La memoria que nos ciega/Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Deusto
Publicado en ABC, 28/01/08):
Dos años después de que la revolución socialista de 1848 anunciara en París que algo nuevo y desafiante levantaba su bandera en Europa, Tocqueville, protagonista y testigo de los hechos, escribía sus memorias de aquel tiempo de vísperas, y anotaba: «Siempre he observado que en política, muchas veces resulta perjudicial tener demasiada memoria».
Las escenas de pánico conservador y ebullición popular que acababa de vivir en primera línea afirmaban en el alma desilusionada de Tocqueville, demócrata liberal y a la vez fino aristócrata, esta opinión. Se lo decían sus ojos y sus oídos: el peso de 1789, y de los acontecimientos sangrientos de 1793, había gravitado como una pesadilla sobre la mayoría de los espíritus de 1848. Todos los personajes principales de aquel drama reciente habían actuado y seguían actuando absorbidos por los recuerdos de un pasado que les impedía contemplar cara a cara el presente, incapaces de arrancarse las máscaras de La Fayette, Danton, St. Just, Napoleón… de barruntar las consecuencias de su acción, de enfrentarse a la gran novedad que les saltaba a los ojos. El resultado es ya conocido: ante la posibilidad de que volviera Robespierre a cortarles la cabeza a los franceses, la elección popular de Luis Napoleón, el posterior golpe de Estado de éste, la anulación de la vida política bajo la caricatura de un nuevo imperio napoleónico.
Nos gusta pensar que el conocimiento de la historia es un excelente radar para no caer en las mismas trampas del pasado, que la historia es una escuela para despertar a la acción sabia o prudente, que el recuerdo de los errores de ayer puede reducir la capacidad de provocar estragos catastróficos en quienes hoy ocupan altos cargos de responsabilidad política. No obstante, como advierte Tocqueville, muchas veces la imagen evocada de los hechos pretéritos arroja una luz engañosa sobre el presente. Nos deslumbra. Nos arrebata de la realidad, siempre cambiante. Nos aleja del trasfondo y de la sustancia misma de los problemas de nuestro tiempo.
Podría escribirse un inmenso relato de todas las equivocaciones que así se han engendrado las unas a las otras. Es, por ejemplo, Carlos X de Francia, provocando la revolución de 1830, porque había tenido ante sus ojos la debilidad del guillotinado Luis XVI. Es Luis Felipe de Orleáns, el más perspicaz de todos, creyendo que, para permanecer en el trono, le bastaba infringir la legalidad sin violarla, y que, siempre que él se moviese dentro del círculo de la Carta constitucional, los franceses tampoco se saldrían del mismo.
Pero dejemos a un lado a los príncipes de Europa, a quienes más de una vez ha perdido su prodigiosa vanidad. Acerquémonos al siglo XX, que es una época aterradora. Podemos ver entonces al gran olvidado de todas las efemérides de la revolución rusa, Kerenski, jefe del gobierno provisional de marzo a noviembre de 1917. Para alegría de Lenin y de los bolcheviques, Kerenski se empeñó en resucitar el llamamiento jacobino a un combate de resistencia patriótica contra Alemania cuando todo indicaba que la exigencia de Paz, Pan y Tierra era lo único que movilizaba realmente a las masas rusas. Su hundimiento fue tan desastroso como largo su posterior olvido.
No mucho después, podemos ver a Neville Chamberlain, primer ministro británico en 1938, decidido a soportar todo de Adolfo Hitler y de Mussolini porque su antecesor en 1914, al no querer soportar nada, había abierto las puertas a una guerra espantosa: así, con su mejor sonrisa, en nombre de la paz en Europa, del apaciguamiento, Chamberlain accede a que Checoslovaquia sea dividida y sacrificada y acepta que Mussolini invada Etiopía o que las armas y el dinero alemán e italiano ayuden a desguazar la República española. Si esperamos un poco más, vemos al fanático y aventurero nazi iniciar la guerra más devastadora que ha conocido el mundo. Vemos a las tropas de Hitler entrando en París.
