La Biblia y nuestros hábitos de lectura/Eugenio Trías
Publicado en el periódico español ABC, 29/06/2008;
¿Cuál es la principal causa de la escasez de hábitos de lectura de los españoles? ¿Se debe a condiciones climáticas y atmosféricas, al cultivo continuo y constante de la cultura oral, a nuestra propensión a la tertulia, a la confusión entre genio, ingenio y gracejo (o entre reflexión y chascarrillo)? ¿O existen razones más hondas, viejas raíces carcomidas que explican mejor esa inapetencia lectora? Quizás convenga recordar la historia española —la reciente y la remota— si se quiere responder a estas preguntas.
En el primer gobierno socialista faltó algo trascendental. Se enlazó con la Segunda República en un punto esencial y necesario: la reforma militar. Tuvo lugar también la meritoria reconversión industrial, por no hablar de la tortuosa —pero necesaria— entrada en la OTAN. Algo faltó, sin embargo. Algo en lo cual la Segunda República hubiera debido servir de ejemplo: una verdadera y radical reforma educativa, comenzando en la enseñanza primaria y culminando con un sistema ágil y moderno de enseñanza secundaria y universitaria. Quizás esa falta de arraigo de los hábitos de lectura se ha pagado muy cara.
Creo sin embargo que la causa de esa indigencia lectora es más lejana. Tiene su origen, posiblemente, en peculiaridades del catolicismo contra-reformista. A diferencia de las confesiones reformadas, el catolicismo romano ha sido culpablemente remiso a entregar al feligrés el texto bíblico.
La gran gesta de Martín Lutero no fue sólo releer de manera rigurosa las epístolas de Pablo y la teología de Agustín. La mejor de sus contribuciones al cristianismo fue su traducción de la Biblia a lengua alemana. Eso fue un acontecimiento propicio: una verdadera renovación religiosa y cultural propia del mundo renacentista, de la modernidad incipiente y de la constelación que Gutenberg, con la invención de la imprenta, había inaugurado. Su compendio doctrinal, sola fides, sola gratia, se culmina —y alcanza estatuto trinitario— en el lema sola scriptura. Fe en Dios, esperanza en la gracia de Cristo, iluminación del Espíritu Santo en la lectura del texto bíblico. El acto creyente, litúrgico y devocional se produce a través del encuentro con el libro inspirado.
La lectura es, en el luteranismo, ilustración y liturgia: verdadera comunión sacramental. Puede ser estrictamente individual y personal en la oración que de ello deriva. Puede ser también comunitaria, incluso cantada.
Los católicos de Alemania, Francia, Gran Bretaña, Países Bajos o Estados Unidos de América, al convivir con generaciones reformadas de hugonotes, presbiterianos, anabaptistas, adventistas o evangélicos se fueron impregnando de su devoción por las sagradas escrituras. Debían visitarlas con el fin de defender sus posiciones religiosas. Las orientaciones vaticanas —poco inclinadas a la libre lectura de la Biblia— quedaron mitigadas.
La ausencia de ese combate dialéctico y apologético en España determinó una especie de monopolio eclesiástico cuya tremenda huella llega hasta hoy. No hubo influencia ni impregnación de la devotio moderna que desde Erasmo, Lutero y Calvino tendió siempre a privilegiar, en términos religiosos, la lectura bíblica. En España la Biblia es para muchos —todavía— una gran desconocida. Esa carencia lectora decidió, sin duda, la menesterosidad que poseemos en hábitos de lectura. El texto bíblico no fue determinante en nuestra infancia y primera adolescencia.
Alguien con poco cerebro ha dicho recientemente que el conocimiento de la Biblia arrastraría a la pérdida de la fe de la multitud creyente. Más bien sucede lo contrario. Conocer de forma directa, en la lectura, figuras creyentes como Abraham, Moisés, Job, los profetas, Jesús de Nazaret, Pablo de Tarso, podría ser el mejor modo de alimentar y fortalecer la conciencia religiosa (judía, cristiana).
