¿Y si fueran los pájaros, estúpido?/J. Ernesto Ayala-Dip, crítico literario
Publicado en EL PAÍS, 13/02/09;
Al Adrià y la Carme, mis maestros en pájaros
Hay gente que no entiende que pueda haber otra interesada por los pájaros. Nadie puede hacerse una idea de la distancia que hay entre los aficionados a la ornitología y los que ignoran que exista esta ciencia. O esta pasión. Y sin embargo, hay personas que no se imaginan su vida sin ella, como tampoco aciertan a explicarse cómo es que durante tanto tiempo les fue tan indistinto un petirrojo que un carbonero común, sombras voladoras sin sentido que se posaban en el alféizar de sus ventanas desafiando su indiferencia. Al amante de los pájaros, leer que “el cambio climático acelera los factores que ponen en riesgo de extinción a 1,226 especies de aves” le dibuja en su mente un escenario imposible de concebir. Nada podría ser más triste que un hábitat sin la llegada o la partida de todos sus pájaros. Ningún aficionado conoce in situ todos los pájaros. Los que sobrevivirán y los que tienen las horas contadas. Y es probable que nunca los atrape a todos con sus prismáticos. Pero sabe que existen. Tiene registrado en su libro mágico -su guía especializada- el vuelo, la silueta, la envergadura y la mancha de sus alas desplegadas, el color de su pico, el tiempo y la ruta de sus migraciones, el color de su plumaje. Tiene incluso grabado sus cantos. Así que la sola posibilidad -nada remota- de que esa palpitante información de la vida se convierta en letra muerta, sume al amante de los pájaros en una lúcida y necesaria melancolía.
¿Recuerda el lector de Pájaros de América, la hermosa novela de Mary McCarthy, la inmensa pena de su joven e idealista personaje Peter Levi cuando le comunican que el gran búho real de una reserva que él visita cada año ha muerto? Una mujer que está a su lado, que no entiende una tan repentina aflicción por la desaparición de un simple pájaro, no encuentra un consuelo mejor que decirle casi como un reproche: “No se puede esperar que todo siga siempre igual”. Los que aman los pájaros sí quieren que todo siga siempre igual. No es una rutina cualquiera que la naturaleza nos prometa en cada estación o cada continente, en cada migración anual, sobre el mar, entre el ramaje de los árboles, en un humedal o una reserva o en los parques de nuestra ciudad, la especie que necesitamos observar para corroborar que en nuestro amado planeta las cosas siguen su orden, su reloj puntual, su latido crucial. Ya es bastante que la ornitología sea una ciencia descriptiva y no pretenda alterar la biología de los pájaros, nos dice Peter Levi. Ahora sólo faltaría, rogará el aficionado de nuestros días, que no se pretenda hacernos creer que pase lo que pase, pájaro más pájaro menos, la vida sigue igual. Porque si falta una especie de ave, como si falta una especie marina o una lengua, la vida no puede seguir jamás igual. ¿Qué ocurriría si un día no muy lejano dejáramos de escuchar el canto del pinzón vulgar en primavera, circunstancia nada imposible toda vez que esta especie ya mermó su número en Reino Unido desde 1960, coincidiendo con el inicio del uso masivo de insecticidas tóxicos? Sabemos que Aristóteles ya observó el picapinos, pero ¿hasta cuándo podrá nuestra civilización permitir ese casi invisible vuelo ondulado de exhibición que nos regala antes de entregarse a su labor carpintera?
“Hay en la actualidad menos de 350 grullas cantoras salvajes en todo el planeta, y aunque la cifra representa una clara mejora con respecto a la población de 22 que había en 1941, la perspectiva a largo plazo para toda especie con tan pequeña colección de genes es muy sombría”. Este diagnóstico pertenece al escritor norteamericano Jonathan Franzen. En Mi problema con los pájaros, artículo autobiográfico que incluye en el volumen Zona fría. Una historia personal, Franzen nos relata su paulatino amor a las aves. Yo recomiendo su lectura fervorosamente. Lo hago porque me parece la mejor descripción no sólo de cómo alguien tan ajeno a los pájaros un milagroso día descubre en ellos un universo de vida inesperado, sino porque precisamente a través de ellos Franzen destripa el mecanismo de los políticos neoliberales para producir no sólo masas paupérrimas de personas sino también masas de pájaros pobres. Como las clases medias y obreras norteamericanas en recientes tiempos de Bush, los pájaros también ven rebajados su dignidad y su nivel de vida. Esta pobreza no es baladí porque se trate de los pájaros. Especies expulsadas de su lugar exacto en el mundo para ir a buscar refugio en una tristísima y humillante adaptación. O desaparecer. Todo un temible síntoma.
“Uno de los aspectos que me gusta de la ornitología es la buena relación que hay entre la comunidad profesional y la de aficionados, mientras que en otras materias se odian a muerte”, dice el doctor Josep del Hoyo, uno de los ornitólogos más prestigiosos de Europa. Jonathan Franzen es un aficionado. Quien conoce a uno de ellos, sabe que cuando regresa de alguna excursión hay una sola pregunta que para él tiene sentido: “¿Y? ¿Qué has visto?”.
