- Tres preguntas sobre el EPR/Jorge G. Castañeda.
México nunca padeció los verdaderos estragos que surtieron de las luchas armadas o las guerras de guerrillas del resto de América Latina en la década de los sesenta, de los setenta y todavía de los ochenta. No es que no haya habido eventos y que algunos episodios no hayan sido dolorosos o dramáticos: Madera, Nepantla, Garza Sada, Hirshfield, Genaro Vázquez y Lucio Cabañas y la 23 de Septiembre, etcétera. Y obviamente el EZLN en el decenio pasado. Pero justamente se trata de incidentes, de hechos aislados, de episodios, no de una etapa de convulsiones alimentada y combatida desde fuera con miles de muertes y miles de millones de pesos de pérdidas. La lucha armada en México no alcanzó jamás los niveles que tuvo en Centroamérica, en Venezuela, Colombia, Perú, Argentina, Uruguay, ni siquiera el impacto -ciertamente menor- en países como Chile y Bolivia. México en cierto sentido se parece más a Brasil. En aquel país hubo por supuesto secuestros, asaltos, focos urbanos o rurales pero nada que se pareciera al resto de la región.
Con independencia de los orígenes de este vacío -muchos hemos sostenido que se debió a la ausencia de apoyo cubano; otros han argumentado que el motivo yace en las peculiaridades del régimen priista- el hecho es que no estamos muy acostumbrados a lidiar con estos asuntos. De ahí las reacciones desconcertadas y desconcertantes que han provocado los bombazos del EPR en los últimos meses y la perplejidad de muchos frente a esos acontecimientos. Sin aspirar a un conocimiento mayor que el de otros, quisiera aportar sólo tres preguntas, más que reflexiones, a la discusión en curso sobre el tema.
La primera se refiere al tema de la existencia misma de un grupo guerrillero llamado EPR, aparentemente surgido en Oaxaca, y autor de los atentados en contra de instalaciones de Pemex y, según el New York Times por lo menos, el secuestro de dos empresarios prominentes en los últimos meses. Una cosa es que efectivamente exista este grupo guerrillero y otra cosa es la realidad de los atentados y los secuestros. Pero una tercera cosa distinta a las dos primeras es que exista una relación cierta de causa y efecto entre los dos primeros enunciados.
Sí abundan las posibilidades pero limitémonos solamente a tres: el narco compró la franquicia del EPR; el narco o alguien más está manipulando al EPR sin que éste lo sepa, tal y como debe efectuarse una manipulación como Dios manda: sin que el manipulado se entere; alguien más está llevando a cabo los atentados, echándole la culpa al EPR y éste se deja porque le conviene. Lo que resulta enigmático, por lo menos, es que un grupo que no ha podido hacer absolutamente nada en lo que se refiere a acciones armadas o de propaganda y de política en los últimos 10 años, de repente despierte, se active y lleve a cabo operaciones exitosas, espectaculares y que requieren pericia y recursos que hasta la fecha nunca se le habían conocido.
Dar por sentado que ese EPR existe es igual a haber creído que los zapatistas conformaban en 1994 una organización político-militar. Sabemos que lo segundo era falso; no descartemos que lo primero también.
Una segunda interrogante abarca el controvertido concepto de contrainsurgencia. No hay mil maneras de combatir a una guerrilla. Se requiere trabajo de inteligencia, de infiltración, de represión, de secar el famoso mar donde nada el pez en el agua y quizás, por desgracia, algo así como un GAL, cuya creación parece tentar muchísimo al gobierno de Felipe Calderón. Ésa sí es una guerra que puede resultar realmente larga y sangrienta. No se le desea a ningún país nunca. Pero si se tienen evidencias de que estamos ante un fenómeno de ese tipo, por primera vez en México, es imperativo explicárselo al país y compartir con la sociedad mexicana las implicaciones de esa nueva realidad. Y a la inversa. Si las pruebas disponibles no existen porque el fenómeno como tal no existe, también hay que decirlo.
La tercera consideración involucra el tema de la negociación. En México nos gusta negociar todo o por lo menos aparentar hacerlo. Se considera que el diálogo y las salidas negociadas son intrínseca y ontológicamente preferibles a la confrontación. Pero en todo caso, negociar con una fuerza política real constituye una faena pertinente mientras que hacerlo con un fantasma sólo representa un capricho o una ingenuidad. Se negocia con una guerrilla cuando no se le ha podido derrotar en el campo de batalla, cuando su apoyo popular y/o internacional impide destruirla por las armas; o cuando sus metas son efectivamente negociables, es decir, no una revolución sino algunas reivindicaciones regionales, étnicas, religiosas. Ninguna de estas hipótesis se verifica hoy en México. El supuesto EPR no cuenta con ninguno de esos apoyos como bien lo ha hecho notar Leo Zuckermann en Excélsior, sus metas son la transformación revolucionaria de la sociedad. ¿Para qué y por qué diablos negociar con ellos, sobre todo antes de haber tratado de derrotarlos? A menos de que la faramalla legislativa de una comisión negociadora sea precisamente eso: una faramalla o una tomada de pelo. No hay buenas soluciones ante un fenómeno de esta naturaleza, suponiendo su existencia. Pero tratemos por una vez de no inventar el hilo negro o el agua tibia. Supongo que mi amigo Joaquín Villalobos que de esto sí sabe mucho, sigue asesorando a Eduardo Medina Mora. Seguramente le habrá contado que no hay atajos en materia contrainsurgente y debe haber negociaciones con interlocutores cuya base social es en el mejor de los casos desconocida. Quizás Atilio también debiera hablar con los legisladores que andan de calientes u ocurrentes; les serviría mucho.
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