Hoy se habla mucho de la crisis del libro a causa de la gran revolución de internet, de los ordenadores, de los textos procesados de forma informática. Puede que esa crisis sea relativa. O no sea mayor que la sufrida por el teatro ante la acometida del cine y de la televisión.
Los pueblos educados y curtidos en hábitos de lectura, sobre todo por las fuentes reformadas —luteranas, calvinistas— de su cultura, se hallan mucho mejor preparados para saldar con éxito ese envite. Aquí, en España, nos encontramos faltos de esas imprescindibles raíces.
No acepto la inferencia anti-religiosa, agnóstica o atea, que algunos extraen de sus defensas de una cultura laica moral y políticamente autónoma. Es propio de cierta mentalidad de progresismo infantil promover ese falaz nexo lógico. El pleno y legítimo derecho laico por poseer ámbitos independientes de reflexión y discusión en cuestiones morales, sin tutelas ni ingerencias clericales, no permite deducir la inanidad de toda referencia religiosa. A los nuevos cruzados que promueven esa deducción —como les llamó la revista alemana Der Spiegel— les falta seriedad, sobriedad, rigor. Denuncian al Dios cruel en perfecta ignorancia de la audacia que expresa Job, desde dentro de la Biblia, en su ataque a toda falsa teodicea. No rebasan el más ingenuo antropomorfismo en su acercamiento a ese insondable misterio al que por convención lingüística llamamos Dios.
El más radical sentido de lo secular puede perfectamente convivir con una conciencia religiosa ilustrada. Como sabía Kierkegaard, un verdadero salto exige transitar de la moral hasta el estadio religioso. La fe de Abraham que narra el Génesis no es conmensurable con el Levítico.
Es, de todos modos, imprescindible que el fomento didáctico de la cultura religiosa siga rumbos ajenos a la mera catequesis dogmática. En el terreno de la educación religiosa y cristiana resulta imprescindible el acercamiento al texto bíblico. Sería deseable promover su lectura. O que se facilitase el acceso gozoso de muchos ciudadanos a la Biblia, de forma que pudieran impregnarse de las maravillas que encierra. Sería posible, entonces, descubrirse lo que aquí pocos conocen: el increíble libro de ese impaciente Job capaz de desafiar a Dios; el poema erótico que es El cantar de los cantares; el dechado de sabiduría pesimista del Eclesiastés; o el vuelo místico delEvangelio de Juan.
Siempre he creído que el dilema entre asignaturas de Ética —o de Educación para la Ciudadanía— y de Religión quedaría obviado si hubiese a la vez más buena intención y más ilustración en ambas partes (en esas dos Españas que hielan el corazón de todo español que viene al mundo).
Nada más necesario en el mundo global del siglo XXI, para la educación del ciudadano, que un conocimiento cabal de los marcos religiosos en los que arraigan las principales culturas (y muy en especial la propia de cada uno). El mejor antídoto frente a la xenofobia se produciría si hubiese mayor conocimiento ilustrado sobre lo que es y significa, sin simplificaciones, la religión hebrea, el Islam (con todas sus familias), los distintos cristianismos, las religiones orientales o el animismo africano. Siempre he abogado por sustituir una asignatura catequética —de un apologético catolicismo o de un laicismo poco ilustrado— por una Historia de las Religiones o por una Ciencia de las culturas religiosas.
Nuestra comunidad hispana se halla en desventaja respecto a comunidades que poseen, desde la primera infancia, el conocimiento de un libro en el cual todo hombre puede hallar respuestas, modelos, ejemplos y contra-ejemplos. Y esto sucede así tanto si se lee como una grandísima enciclopedia de obras literarias insignes, o como forma de revelación textual a través de textos inspirados de alta valencia religiosa.