Hay gente que no entiende que pueda haber otra interesada por los pájaros. Nadie puede hacerse una idea de la distancia que hay entre los aficionados a la ornitología y los que ignoran que exista esta ciencia. O esta pasión. Y sin embargo, hay personas que no se imaginan su vida sin ella, como tampoco aciertan a explicarse cómo es que durante tanto tiempo les fue tan indistinto un petirrojo que un carbonero común, sombras voladoras sin sentido que se posaban en el alféizar de sus ventanas desafiando su indiferencia. Al amante de los pájaros, leer que “el cambio climático acelera los factores que ponen en riesgo de extinción a 1,226 especies de aves” le dibuja en su mente un escenario imposible de concebir. Nada podría ser más triste que un hábitat sin la llegada o la partida de todos sus pájaros. Ningún aficionado conoce in situ todos los pájaros. Los que sobrevivirán y los que tienen las horas contadas. Y es probable que nunca los atrape a todos con sus prismáticos. Pero sabe que existen. Tiene registrado en su libro mágico -su guía especializada- el vuelo, la silueta, la envergadura y la mancha de sus alas desplegadas, el color de su pico, el tiempo y la ruta de sus migraciones, el color de su plumaje. Tiene incluso grabado sus cantos. Así que la sola posibilidad -nada remota- de que esa palpitante información de la vida se convierta en letra muerta, sume al amante de los pájaros en una lúcida y necesaria melancolía.
¿Recuerda el lector de Pájaros de América, la hermosa novela de Mary McCarthy, la inmensa pena de su joven e idealista personaje Peter Levi cuando le comunican que el gran búho real de una reserva que él visita cada año ha muerto? Una mujer que está a su lado, que no entiende una tan repentina aflicción por la desaparición de un simple pájaro, no encuentra un consuelo mejor que decirle casi como un reproche: “No se puede esperar que todo siga siempre igual”. Los que aman los pájaros sí quieren que todo siga siempre igual. No es una rutina cualquiera que la naturaleza nos prometa en cada estación o cada continente, en cada migración anual, sobre el mar, entre el ramaje de los árboles, en un humedal o una reserva o en los parques de nuestra ciudad, la especie que necesitamos observar para corroborar que en nuestro amado planeta las cosas siguen su orden, su reloj puntual, su latido crucial. Ya es bastante que la ornitología sea una ciencia descriptiva y no pretenda alterar la biología de los pájaros, nos dice Peter Levi. Ahora sólo faltaría, rogará el aficionado de nuestros días, que no se pretenda hacernos creer que pase lo que pase, pájaro más pájaro menos, la vida sigue igual. Porque si falta una especie de ave, como si falta una especie marina o una lengua, la vida no puede seguir jamás igual. ¿Qué ocurriría si un día no muy lejano dejáramos de escuchar el canto del pinzón vulgar en primavera, circunstancia nada imposible toda vez que esta especie ya mermó su número en Reino Unido desde 1960, coincidiendo con el inicio del uso masivo de insecticidas tóxicos? Sabemos que Aristóteles ya observó el picapinos, pero ¿hasta cuándo podrá nuestra civilización permitir ese casi invisible vuelo ondulado de exhibición que nos regala antes de entregarse a su labor carpintera?
“Hay en la actualidad menos de 350 grullas cantoras salvajes en todo el planeta, y aunque la cifra representa una clara mejora con respecto a la población de 22 que había en 1941, la perspectiva a largo plazo para toda especie con tan pequeña colección de genes es muy sombría”. Este diagnóstico pertenece al escritor norteamericano Jonathan Franzen. En Mi problema con los pájaros, artículo autobiográfico que incluye en el volumen Zona fría. Una historia personal, Franzen nos relata su paulatino amor a las aves. Yo recomiendo su lectura fervorosamente. Lo hago porque me parece la mejor descripción no sólo de cómo alguien tan ajeno a los pájaros un milagroso día descubre en ellos un universo de vida inesperado, sino porque precisamente a través de ellos Franzen destripa el mecanismo de los políticos neoliberales para producir no sólo masas paupérrimas de personas sino también masas de pájaros pobres. Como las clases medias y obreras norteamericanas en recientes tiempos de Bush, los pájaros también ven rebajados su dignidad y su nivel de vida. Esta pobreza no es baladí porque se trate de los pájaros. Especies expulsadas de su lugar exacto en el mundo para ir a buscar refugio en una tristísima y humillante adaptación. O desaparecer. Todo un temible síntoma.
“Uno de los aspectos que me gusta de la ornitología es la buena relación que hay entre la comunidad profesional y la de aficionados, mientras que en otras materias se odian a muerte”, dice el doctor Josep del Hoyo, uno de los ornitólogos más prestigiosos de Europa. Jonathan Franzen es un aficionado. Quien conoce a uno de ellos, sabe que cuando regresa de alguna excursión hay una sola pregunta que para él tiene sentido: “¿Y? ¿Qué has visto?”.
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