unos nuevos que lo arreglen, esto es, los que produjeron el desastre. Nunca antes un candidato puntero del PRI (restaurado) había aglutinado a personalidades de tanto sexenio priísta anterior. De Luis Echeverría (1970-1976); de José López Portillo (1976-1982); de Miguel de la Madrid (1982-1988); de Salinas de Gortari (1988-1994). Aparentemente la gente no se tragó el anzuelo: ¿cómo se compone el desastre con los que lo crearon?
En segundo término, la gente votó por la continuidad. El 60% de los que consideran que les va mejor hoy que hace un año votaron por Calderón; más del 60% de los que aprueban a Fox votaron por Calderón; y más de 60% aprueba a Fox. Al final, la gente le tuvo miedo a la aventura y prefirió la continuidad, la estabilidad, la tranquilidad, todos éstos siendo términos y realidades imperfectas y relativas. Los votantes, quizá sin gran entusiasmo, pero con mucha firmeza, prefirieron la grisura a los sombrerazos, la mediana permanencia a la ruptura estridente.
Tercera reflexión: Calderón ganó solo. Muchos le reprochamos/sugerimos que le convenía “desenpanisarse” y buscar alianzas con otros sectores. No lo hizo. Tuvo razón. No le debe nada a nadie, salvo a su pequeño grupo de colaboradores y a su partido. Si así lo desea, puede gobernar solo. No es poca cosa en un país donde el presidente siempre llega a la silla inmerso en una maraña de compromisos, de promesas y de amigos.
Pero la reflexión más importante seguramente consiste en la configuración del futuro. La nueva Cámara y el nuevo Senado evocan pesadillas: más atomizadas, inexpertas, enconadas y desprovistas de sustancia entre sus miembros que las tres lamentables legislaturas de 1997 a 2006. Gobierno de coalición o no, de unidad nacional o no, monocolor del PAN o no, de aliados con votos bajo el brazo o no, se antoja enormemente difícil lograr cualquier tipo de mayoría estable o incluso de mayorías funcionales tema por tema más allá del presupuesto y algunos asuntos corrientes. Calderón puede usar su mandato y su destreza política para armar mayorías reforma por reforma, hasta que le pase lo que a Fox: el desgaste. O puede empezar y priorizar a ultranza la reforma de las reformas.
En otras palabras, puede, incluso durante el periodo de transición, y en particular con la legislatura saliente, proponerse lograr cuatro reformas que abrirían la puerta a las otras. Hemos tenido oportunidad en estas y otras páginas de repetirlas hasta el cansancio, pero va una vez más:
Uno. La madre de todas las reformas: el referéndum para modificar la Constitución. Salvo Estados Unidos, no hay país con régimen presidencial que no cuente con este instrumento.
Dos. La reelección de diputados y senadores, sin la cual no hay rendición de cuentas posible para los legisladores.
Tres. Establecer un régimen híbrido semipresidencial/semiparlamentario para lograr mayorías y gobernabilidad.
Cuatro. Aprobar la segunda vuelta en la elección presidencial y en su caso en las legislativas para que no nos vuelva a suceder lo del pasado domingo 2 de julio. México necesita presidentes con más del 36% del voto.
Si Calderón define claramente una prioridad como ésta y si logra sacar adelante estos cambios, empezará su sexenio con el pie derecho. Si enseguida utiliza las reformas para profundizar, mejorar y ampliar los programas de combate a la pobreza, creando las redes de protección social para los sectores no organizados de la sociedad, podrá trastocar a fondo la tendencia actual en América Latina.
En lugar de Gobiernos de centro-izquierda como Chile, Uruguay y Brasil, que con dificultades le imprimen un sello social y humano al consenso de Washington, sin poder ir mucho más lejos; en lugar de Gobiernos de izquierdas ideologizados como en Venezuela, Bolivia y Argentina, que a la larga le harán más daño que bien a los pobres a quienes pretenden representar; en lugar de Gobiernos de centro-derecha (Colombia) que hacen caso omiso de la pobreza y de la desigualdad; México podrá tener un Gobierno que busque y encuentre soluciones duraderas, prioritarias, fondeadas y modernas a estos retos, decisivos para toda América Latina.