No haber gozado de esa impregnación lectora —que en países de tradición reformada, evangélica, anglicana o calvinista ha determinado el encuentro con el texto bíblico— constituye, quizás, la razón principal de nuestra inapetencia lectora, o de nuestro mal encaje en esa era de Gutenberg que tuvo en Martín Lutero el genio religioso que mejor se le ajustaba.
En el primer gobierno socialista faltó algo trascendental. Se enlazó con la Segunda República en un punto esencial y necesario: la reforma militar. Tuvo lugar también la meritoria reconversión industrial, por no hablar de la tortuosa —pero necesaria— entrada en la OTAN. Algo faltó, sin embargo. Algo en lo cual la Segunda República hubiera debido servir de ejemplo: una verdadera y radical reforma educativa, comenzando en la enseñanza primaria y culminando con un sistema ágil y moderno de enseñanza secundaria y universitaria. Quizás esa falta de arraigo de los hábitos de lectura se ha pagado muy cara.
Creo sin embargo que la causa de esa indigencia lectora es más lejana. Tiene su origen, posiblemente, en peculiaridades del catolicismo contra-reformista. A diferencia de las confesiones reformadas, el catolicismo romano ha sido culpablemente remiso a entregar al feligrés el texto bíblico.
La gran gesta de Martín Lutero no fue sólo releer de manera rigurosa las epístolas de Pablo y la teología de Agustín. La mejor de sus contribuciones al cristianismo fue su traducción de la Biblia a lengua alemana. Eso fue un acontecimiento propicio: una verdadera renovación religiosa y cultural propia del mundo renacentista, de la modernidad incipiente y de la constelación que Gutenberg, con la invención de la imprenta, había inaugurado. Su compendio doctrinal, sola fides, sola gratia, se culmina —y alcanza estatuto trinitario— en el lema sola scriptura. Fe en Dios, esperanza en la gracia de Cristo, iluminación del Espíritu Santo en la lectura del texto bíblico. El acto creyente, litúrgico y devocional se produce a través del encuentro con el libro inspirado.
La lectura es, en el luteranismo, ilustración y liturgia: verdadera comunión sacramental. Puede ser estrictamente individual y personal en la oración que de ello deriva. Puede ser también comunitaria, incluso cantada.
Los católicos de Alemania, Francia, Gran Bretaña, Países Bajos o Estados Unidos de América, al convivir con generaciones reformadas de hugonotes, presbiterianos, anabaptistas, adventistas o evangélicos se fueron impregnando de su devoción por las sagradas escrituras. Debían visitarlas con el fin de defender sus posiciones religiosas. Las orientaciones vaticanas —poco inclinadas a la libre lectura de la Biblia— quedaron mitigadas.
La ausencia de ese combate dialéctico y apologético en España determinó una especie de monopolio eclesiástico cuya tremenda huella llega hasta hoy. No hubo influencia ni impregnación de la devotio moderna que desde Erasmo, Lutero y Calvino tendió siempre a privilegiar, en términos religiosos, la lectura bíblica. En España la Biblia es para muchos —todavía— una gran desconocida. Esa carencia lectora decidió, sin duda, la menesterosidad que poseemos en hábitos de lectura. El texto bíblico no fue determinante en nuestra infancia y primera adolescencia.
Alguien con poco cerebro ha dicho recientemente que el conocimiento de la Biblia arrastraría a la pérdida de la fe de la multitud creyente. Más bien sucede lo contrario. Conocer de forma directa, en la lectura, figuras creyentes como Abraham, Moisés, Job, los profetas, Jesús de Nazaret, Pablo de Tarso, podría ser el mejor modo de alimentar y fortalecer la conciencia religiosa (judía, cristiana).
Hoy se habla mucho de la crisis del libro a causa de la gran revolución de internet, de los ordenadores, de los textos procesados de forma informática. Puede que esa crisis sea relativa. O no sea mayor que la sufrida por el teatro ante la acometida del cine y de la televisión.
