- Buñuel: el hombre más libre del mundo/Tomás Eloy Martínez, escritor y periodista argentino, autor, entre otros libros, de El vuelo de la reina.
Ningún arte envejece tan rápido como el cine. Quizá por eso es sorprendente la vitalidad que siguen teniendo las películas del director aragonés Luis Buñuel.
No hubo creador tan libre como él, y esa libertad le devuelve todos los días una juventud que está más allá de las modas. Todo lo que hizo es bueno, hasta su desastrosa Gran Casino, que su amigo el productor Oscar Dancingers le hizo filmar en 1947 para rescatarlo de la miseria.
Buñuel compensó ese guiso de tangos y rancheras con una sucesión de obras maestras que parecen hechas para los espectadores de mañana: Belle de Jour, El ángel exterminador, Viridiana, El discreto encanto de la burguesía, Los olvidados.
La que prefiero entre todas es la más discreta y transgresora, Él, acaso porque el personaje paranoico de don Francisco Galván, interpretado por un inolvidable Arturo de Córdova, se parece tanto al propio Buñuel que es casi un autorretrato.
He visto hace poco esa película en una de las resurrecciones milagrosas a las que nos están acostumbrando los DVD, y desde las primeras imágenes -la ceremonia del lavado de pies de los Jueves de Pasión- quise escribir sobre esa experiencia.
Buñuel era un fetichista de los pies, a los que convierte en objetos de seducción infalible. Don Francisco, un heredero devoto que es presentado en los sermones dominicales como ejemplo de piedad, se enamora en plena misa de los pies de Gloria, la novia de un amigo. Gloria está encarnada en Él por una Delia Garcés más expresiva y talentosa de lo que nunca fue en el cine argentino. Don Francisco se casa con ella y luego la atormenta con unos celos sin medida, que terminan arrastrándolo a la locura y a ella a la desesperación.
Dos imágenes son inolvidables: la del castigo a la inocente esposa mientras duerme, con unas sogas y unas agujas de colchonero que insinúan la crucifixión, y el paseo final de Francisco por el patio del convento donde lo han recluido, con pasos en zigzag que se burlan del modo de caminar del propio director.
Todos los temas que lo obsesionaban son explorados en Él con la pasión investigadora del entomólogo que Buñuel fue en sus ratos de ocio: la fragilidad de la memoria, las trampas de la devoción religiosa, la culpa cristiana, la búsqueda desesperada de libertad. Uno de los terrores más hondos de Buñuel era perder la memoria, porque consideraba que la memoria era la verdadera cara de la identidad, del ser. La memoria de Francisco Galván, en cambio, es su infierno, porque lo recuerda todo, hasta lo que todavía no ha vivido.
Él es hermana gemela de El último suspiro, la bellísima autobiografía en la que Buñuel se refleja tal como es, con sus tempranas dudas sobre la resurrección de la carne, el juicio final, el infierno y el demonio. De esas dudas nacería la sentencia que lo define por entero: “Soy católico y ateo gracias a Dios”.
Aunque después de casarse observó una fidelidad monolítica, en la juventud fue visitante asiduo de burdeles. Jamás dejó de fumar ni de beber en los bares, dos ceremonias que le permitían meditar y estar en contacto con sus turbulencias más hondas. En casi todo se comportaba como un buen burgués: respetaba las horas de sus citas con puntualidad de gallo mañanero, era cuidadoso con la ropa y se acostaba temprano.
Una manera de compensar su miedo a las devastaciones de la memoria era su culto a la libertad plena. La libertad no fluía en él como algo deliberado ni buscado: simplemente era un estado de vigilia ante la opresión de los otros y un desdén al parecer innato por toda forma de culpa.
Ambas cualidades son raras en un español, y sobre todo en uno que vivió muchos años bajo el yugo implacable de Franco. En un medio donde no había otros refugios para el amor que el matrimonio o los prostíbulos, Buñuel encontró un tercero: la imaginación. “Lo que sucede en mi cabeza”, dijo, “no le concierne a nadie sino a mí”.
Había nacido en el pueblo aragonés de Calanda a comienzos de 1900 y no le fue fácil llegar adonde llegó. Hollywood y Francia desdeñaron todos los proyectos que propuso y sólo por azar se salvó de la miseria cuando el productor ruso Oscar Dancingers lo retuvo en el cine mexicano. Allí creó, contra toda adversidad, una obra que no se parece a ninguna otra y que no ha tenido sucesores, porque su osadía y su coraje son inimitables.
En la década de 1920 había descubierto en París a los surrealistas: Breton, Eluard, Arp, Benjamin Peret, René Char, Magritte. Cada uno de ellos había hecho su propio aprendizaje de la libertad, y se mantenía en perpetua vigilancia contra las renuncias y concesiones de los otros. Eran implacables. Sabían que la libertad muere sin el cotidiano alimento de la discusión, de la prueba, de la comparación. Que es preciso tocar a cada momento su carne viva para no olvidar la fuerza de su contacto. Que no hay libertad a solas, sino únicamente libertad en compañía: para reforzarla en el otro, para sentir que, gracias al estimulo del otro, la propia libertad es siempre posible.
Buñuel dirigió Él en 1952. Tomó la idea de una novela -mala- de Mercedes Pinto y la dio vuelta como a un sueño equivocado. Todas las imágenes son apacibles y lo que pasa es muy poco, pero hay un viento de rebeldía y furia tan incesante que por momentos no se puede respirar. Ha de ser, junto con El ciudadano de Orson Welles, la película más libre que haya nacido del corazón humano, y la única en la que los malos sentimientos fluyen con tanta ternura como los buenos.
Volví a verla a más de medio siglo de su estreno y lo que vi sigue siendo fuego puro, ardiendo aún en un tiempo que no se mueve.
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