Por supuesto, España no ha sido ni es ajena al hechizo negativo que el exceso de ayer puede ejercer sobre los actores del presente. La misma revolución de octubre de 1934, que contribuyó a deteriorar la Segunda República, se hizo, por ejemplo, mirándose en la Comuna de París y, sobre todo, en la cercana resistencia de los obreros vieneses a Dollfuss. Y sin ir tan lejos en el tiempo, durante las negociaciones con los terroristas de ETA Zapatero trató de encajar el cuadro irlandés en el marco del País Vasco, ignorando que si bien la humanidad es siempre la misma, las disposiciones de los individuos, así como los incidentes de la historia, difieren sin cesar. Hasta tal punto no quiso ver lo que sus ojos veían, hasta tal punto no quiso ver que cuanto más se complacía al submundo político y moral de Otegi más se alejaba y se oscurecía el final soñado, que después del atentado de Barajas y de dos víctimas mortales, el presidente de Gobierno se parecía al hombre que se niega a creer que el fuego haya prendido en su casa, mientras él tenga la llave en su bolsillo.
Ridiculez, mezquindad, necedad hasta la desesperación son los errores que asaltan por todas partes a quien se niega a mirar la realidad directamente a los ojos. Muchos de los peligros que hoy nos acechan, muchas de las bufonadas que debemos soportar, muchos de los problemas que nos inmovilizan en los rostros del pasado y nos desarraigan de los temas de nuestro tiempo, tienen su razón en las mascaradas de la historia. Como hemos podido comprobar durante la última legislatura, tan pesada en conmemoraciones y efemérides de la guerra civil de 1936, no son pocos los que aún luchan con entidades imaginarias, vestigios de épocas pasadas, o fantasmas engendrados por la manía de repetir un inveterado y rancio repertorio de gestos y actitudes.
La imagen más negra del pretérito aún esculpe los actos y discursos de parte de nuestra izquierda, que se engaña a sí misma o quiere engañarnos a los demás interpretando, frente a Rajoy, el papel del héroe antifascista de los años treinta o del opositor franquista de los sesenta.
Y apenas pasa un día sin que al lehendakari Ibarretxe haya que explicarle que España es un país tan democrático y moderno como Francia o Alemania, con las mismas garantías procesales que cualquier otro Estado de Derecho de su entorno, y más descentralizado, más tolerante y más abierto de costumbres que muchas de las naciones que forman hoy parte de la Unión Europea.
Cuánto dolor nos ahorraríamos, por ejemplo, si los dirigentes nacionalistas del País Vasco dejaran de confundir la democracia con la realización de sus mapas mesiánicos. Cuántos equívocos desaparecerían del raquítico escenario actual si nuestros representantes políticos ahogaran en sus actos y palabras el recuerdo del franquismo y vieran en los nacionalismos periféricos lo que son hoy. No una búsqueda de entendimiento ni una diversidad perseguida. Tampoco la conciencia de unos pueblos nobles y oprimidos. Y sí, en cambio, una idolatría hegemónica que se repliega sobre supuestos agravios históricos para perpetuarse en el poder. Sí, un movimiento que devora a personas y dirigentes pero que siempre se alimenta de las mismas ilusiones y de las mismas quejas contra la supuesta e irreal ocupación española.
La historia, en efecto, es conocimiento del mundo, pero también puede convertirnos en la mujer de Lot cuando hacemos de su influjo mítico el eje principal de nuestra existencia o cuando tomamos a sus personajes y ejemplos por la única brújula cierta de nuestros pasos. Ha paralizado y confundido a revolucionarios, monarcas e impávidos ministros. Hoy, en España, sigue haciéndolo. Por desgracia, buena parte de nuestra clase política es muy dada a trasladar a la historia el espíritu de partido, y a la política la luz engañosa de la historia. Por desgracia … porque vivir y pensar hasta el fondo los problemas de nuestro tiempo es encarar la realidad sin máscaras ni fórmulas hechas con retazos de otros días.