Los pueblos educados y curtidos en hábitos de lectura, sobre todo por las fuentes reformadas —luteranas, calvinistas— de su cultura, se hallan mucho mejor preparados para saldar con éxito ese envite. Aquí, en España, nos encontramos faltos de esas imprescindibles raíces.
No acepto la inferencia anti-religiosa, agnóstica o atea, que algunos extraen de sus defensas de una cultura laica moral y políticamente autónoma. Es propio de cierta mentalidad de progresismo infantil promover ese falaz nexo lógico. El pleno y legítimo derecho laico por poseer ámbitos independientes de reflexión y discusión en cuestiones morales, sin tutelas ni ingerencias clericales, no permite deducir la inanidad de toda referencia religiosa. A los nuevos cruzados que promueven esa deducción —como les llamó la revista alemana Der Spiegel— les falta seriedad, sobriedad, rigor. Denuncian al Dios cruel en perfecta ignorancia de la audacia que expresa Job, desde dentro de la Biblia, en su ataque a toda falsa teodicea. No rebasan el más ingenuo antropomorfismo en su acercamiento a ese insondable misterio al que por convención lingüística llamamos Dios.
El más radical sentido de lo secular puede perfectamente convivir con una conciencia religiosa ilustrada. Como sabía Kierkegaard, un verdadero salto exige transitar de la moral hasta el estadio religioso. La fe de Abraham que narra el Génesis no es conmensurable con el Levítico.
Es, de todos modos, imprescindible que el fomento didáctico de la cultura religiosa siga rumbos ajenos a la mera catequesis dogmática. En el terreno de la educación religiosa y cristiana resulta imprescindible el acercamiento al texto bíblico. Sería deseable promover su lectura. O que se facilitase el acceso gozoso de muchos ciudadanos a la Biblia, de forma que pudieran impregnarse de las maravillas que encierra. Sería posible, entonces, descubrirse lo que aquí pocos conocen: el increíble libro de ese impaciente Job capaz de desafiar a Dios; el poema erótico que es El cantar de los cantares; el dechado de sabiduría pesimista del Eclesiastés; o el vuelo místico delEvangelio de Juan.
Siempre he creído que el dilema entre asignaturas de Ética —o de Educación para la Ciudadanía— y de Religión quedaría obviado si hubiese a la vez más buena intención y más ilustración en ambas partes (en esas dos Españas que hielan el corazón de todo español que viene al mundo).
Nada más necesario en el mundo global del siglo XXI, para la educación del ciudadano, que un conocimiento cabal de los marcos religiosos en los que arraigan las principales culturas (y muy en especial la propia de cada uno). El mejor antídoto frente a la xenofobia se produciría si hubiese mayor conocimiento ilustrado sobre lo que es y significa, sin simplificaciones, la religión hebrea, el Islam (con todas sus familias), los distintos cristianismos, las religiones orientales o el animismo africano. Siempre he abogado por sustituir una asignatura catequética —de un apologético catolicismo o de un laicismo poco ilustrado— por una Historia de las Religiones o por una Ciencia de las culturas religiosas.
Nuestra comunidad hispana se halla en desventaja respecto a comunidades que poseen, desde la primera infancia, el conocimiento de un libro en el cual todo hombre puede hallar respuestas, modelos, ejemplos y contra-ejemplos. Y esto sucede así tanto si se lee como una grandísima enciclopedia de obras literarias insignes, o como forma de revelación textual a través de textos inspirados de alta valencia religiosa.
No haber gozado de esa impregnación lectora —que en países de tradición reformada, evangélica, anglicana o calvinista ha determinado el encuentro con el texto bíblico— constituye, quizás, la razón principal de nuestra inapetencia lectora, o de nuestro mal encaje en esa era de Gutenberg que tuvo en Martín Lutero el genio religioso que mejor se le ajustaba.
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