30 sept 2007

La opinión de Roncagliolo

  • Refinamiento del verdugo/Santiago Roncagliolo, escritor peruano.
Publicado en EL PAÍS, 30/09/2007;
Hoy, el búnker de Berlín-Hohenschönhausen es conocido mundialmente por La vida de los otros, el último gran éxito del cine alemán. Pero durante cuarenta años, nadie supo de su existencia. Su posición no figuraba en los mapas, ni su nombre en las listas de edificios oficiales. Los vecinos se imaginaban lo que ocurría detrás de los centinelas y el alambre de púas, pero nadie lo sabía a ciencia cierta. Sólo quienes entraban eran informados de dónde se encontraban: en la cárcel preventiva del ministerio para la Seguridad del Estado, la temible Stasi.
Berlín-Hohenschönhausen estaba dedicada exclusivamente a presos de conciencia. Por sus celdas pasaron líderes de manifestaciones, testigos de Jehová o políticos críticos secuestrados en Berlín Oeste, pero también disidentes comunistas como el editor Walter Janka y políticos caídos en desgracia como Paul Merker. Y, con frecuencia, ciudadanos comunes y corrientes que ni siquiera eran conscientes de estar haciendo algo ilegal.
Tras la caída del Muro de Berlín, el edificio fue convertido en un museo, y muchos de sus antiguos prisioneros hoy guían a los visitantes. Uno de ellos es un ex hippy que se pasó un año y medio encerrado por tener un grupo de rock. El paseo turístico comienza por la sección más antigua, llamada El Submarino, un pabellón subterráneo inaugurado por los soviéticos tras la ocupación de Berlín. El Submarino no tenía ventilación, y la mitad de sus celdas carecían de ventanas. Para dar una idea de la humedad y el calor de las instalaciones, basta señalar que el personal penitenciario se construyó ahí una sauna para sus momentos de relax.
Entre los instrumentos de tortura que se exhiben al visitante en este pabellón destacan tres: el primero, una habitación hermética donde encerraban al prisionero con unos diez centímetros de agua cubriendo el suelo. Después de una semana sin poder dormir ni sentarse, y con la humedad calándole los huesos, por lo general se mostraba colaborador. El segundo sistema, una cubeta en la que colocaban la cabeza de la víctima mientras gotas de agua le caían sobre la nuca. Esto los ablandaba en unos cinco días. El último sistema no es tan fácil de comprender a simple vista: se trata de una puerta abierta en un muro, pero la puerta no da a ninguna parte. El guía explica que la celda es el muro. El prisionero era emparedado en un espacio de 1,5 por 0,4 metros. Ése era el más eficiente.
Antiguos prisioneros políticos de Argentina y Chile que han visitado el pabellón soviético coinciden en un detalle: les parece un jardín de infantes. Las víctimas de Videla o Pinochet tuvieron que soportar ataques con perros y ratas. Sus guardianes les inyectaban somníferos y los arrojaban desde aviones. Les aplicaban la picana en los testículos. Las violaban. Los métodos de Berlín, en cambio, muestran un alto nivel de sofisticación en el uso de la violencia.
Para empezar, los tormentos de El Submarino no eran ejecutados directamente por personas, sino por cosas. Las víctimas no tenían que enfrentarse a sus verdugos durante la tortura, y en ningún caso eran necesarias las palizas. Además, los instrumentos no dejaban cicatrices ni marcas físicas. Nada de quemaduras o traumatismos. El Submarino está diseñado para quebrar la voluntad, no los huesos. Por supuesto, la gente se moría. Se calcula que el primer año fallecieron más de 3.000 personas. Pero lo importante era que nadie los mataba personalmente. Ningún individuo era responsable de su suerte.
Tras la instauración de la RDA, la Stasi hizo construir a los presos un nuevo edificio en el que refinó el sistema aún más. A partir de los años cincuenta, los internos ni siquiera sabían adónde los conducían. Ingresaban en el recinto con los ojos vendados y ocultos en un camión que decía “pescado”. (Con el tiempo, como el pescado escaseaba, fue necesario cambiar el camuflaje por “frutas y verduras”). Y una vez dentro, perdían todo contacto con el mundo.
Tampoco estaban permitidas las relaciones entre los internos. Ninguno sabía quién estaba encerrado al lado. No había un comedor ni duchas comunes. Desde luego, tampoco era posible relacionarse con los carceleros o los interrogadores. Para asegurarse de ello, el personal rotaba frecuentemente. Los presos podían pasar años sin más contacto humano que el de los interrogatorios. Cada vez que alguno abandonaba su celda, se encendía una luz roja en el pasillo. Era la señal para que nadie más circulase.
Los prisioneros de la Stasi no tenían vestimenta propia: llevaban un chándal azul y unas pantuflas de reglamento. Tampoco tenían nombre. Se les llamaba por su número de celda. Cualquier característica individual, cualquier rasgo de personalidad, era borrado.
El reglamento del presidio estaba lleno de normas absurdas que era imposible respetar por completo. La más increíble era la obligación de dormir boca arriba y con los brazos extendidos. Durante la noche, cada diez minutos, un oficial se asomaba por la mirilla de la celda y despertaba a los internos que no durmiesen en la posición correcta.
¿Por qué una posición obligatoria para dormir? Una razón tenía que ver con los presos, y otra, con los guardianes. Los primeros debían saber que eran vigilados constantemente, y que eso formaba parte de su condena. La mayor parte de sus pesadillas -especialmente de las mujeres- tenía que ver con las mirillas de las puertas y los ojos que observaban a través de ellas todos sus movimientos. En cuanto a los guardianes, era necesario que percibiesen que los internos incumplían las normas constantemente. Sólo así se sentirían justificados para castigarlos con dureza.
En efecto, todo en estas instalaciones está diseñado para evitar el complejo de culpa de los funcionarios. Las cortinas de las salas de interrogatorios están bordadas con flores y encajes. El papel mural estilo años setenta recuerda a las primeras películas de Almodóvar -eso sí, en colores opacos y sosos-, y las losetas del pasillo producen un efecto “casa de la abuela”. Nadie golpeaba a los internos, y en toda la visita no se ve un solo instrumento de tortura física.
El terror de Berlín era aséptico y esterilizado, como cualquier trabajo de oficina, porque estaba sistematizado, y por tanto no era responsabilidad de nadie en particular. Los guardias realizaban su monstruosa misión en la misma atmósfera rutinaria que un registrador de la propiedad. Los interrogadores eran caballeros amables que decían: “Usted puede salir de aquí cuando quiera. Sólo tiene que echarnos una mano, igual que han hecho ya sus amigos”.
El trabajo en esta cárcel no era destruir el cuerpo, sino las certezas de los individuos, que forman la base de su voluntad. Aislados del espacio y de los hombres, despojados de identidad e intimidad, los humanos se derrumban. Por eso, el objetivo de la política penitenciaria, a largo plazo, ni siquiera era recabar información útil, sino anular la iniciativa de los internos.
Significativamente, la tortura más extrema y última parada de la visita es el cuarto oscuro. Encerrado ahí, el preso no sabía si era de día o de noche, y las paredes estaban acolchadas para que ni siquiera pudiese darse cabezazos contra las paredes. No sólo estaba privado de un lugar y de un nombre, sino que ni siquiera era capaz de distinguir el día de la noche, y la cordura de la demencia. En esa habitación, donde se diluían las últimas certidumbres de los hombres, la prisión alcanzaba el punto más alto de burocratización de la crueldad.

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