Dos años después de que la revolución socialista de 1848 anunciara en París que algo nuevo y desafiante levantaba su bandera en Europa, Tocqueville, protagonista y testigo de los hechos, escribía sus memorias de aquel tiempo de vísperas, y anotaba: «Siempre he observado que en política, muchas veces resulta perjudicial tener demasiada memoria».
Las escenas de pánico conservador y ebullición popular que acababa de vivir en primera línea afirmaban en el alma desilusionada de Tocqueville, demócrata liberal y a la vez fino aristócrata, esta opinión. Se lo decían sus ojos y sus oídos: el peso de 1789, y de los acontecimientos sangrientos de 1793, había gravitado como una pesadilla sobre la mayoría de los espíritus de 1848. Todos los personajes principales de aquel drama reciente habían actuado y seguían actuando absorbidos por los recuerdos de un pasado que les impedía contemplar cara a cara el presente, incapaces de arrancarse las máscaras de La Fayette, Danton, St. Just, Napoleón… de barruntar las consecuencias de su acción, de enfrentarse a la gran novedad que les saltaba a los ojos. El resultado es ya conocido: ante la posibilidad de que volviera Robespierre a cortarles la cabeza a los franceses, la elección popular de Luis Napoleón, el posterior golpe de Estado de éste, la anulación de la vida política bajo la caricatura de un nuevo imperio napoleónico.
Nos gusta pensar que el conocimiento de la historia es un excelente radar para no caer en las mismas trampas del pasado, que la historia es una escuela para despertar a la acción sabia o prudente, que el recuerdo de los errores de ayer puede reducir la capacidad de provocar estragos catastróficos en quienes hoy ocupan altos cargos de responsabilidad política. No obstante, como advierte Tocqueville, muchas veces la imagen evocada de los hechos pretéritos arroja una luz engañosa sobre el presente. Nos deslumbra. Nos arrebata de la realidad, siempre cambiante. Nos aleja del trasfondo y de la sustancia misma de los problemas de nuestro tiempo.
Podría escribirse un inmenso relato de todas las equivocaciones que así se han engendrado las unas a las otras. Es, por ejemplo, Carlos X de Francia, provocando la revolución de 1830, porque había tenido ante sus ojos la debilidad del guillotinado Luis XVI. Es Luis Felipe de Orleáns, el más perspicaz de todos, creyendo que, para permanecer en el trono, le bastaba infringir la legalidad sin violarla, y que, siempre que él se moviese dentro del círculo de la Carta constitucional, los franceses tampoco se saldrían del mismo.
Pero dejemos a un lado a los príncipes de Europa, a quienes más de una vez ha perdido su prodigiosa vanidad. Acerquémonos al siglo XX, que es una época aterradora. Podemos ver entonces al gran olvidado de todas las efemérides de la revolución rusa, Kerenski, jefe del gobierno provisional de marzo a noviembre de 1917. Para alegría de Lenin y de los bolcheviques, Kerenski se empeñó en resucitar el llamamiento jacobino a un combate de resistencia patriótica contra Alemania cuando todo indicaba que la exigencia de Paz, Pan y Tierra era lo único que movilizaba realmente a las masas rusas. Su hundimiento fue tan desastroso como largo su posterior olvido.
No mucho después, podemos ver a Neville Chamberlain, primer ministro británico en 1938, decidido a soportar todo de Adolfo Hitler y de Mussolini porque su antecesor en 1914, al no querer soportar nada, había abierto las puertas a una guerra espantosa: así, con su mejor sonrisa, en nombre de la paz en Europa, del apaciguamiento, Chamberlain accede a que Checoslovaquia sea dividida y sacrificada y acepta que Mussolini invada Etiopía o que las armas y el dinero alemán e italiano ayuden a desguazar la República española. Si esperamos un poco más, vemos al fanático y aventurero nazi iniciar la guerra más devastadora que ha conocido el mundo. Vemos a las tropas de Hitler entrando en París.
