5 feb 2007

Ahmadineyad no es Hitler

  • Ideología, realidad y riesgo/Pascal Boniface, director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París (IRIS).
Publicado en LA VANGUARDIA, 4/02/2007);
Traducción: José María Puig de la Bellacasa
¿Les ha gustado la guerra de Iraq? ¡Pues la gozarán con la guerra de Irán! Ciertamente no revestirá las mismas características. No sueñen con una invasión a gran escala, con despliegue de tropas terrestres y ocupación militar prolongada resultante en una guerra civil; eso no es viable. Incluso la superpotencia estadounidense tiene limitaciones. No cuenta - ya no cuenta- con los recursos necesarios para abrir un segundo frente de estas características. Habrán de contentarse, pues, con unos cuantos bombardeos contra las instalaciones nucleares iraníes. Sin embargo, tranquilícense: por más que el desarrollo y evolución del conflicto pueda ser distinto, el resultado será tan catastrófico como el precedente, incluso mucho más.
¿Cuáles son los factores más susceptibles de desconcertar en toda esta cuestión? ¿Que las mismas personas que habían abogado por la guerra de Iraq puedan sin vergüenza ni reparos de ninguna clase apelar al desencadenamiento de ataques contra Irán? ¿Que lo hagan apoyándose en los mismos razonamientos: peligro nuclear, necesidad de parar los pies a un régimen peligroso e incómodo hasta el punto de ser insoportable? ¿Que los mismos expertos que nos contaban que Iraq nadaba en armas de destrucción masiva nos digan ahora (y desde hace varios años) que a Irán le falta sólo un año para hacerse con el arma nuclear sin que su credibilidad sufra por ello? ¿Que se atrevan a parapetarse tras una actitud moral practicando a la vez el terrorismo intelectual y demonizando a quienes juzgan que la guerra no constituye necesariamente la mejor manera de solucionar los problemas políticos? ¿Que, tragándose también todo sentimiento de vergüenza, se entreguen a ceremonias de la confusión comparando a Ahmadineyad con Hitler, relativizando así de paso los crímenes de este último? Cuando se oye que se compara a un dirigente con Hitler cabe inferir que se hallan en marcha los preparativos de la guerra. Tales comparaciones ya se sugirieron en el caso de Naser antes de la guerra de Suez, de Sadam antes de la guerra del Golfo de 1990-1991 (aunque no durante la guerra Iraq-Irán) y antes de la guerra del 2003 (no entre las dos), y por último en el caso de Milosevic antes de la guerra de Kosovo. Ninguno de estos personajes era un gran demócrata. Sin embargo, ¿se les puede meter a todos ellos en el mismo saco que a Hitler? ¿No es una ofensa a la memoria de los millones de víctimas del nazismo? Algunos incluso se habían atrevido, antes de que fuera asesinado por un extremista israelí, a establecer la misma escandalosa semejanza en el caso de Yitzhak Rabin.
No se trata de negar el peligro que representaría un Irán nuclear ni de aceptar sin rechistar las declaraciones inadmisibles de Ahmadineyad a propósito de borrar a Israel del mapa o la escandalosa conferencia revisionista de Teherán. El Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París (IRIS), al igual que numerosos institutos y centros, decidió cortar todo vínculo con el organismo organizador de la conferencia. Tampoco se trata de que deba rechazarse sistemáticamente el recurso a la fuerza. En ciertas ocasiones constituye el último recurso. Tal fue el caso, a mi juicio, de la acción contra Iraq en 1991. Pero no fue así en el 2003 y no lo es en la actualidad con relación a Irán.
¿Qué efectos tendrían los bombardeos contra las instalaciones nucleares iraníes? Indudablemente, la destrucción de parte de ellas, que a su vez redundaría en un retraso en el acceso de Irán al arma nuclear. Sin embargo, los bombardeos acentuarían la resolución de los iraníes, decididos a poseerla, y se verían acompañados de daños colaterales (hablando en plata, matanzas) entre la población iraní, posiblemente de notables proporciones. Y todo ello después de los casos de Afganistán,
Iraq y Líbano, entre los más recientes, sobre el fondo de una intensificación del conflicto palestino-israelí. Se produciría asimismo un gran salto hacia delante, pero en dirección a un choque de civilizaciones y no hacia un Oriente Medio en paz, el final del terrorismo o la no proliferación nuclear. Todos estos objetivos (que ya eran los de la guerra de Iraq) se verían abocados al fracaso en la circunstancia de una guerra contra Irán. En un momento en que Ahmadineyad empieza a experimentar algunos apuros en casa, vería su legitimidad reforzada según la ley de bronce que suelda a una población determinada en torno a sus líderes cuando el país es atacado desde el exterior.
Naturalmente, cabe conjeturar que, desde un punto de vista racional y a la vista de la desastrosa situación estratégica en que se encuentra Estados Unidos, especialmente en Iraq, no se arriesgará a abrir un nuevo frente. Lamentablemente, no cabe excluir lo peor. George W. Bush puede acabar convencido por la fuerza de su propia propaganda. Si Ahmadineyad es Hitler, ¿cómo cabe presuponer lógicamente que los riesgos de una guerra vayan a ser inferiores a los de enfrentarse a un Hitler dotado de armas nucleares?
Impedir que Irán se dote de armamento nuclear, obrar de modo que este país vuelva a la senda de una política internacional más respetuosa con sus vecinos y pueda reinsertarse en la comunidad internacional: he aquí objetivos sensatos que perseguir. Ahora bien, la guerra es el medio menos adecuado y positivo para alcanzarlos. Tras las elecciones del 2006 y sobre todo tras la publicación del plan Baker-Hamilton, podía haberse alimentado la esperanza de que el presidente Bush adoptaría una política más realista y menos peligrosa en la región. Pero ha podido presenciarse el triunfo de la ideología sobre la realidad. ¿Intento de salir de la crisis provocando una crisis mayor?
Siempre cabe temer que sobrevengan nuevas catástrofes.

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