After Mexico's Election
The United States Ought to Respond Better This Time
By Jorge G. Castañeda
After Mexico's Election
The United States Ought to Respond Better This Time
By Jorge G. Castañeda
The Washington Post, Sunday, July 16, 2006; Page B07
Close elections are no big deal; they happen nearly everywhere and very often. If the close July 2 vote in Mexico, my country, seems surprising and confusing, it's simply because there have been very few real elections, close or otherwise. Most scholars would agree that in the country's entire history, at most four presidential votes would qualify by international standards: those of 1911 and 1994 (sort of), Vicente Fox's in 2000 and now Felipe Calderón's.
Mexico has never been very adept at transferring power regularly, peacefully and democratically; indeed, one can argue that only during the past decade has the country even begun to do so. Thus it is quite logical that Mexico's political actors, institutions and media should be somewhat at a loss as to how to proceed in view of the result: The winner was declared by barely half a percentage point, and the loser's followers are experiencing serious difficulties in digesting what for them is a totally unexpected defeat.
Despite the uncharted waters Mexico is navigating, three courses of action are in order.
First, the established electoral procedures must be followed expeditiously, so that sincere doubts and questions are addressed but without having Mexico's still-precarious democracy irreparably damaged by one more instance of an aborted transfer of power. Accepting Andrés Manuel López Obrador's claim of fraudulent behavior by the nation's autonomous and trusted electoral authorities (particularly the Federal Electoral Institute, or IFE) is a non-starter; trying to reasonably accommodate his followers' desire for a partial and solidly grounded recount is not too much to ask, as long as it is really the end of the road.
Second, Calderón has to reach out, if not to his adversaries, at least to their constituencies. This is especially true for López Obrador's supporters from the bottom of the income scale. Most foreign observers' politically correct impression that all of the poor voted for the left and all Calderón's votes came from urban, middle-class white Catholics is inaccurate. A respected exit poll showed that 38 percent of López Obrador's voters had only elementary schooling, while 33 percent of Calderón's did; 45 percent of the leftist candidate's constituents went to middle and high school, while 43 percent of Calderón's did; and only in relation to university graduates, where Calderón obtained 21 percent of his votes, and López Obrador 16 percent, was there a statistically significant difference.
Nonetheless López Obrador did come to represent many of the aspirations of the poor, and Calderón should make some of his rival's proposals part of his government program, regardless of whether it changes anything in this protracted electoral dispute. He could easily, for example, seek to establish a universal pension for the elderly poor, if López Obrador's party agrees to help fund it in Congress; he could seek to create a national health service that would deliver basic care to everybody, if there is funding from Congress; and he could even take up López Obrador's somewhat simplistic educational program and commit himself to creating 30 universities and 200 high schools over the next three years. None of this would change López Obrador's attitude -- he wants to be president at all cost, not to have his platform implemented -- but it would certainly modify that of his supporters, and show that Calderón understood the election's overriding message: There are too many poor in Mexico, and something has to be done about it.
Finally, the United States should count its blessings. Calderón's apparent victory spared Washington a major conundrum. I say "apparent" because, according to some, it is still in doubt. But after two full tallies, numerous exit polls and quick counts all pointing in the same direction, it seems inconceivable that Mexico's Electoral Court of Appeals would either cancel the election or overturn the IFE's decision. López Obrador is perhaps not another Hugo Chávez, but he certainly could be taken for another Luis Echeverría, the country's president between 1970 and 1976, who was just recently indicted for crimes against humanity for the Tlatelolco massacre in 1968, when he was interior minister. And López Obrador never clarified his stance on Chávez or Cuba, for that matter: what he really thought about the way both countries were governed. He is showing his true colors by not only refusing to accept the IFE's decision -- he of course has the right to challenge it in the courts -- but also contesting it in the streets, and by denouncing the IFE and Fox as traitors to democracy and the architects of electoral fraud.
So Washington would do well to recall, as many have said before, that it is one thing to have Evo Morales in the Andes or Hugo Chávez along the Orinoco and quite another to have a populist on the border. When the time comes again to take up the bilateral agenda -- immigration, border security, water management and infrastructure, working together at the United Nations and the Organization of American States, fighting organized crime in both countries -- Washington should remember its close call, and give Felipe Calderón the full support it denied Fox after Sept. 11 -- support that would have helped Mexico, Fox and Calderón immensely.
The writer was foreign minister from 2000 to 2003 and is now global distinguished professor of politics and Latin American studies at New York University.
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