Por supuesto, España no ha sido ni es ajena al hechizo negativo que el exceso de ayer puede ejercer sobre los actores del presente. La misma revolución de octubre de 1934, que contribuyó a deteriorar la Segunda República, se hizo, por ejemplo, mirándose en la Comuna de París y, sobre todo, en la cercana resistencia de los obreros vieneses a Dollfuss. Y sin ir tan lejos en el tiempo, durante las negociaciones con los terroristas de ETA Zapatero trató de encajar el cuadro irlandés en el marco del País Vasco, ignorando que si bien la humanidad es siempre la misma, las disposiciones de los individuos, así como los incidentes de la historia, difieren sin cesar. Hasta tal punto no quiso ver lo que sus ojos veían, hasta tal punto no quiso ver que cuanto más se complacía al submundo político y moral de Otegi más se alejaba y se oscurecía el final soñado, que después del atentado de Barajas y de dos víctimas mortales, el presidente de Gobierno se parecía al hombre que se niega a creer que el fuego haya prendido en su casa, mientras él tenga la llave en su bolsillo.
Ridiculez, mezquindad, necedad hasta la desesperación son los errores que asaltan por todas partes a quien se niega a mirar la realidad directamente a los ojos. Muchos de los peligros que hoy nos acechan, muchas de las bufonadas que debemos soportar, muchos de los problemas que nos inmovilizan en los rostros del pasado y nos desarraigan de los temas de nuestro tiempo, tienen su razón en las mascaradas de la historia. Como hemos podido comprobar durante la última legislatura, tan pesada en conmemoraciones y efemérides de la guerra civil de 1936, no son pocos los que aún luchan con entidades imaginarias, vestigios de épocas pasadas, o fantasmas engendrados por la manía de repetir un inveterado y rancio repertorio de gestos y actitudes.
La imagen más negra del pretérito aún esculpe los actos y discursos de parte de nuestra izquierda, que se engaña a sí misma o quiere engañarnos a los demás interpretando, frente a Rajoy, el papel del héroe antifascista de los años treinta o del opositor franquista de los sesenta.
Y apenas pasa un día sin que al lehendakari Ibarretxe haya que explicarle que España es un país tan democrático y moderno como Francia o Alemania, con las mismas garantías procesales que cualquier otro Estado de Derecho de su entorno, y más descentralizado, más tolerante y más abierto de costumbres que muchas de las naciones que forman hoy parte de la Unión Europea.
Cuánto dolor nos ahorraríamos, por ejemplo, si los dirigentes nacionalistas del País Vasco dejaran de confundir la democracia con la realización de sus mapas mesiánicos. Cuántos equívocos desaparecerían del raquítico escenario actual si nuestros representantes políticos ahogaran en sus actos y palabras el recuerdo del franquismo y vieran en los nacionalismos periféricos lo que son hoy. No una búsqueda de entendimiento ni una diversidad perseguida. Tampoco la conciencia de unos pueblos nobles y oprimidos. Y sí, en cambio, una idolatría hegemónica que se repliega sobre supuestos agravios históricos para perpetuarse en el poder. Sí, un movimiento que devora a personas y dirigentes pero que siempre se alimenta de las mismas ilusiones y de las mismas quejas contra la supuesta e irreal ocupación española.
La historia, en efecto, es conocimiento del mundo, pero también puede convertirnos en la mujer de Lot cuando hacemos de su influjo mítico el eje principal de nuestra existencia o cuando tomamos a sus personajes y ejemplos por la única brújula cierta de nuestros pasos. Ha paralizado y confundido a revolucionarios, monarcas e impávidos ministros. Hoy, en España, sigue haciéndolo. Por desgracia, buena parte de nuestra clase política es muy dada a trasladar a la historia el espíritu de partido, y a la política la luz engañosa de la historia. Por desgracia … porque vivir y pensar hasta el fondo los problemas de nuestro tiempo es encarar la realidad sin máscaras ni fórmulas hechas con retazos de otros días.
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